"- Cuéntame un cuento - te digo.
- ¿Cómo lo quieres?
- Cuéntame un cuento que no le hayas contado a nadie".
Y Eva Luna comenzó el primero de sus mágicos e hipnóticos relatos, mientras Rolf Carlé descansaba a su lado tras haber hecho el amor.
Así fue como conocí a Belisa Crepusculario, cuyo oficio era vender palabras, que hechizó al Coronel con dos palabras redentoras que llevaba siempre consigo. El potentísimo poder secreto y callado de las palabras.
También me encontré con Elena Mejías, una niña perversa que pasaba desapercibida, en la que nada hacía sospechar la "criatura apasionada que en verdad era", que en su despertar sexual se enamoró siniestramente del amante de su madre. Los instintos más profundos no se pueden evadir.
Acompañé en sus juegos sexuales a Hermelinda, una prostituta que "era capaz de conducir a un hombre hasta los umbrales de su propia muerte y traerlo de vuelta convertido en un sabio", hasta que conoció a Pablo el asturiano y los dos partieron inseparables sin mirar atrás, en esa certidumbre inexplicable arrolladora que unas veces llamamos destino y otras amor.
Presencié con horror el rescate de la pobre Hortensia, a la que su marido Amadeo Peralta había mantenido encerrada en un foso durante cuarente y siete años porque le dió la gana. Siempre habrán víctimas porque siempre habrán verdugos insensibles cegados por el egoísmo.
Así escuché de los labios de Eva Luna hasta veintitrés relatos, y me pareció que había estado leyendo durante mil y una noches.
Y nunca imaginé que podrían inventarse cuentos así, donde los sentimientos toman cuerpo y se vuelven más reales que la realidad. Y me asaltó la sensación de haber intuido desde siempre cada una de estas increíbles fábulas, aunque nunca antes las había oído. Y me di cuenta de que las historias que contaban no eran vivencias sino vida. Y entonces pensé que quizás no eran cuentos.