Hace ya mucho tiempo me di cuenta de que carecía por completo de sentido de la orientación. Desde niño sufro las consecuencias de mi nula habilidad para dirigirme hacia un punto determinado o alcanzar el destino señalado. La incertidumbre de estar perdido en la inmensidad de un territorio desconocido es una sensación que me ha acompañado siempre y, se lo aseguro, no es nada agradable.
Esta desazón comenzó a remitir el día en que aprendí a leer un mapa. Alguien (bendito alguien) se había tomado la molestia de reflejar sobre el papel el camino, de desentrañar el laberinto de calles que ahora, con el plano ante mis ojos, resultaban mucho más accesibles.
Hace unos años advertí algo todavía más grave. Me di cuenta de que estaba totalmente desorientado, confuso, perdido en la infinitud de una vida incomprensible. Advertí que alguien como yo era en el fondo tan complejo que ni siquiera podía entenderse a sí mismo, que cualquier ser humano es inabarcable, que en cada uno de nosotros hay un fascinante maremagnum en el que merecía la pena bucear.
También entonces busqué mapas. Exploré lugares nuevos, viajé a lugares antiguos, rastreé hasta el último rincón, me encerré en soledad, me asomé a muchos balcones. Y por fin los encontré. Eran distintos a los planos que conocía. Tenían forma rectangular y su interior era blanco, salpicado de incontables grafismos de color negro. En apariencia eran pequeños, pero su capacidad se multiplicaba de forma prodigiosa al abrirlos. Me adentré en uno de ellos y vi que emitía destellos que podrían aclarar mi búsqueda e iluminar mi camino. Ya nunca olvidé su nombre: se llamaba LIBRO.
Por Rob Sponge, reseñista de Trabalibros.com