A pesar del tiempo transcurrido y nuestra evolución como lectores, siempre intentaremos volver a ese lugar en el que se fraguó nuestro sentido de la maravilla, nuestra capacidad para el asombro, nuestra predisposición hacia lo extraordinario. Rodeados cada vez más de una realidad seria y mostrenca, quizá debamos recuperar la disciplina del prodigio y exponer nuestra conciencia a los efectos oblicuos y seductores de la magia, el mito y la épica.
Para la tarea de acechar por escrito la vida se exige coraje, valor para enfrentarse al principio de realidad, esfuerzo, constancia y una intención irrenunciable de conseguir una historia verdadera, sea ésta o no particularmente interesante.
Los japoneses tienen una palabra para designar al ser humano: ningen, que traducida sería, aproximadamente, ser del intervalo, ser del entre, ser de la relación. Esta intuición lingüística remite a una ontología en la que ser es siempre ser con otros o ser entre otros, y la soledad implica no ser.
El filósofo y poeta Jorge Riechmann afirma que los seres humanos, como animales sociales que somos, necesitamos amor y como animales lingüísticos, necesitamos sentido. Y que es en el entorno de esa necesidad donde trabajan o deberían trabajar tanto el pensamiento como la poesía. También la literatura de ficción, añadiría yo. O, por lo menos, cierto tipo de ficción, aquella que funciona como laboratorio de las emociones más profundas.
Ciertos relatos leídos en nuestra adolescencia y nuestra primera juventud tienen para nosotros un valor fundacional. Absortos en sus páginas, la lectura de éstos cimentó nuestro amor incondicional a los libros. Nunca volveremos a leer de esa manera arrebatada, nunca una hermosa historia bien contada nos hará sentir más cerca de la pura aventura, nunca el poder evocador de un texto alcanzará la intensidad de entonces. Nunca volveremos a tener la disposición de ánimo, casi extática, que nos impulsaba a devorar página tras página un libro, nunca ninguna lectura dejará una huella más gozosa en nuestra memoria.
La novela fantástica es un conjuro literario practicado por nigromantes de la pluma para convocar ante los ojos del lector la presencia de todo un universo mítico, forjado en nuestra juventud pero instalado de forma eterna en nuestra mente. Leer este tipo de literatura supone actualizar una constante invitación a la heroicidad y la aventura, dos dimensiones de la existencia humana que, de perderse, convertirían ésta en una procesión desangelada hacia la muerte.
Para vivir tenemos que narrarnos. Construir el artefacto de nuestra identidad requiere un gran esfuerzo narrativo e imaginativo. Cuando nos miramos vivir y cuando con un esfuerzo de memoria -esa engañosa facultad- revivimos el pasado el observador y lo observado se funden, el que mira y lo mirado existen sin solución de continuidad.
Caminar reduce la inmensidad del mundo a las proporciones del cuerpo. Caminar es una actividad enteramente sensorial que transfigura un gesto básico como la bipedestación en una experiencia en la que participan todos los sentidos. Caminar incluso dilata nuestra percepción temporal. Ir al paso es la consigna, es algo telúrico que arranca a la realidad "milagros tranquilos", teofanías alimentadas por el dios de los caminantes, que no es sino el puro goce de existir.
La política debería ser el arte de conseguir el mayor grado de bienestar personal y felicidad posibles para el mayor número de personas. Para ello la economía debe ser un medio y no un fin y la Tierra y sus delicados sistemas de ajuste una prioridad máxima para los políticos de cualquier signo.
Con el tiempo aprendemos a modular el dolor y para ello nos reinventamos. Algunos lo hacen escribiendo, porque la escritura también sirve para eso. Escribimos y eso nos salva de la aniquilación. Escribimos para convocar lo perdido y luego dejarlo ir.
Somos fingidores y, como tales, re-creamos nuestra vida y por lo tanto también nuestro pasado, elaborando lo que Vila-Matas llama "recuerdos inventados", y para hacerlo usamos la palabra, el mejor artificio desarrollado por el ser humano para cambiar las cosas por signos.
Percibir el movimiento de una vida hasta sus curvas más leves y hacerlo tanto en lo individual como en lo social; rellenar el molde de su huella, de su paso por el mundo, con signos vivos; abrir una minúscula ventana sobre un alma grande a la espera de que ésta libere alguno de sus secretos; indagar en lo celular como vía de acceso a los tejidos que, agrupándose en forma de órganos, buscan la función. Esta es una habilidad reservada sólo a un puñado de genios de la literatura.
El que camina solo es un ser oblicuo. Como afirma David Le Breton, el caminante "es un hombre del intersticio y del intervalo, de lo que está entre las cosas". Es un hombre que está de paso, no está ni aquí ni allí, es un extraño, un "amable extranjero" en palabras de Montaigne, alguien que está de incógnito.
De repente uno se siente otro y ya lo es. Sin apenas darse cuenta uno ha ido construyendo al otro en el que acaba convirtiéndose. El yo al que nos agarramos carece de estabilidad temporal y consistencia interna. No permanece igual en el tiempo ni su estructura de contenido es fija.
El hombre es un artefacto que se crea a sí mismo y a su entorno. Al no poder fundirse con la realidad como lo hacen el resto de animales crea otra paralela y establece con lo real una relación retórica y metafórica, de ahí que no se pueda acceder a la verdad desnudándola sino, como diría Daniel Innerarity, "vistiéndola adecuadamente".
En las crisis existenciales, en los momentos bisagra que conectan un pasado reciente y un futuro próximo, lo que somos lucha por salir, pero lo que somos hay que ir definiéndolo día a día, hay que ir construyéndolo con lo que sobrevive de la lucha entre lo que fuimos y lo que queremos ser. Lo que somos es, pues, un conglomerado inestable de imprevisible evolución hacia el misterio y la vida no catalogada.
El artista no debe desconfiar de su mundo interior, no debe excluir nada de él, ni siquiera lo más enigmático. Debe amar sus dudas, educarlas y convertirlas en "dudas sabedoras". El artista debe vivir a fondo las preguntas más torturantes, debe ser valiente con lo extraño e inexplicable. No debe temer las tristezas, pues éstas son sólo los momentos en que ha entrado algo nuevo en nosotros, algo desconocido, y nos ha quitado por un momento todo lo familiar y habitual.
Las bibliotecas personales son lugares tremendamente humanos. Allí los libros empiezan a interactuar entre ellos, conversan, tejen extrañas alianzas, surge una alegre promiscuidad entre algunos, aparecen cofradías selectas, amorosos compañeros de anaquel, aunque también bandos enfrentados y odios eternos.
La realidad es sólo una mentira de la verdad, esa señora tapada hasta el cuello que intenta adjetivar lo sustancial por miedo al columpio de la incertidumbre.
La memoria no es un archivo estático, es un magma en continuo proceso de transformación. La vida no se acumula en estratos superpuestos que se sellan mutuamente, la vida fluye a través de un complejo sistema de pozos comunicantes en los que se mezclan las aguas primeras con las últimas lluvias.
Algunos llaman a la espera tiempo muerto y al esperar perder el tiempo; quizá ignoran que los fantasmas de lo esperado llegan con mucha anticipación, animando estos paréntesis aparentemente estériles y convirtiéndolos en pura vida. En definitiva, qué sería la vida sino un paréntesis de espera hiperconsciente entre dos pozos de infinitud.
Hay quien ve en la música un movimiento regresivo hacia las primeras improntas sonoras dominadas por el régimen de los afectos. Según esta teoría la música trataría de ponernos en contacto de nuevo con el canturreo primero, con el "cantus obscurius", con el canto in-significante anterior al lenguaje y a la música como organizadora de sonidos.
Escribir no es decidir qué queremos decir y hacerlo, no es tan simple. Como diría Marguerite Duras, "escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos". Escribir es dejarse escribir, lo intraductible de la vida copiándose en nosotros a duras penas.
Para poder construir un libro antes hay que construir una soledad y después construir un silencio dentro de nuestra mente, lograr un vaciado total que pueda albergar un libro posible o, como diría Blanchot, "un libro por venir". Ese libro por venir no deja de aullar desde una zona remota de tu interior. Busca desnudarse y ofrecerse para liberarse de ti, de tus miedos, de tus dudas, de la gran duda que es escribir, de la casi insoportable sucesión de dudas que es la vida del escritor.