En un pueblucho dejado de la mano de Dios —
La Escapa—, se establece una mujer joven con la única compañía de un perro esquivo —
Sieso—. La casa que alquila, descuidada y llena de goteras, pronto se convierte en una fuente de conflictos con su casero, un hombre avieso y mezquino. Con el resto de lugareños ¬—la chica de la tienda, Roberta (
la bruja), Píter (
el hippie), Andreas (
el alemán)— irá entretejiendo una serie de relaciones marcadas por los prejuicios, la extrañeza y la incomprensión mutuas.
Todo lo que ocurre en “
Un amor” sucede a su vez en dos niveles. La historia de Nat, una suerte de peripecia rural cuya atmósfera se va volviendo cada vez más irrespirable, más densa y claustrofóbica, es al mismo tiempo un viaje hacia el centro de sí misma. Como un pez que se muerde la cola, su huida hacia delante la llevará a enfrentarse a sus propias contradicciones, y lo que parecía no conducir a ninguna parte, termina alcanzando cierta forma de revelación. Esa dicotomía se muestra a veces de una forma palmaria —el equívoco juego de palabras con el nombre del pueblo, el apodo con que Nat se refiere a su perro, los motes y sobrenombres de todos los personajes…— y otras de un modo más sutil, como ese estudio del lenguaje y la incomunicación que se desliza en sus páginas a partir del trabajo como traductora de su protagonista.
Hay en la literatura de
Sara Mesa una marcada querencia por las fronteras: lo inadecuado, lo ilícito, lo clandestino. Arroja a sus personajes a una tierra de nadie y los observa —los observamos— sin juzgarlos, con una disposición que podríamos llamar entomológica. Una escritora amoral.
En este caso, es la relación entre
Nat y
el alemán, surgida a partir de un episodio que no puede resultar más turbio —y a la vez narrado con una naturalidad que resulta perturbadora—, lo que produce una quiebra argumental a partir de la cual la historia evoluciona hacia otra cosa, algo distinto a lo que el lector y los propios personajes habían intuido. La autora se sirve entonces de esa prosa que es marca de la casa, depurada, transparente, de una brevedad afilada, para transitar por terrenos pantanosos sin llegar a tropezar con el cliché ni delectarse en lo grotesco.
Leyendo “
Un amor” he pensado un poco en “El amante de Lady Chatterley” y un mucho en “Desgracia”, de
Coetzee. Respecto a la novela de D.H Lawrence, la conexión es quizá más tangible pero también más tangencial: esa pulsión que surge hacia un hombre de apariencia vulgar, hosco y huraño, y cómo ese goce sexual se convierte a la vez en una dependencia y en una transgresión —una condena—. En cuanto a la obra del Nobel sudafricano, ambas historias destilan un vínculo en el estilo —una elegancia sutil, cierto distanciamiento frente a los personajes— y en su peculiar acercamiento al conflicto, la violencia y la sexualidad soterradas (y el papel simbólico que juega el perro, desencadenante último de su desgracia y cuya relación con Nat va evolucionando a la par que el propio viaje interior de su dueña).
En definitiva, estamos ante una novela compleja e inquietante, abierta a muchas lecturas, que va creando un clima interior inhóspito sin que aparentemente suceda gran cosa. Un relato que juega con nuestras expectativas y prejuicios, con nuestros dilemas morales, para luego desbaratarlos y ofrecernos la oportunidad de una nueva mirada, más incisiva, más primaria.