"¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, o las antiguas cosas inmensas, dios, la lengua? Las potestades lo saben. Las potestades del aire son ese sutil viento entre las hojas".
(Pierre Michon)
Rimbaud, el genio de
Charleville, el arcángel, el mirlo blanco de Las
Ardenas, el "verso en persona", una potestad de la literatura que sólo era y existía en las palabras.
Rimbaud con el puño sobre la mesa, desobediente ("la desobediencia no es una virtud del hombre de letras"), tocado por la gracia casi divina de poder volcar en cada página su "ira" poética de forma deslumbrante.
Rimbaud "completamente moderno", cambiando la historia de la
literatura y rompiendo antiguos protocolos para poder impulsar la
poesía hacia la videncia, hacia una nueva lengua, hacia una plegaria nueva, hacia un nuevo pacto.
Rimbaud, que tras sus temporadas en el infierno volvía para iluminarnos, para "ser
Rimbaud del todo", cosa que conseguía gracias a su padre, de cuerpo ausente y fantasma presente, a su madre "siempre abismada en padrenuestros y abocada al negro", que golpeaba y arañaba desde dentro el alma del joven
Rimbaud. Gracias también a
Izambard, su primer mentor y amigo, "maestro de la normal" e ingenuo parnasiano que pensaba que la
poesía pertenecía al territorio del bien; a
Banville, idólatra de la letra y la pose poética, incapaz de adivinar la antiquísima y sombría rima en que cada cual "trenza el mes de junio, la lengua y la propia persona". Y cómo no, gracias también a
Verlaine, al que estaba unido por el amor, el "hada verde del ajenjo" y el destino poético desmedido, pero al que superaba en vehemencia y en fulgor y al que, en su camino hacia el cuerno de África, abatió para poder ser
Rimbaud del todo.
Veinte años le bastaron a este chico de provincias siempre enfurruñado, a este hijo perpetuo con una madre oscura y con cara de diciembre metida en el cerebro, para convertirse en un soberano del
verso, en un viento sutil de la
literatura. Pero al final, ¿por qué calló? ¿Por qué "se operó en vivo de la
poesía"? ¿Por qué dejó desmoronarse su verbo en pos de la quimera africana del oro?
A partir de su huída creció su leyenda, su mitología, lo que
Michon llama "la vulgata". Su pequeña obra, que cabía en su apretado puño, empieza a ser interpretada, sobreinterpretada y malinterpretada, sometida a un "torniquete hermenéutico" en busca de sentido. Para
Michon es sencillo, dejó la poesía porque descubrió que el verbo no era esa prerrogativa universal con la que había soñado apasionadamente desde niño. Sólo era un hombre insignificante diciendo lo verdadero y en lo verdadero estaba ausente dios.