"Dado que las cosas no se conocen sino por los signos de las voces, el que desconoce la eficacia del lenguaje a cada paso anda a ciegas en el conocimiento de las cosas y es lógico que sufra alucinaciones y delirios. Te advierto que verás menos que los que cavilan sobre palabrillas, con aquellos otros que, con jactancia, pregonan que no les interesan las palabras sino que van directamente a las cosas".
(Erasmo de Rotterdam)
Puede que busquemos las claves de lo que somos en el pasado, pero el pasado es simplemente "una ficción escrita en nuestro cerebro". No hay más verdad en el pasado sobre nosotros que la que imaginamos. Lo que decimos sobre nosotros forma parte del gran relato de nuestra vida. Qué miedo da que ni siquiera nuestro pasado sea cierto. Qué cierto es que nuestro pasado es una creación. Qué imaginativo puede ser recordar. Qué razón tenía
Hölderlin cuando afirmaba que sólo poéticamente, o sea creativamente, habita el hombre en la Tierra. Somos fingidores y, como tales, re-creamos nuestra vida y por lo tanto también nuestro pasado, elaborando lo que
Vila-Matas llama "
recuerdos inventados", y para hacerlo usamos la palabra, el mejor artificio desarrollado por el ser humano para cambiar las cosas por signos.
Es verdad que nunca decimos exactamente lo que queremos decir y que nuestros interlocutores nunca entienden exactamente lo que hemos dicho. Es verdad que el hombre no puede decirlo todo y que al decir su vida está destinado simplemente a remover su superficie pero, aun así, debe hablar y escribir convincentemente. Es verdad que vivimos en una
semiosfera y mejor que sea así, porque no estamos preparados para eso que los más optimistas llaman "realidad desnuda". Detrás de esta realidad desnuda sólo hay bestialidad o estupidez. El hombre es un artefacto que se crea a sí mismo y a su entorno. Al no poder fundirse con la realidad como lo hacen el resto de animales crea otra paralela y establece con lo real una relación retórica y metafórica, de ahí que no se pueda acceder a la verdad desnudándola sino, como diría
Daniel Innerarity, "vistiéndola adecuadamente".
Rosa Montero en este libro viste su verdad y su realidad. En vez del
ensayo literario que siempre quiso escribir experimenta con su vida y la literatura -que para ella son la misma cosa- y confecciona con retales
biográficos (recordemos con
Barthes que toda biografía es ficcional y toda ficción autobiográfica) y con reflexiones literarias propias y ajenas un perfil de escritor con el que se identifica y que representa su propia
poética. Este escritor es alguien que escribe contra la muerte, para quien escribir es como enamorarse y que intenta con cada línea recuperar el paraiso. Alguien con una
imaginación desbridada, habitado por un "revoltijo de fantasías" y empujado por una "compulsión fabuladora". Alguien que por dentro es muchos, un ser disociado que emerge renovado del interior de lo que escribe. Alguien que cada vez que escribe espera bailar con su "daimon" y que busca siempre una "catarata de palabras perfectas" para no desperdiciar sus iluminaciones en un texto mediocre. Alguien para quien escribir es una manera de pensar, y pensar, como no se cansa nunca de repetir el filósofo
Gustavo Bueno, es siempre pensar en contra. Alguien que es capaz de hacer un ejercicio de exorcismo con los fantasmas y los demonios que colonizan los rincones de su mente y transformarlos en un texto con sentido. En definitiva, alguien que se alía con
la loca de la casa, esa criatura que nos permite "poder volver para volver a poder" con el fin de suturar el desgarro que supone crecer y volverse serio.
La realidad es solo una mentira de la verdad, esa señora tapada hasta el cuello que intenta adjetivar lo sustancial por miedo al columpio de la incertidumbre.
Rosa Montero lo sabe, es consciente de que "la primera mentira es lo real" y, ya que vivimos rodeados de mentiras o de verdades en espera de falsación como dirían los filósofos de la ciencia, hagamos un elogio de las mismas, sobre todo de las literarias, y no las dejemos decaer. Inventemos mentiras magníficas, desdeñemos las pruebas de veracidad, seamos saludablemente irresponsables, alejemos de nosotros, como diría
Oscar Wilde, "la morbosa y malsana facultad de siempre decir la verdad" porque, si no lo hacemos, correremos el riesgo los escritores de escribir "novelas tan parecidas a la vida que nadie puede creerlas posibles". El cultivo de los hechos, la fidelidad a los mismos, el intento de hacer verídica una historia puede esterilizarla. Sigamos pues los consejos de
la loca de la casa y juguemos a vivir mientras vivimos jugando.