"Ningún hombre es una isla completa en sí misma; todo hombre es un trozo de continente, una parte del todo: si un terrón fuese arrastrado por el mar ocurriría lo mismo que si fuese un promontorio, que si fuese una finca de tus amigos o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me empequeñece, pues estoy en la maraña de la humanidad. En consecuencia, no envíes nunca a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti".
(John Donne, "Paradojas y devociones")
El hombre es un bípedo implume que come pan, es decir, un homínido que ha liberado un par de extremidades de su función locomotora y las ha convertido en herramientas de precisión con las que construir una cultura material que mejora sus posibilidades de supervivencia. También es un ser social por naturaleza que, si trabaja en equipo, adquiere una serie de ventajas adaptativas de las que carecen los animales solitarios. Pero para ser social cada individuo por separado debe tener la habilidad cognitiva y emocional de sintonizar su cerebro con los pensamientos y las emociones de los otros individuos de su especie. Como decía Terencio, somos hombres y nada de lo humano nos resulta indiferente y la prueba de ello es el complejo proceso psicológico de observación y deducción al que llamamos
empatía y que nos permite hacer lecturas precisas del otro con la finalidad de anticiparnos y adaptarnos "a las previsiones que hacemos de las intenciones de los demás".
Desde el contagio básico del bostezo por efecto de las neuronas espejo hasta la sincronía perfecta de la madre con su hijo o del terapeuta con su paciente, la
empatía tiene grados y, siendo como es una predisposición de base biológica, es modulable a través de la educación y las experiencias vividas. Empatizar sin simpatizar, es decir, ponerse en lugar del otro pero sin hacer nuestro su estado emocional, nos convierte sin duda en personas más queridas y más felices. La
empatía mejora nuestra flexibilidad cognitiva, potencia nuestra capacidad de conciliar la vida personal y laboral y reduce al mínimo el uso de la violencia física y/o psicológica.
Todos somos potencialmente empáticos. Este rasgo, como todos en psicología, está distribuido entre la población siguiendo una curva normalizada de frecuencias. Es una aptitud que se puede potenciar con la meditación y la lectura imaginativa y sólo carecerían de ella algunos individuos con trastornos autistas, esquizoides o depresivos. Parece ser que el cerebro femenino, al sufrir menos la incidencia de la testosterona y más la de la oxitocina ("hormona del amor") haría a las mujeres más
empáticas.
Especialmente interesante nos han parecido los estudios de Luis Moya acerca de la empatía como camino hacia la no violencia y las posibilidades de inhibir biológicamente esta última.
Luis Moya, partiendo de la hipótesis de trabajo de que violencia y
empatía comparten bases biológicas que van más allá de las estructuras cerebrales, incluyendo también sustancias como las hormonas y los neurotransmisores, llega a la conclusión de que violencia y empatía son dos caras de la misma moneda y que la incidencia preferente de la primera sobre la segunda es corregible, en los casos patológicos con fármacos y psicoterapia y en los no patológicos con una correcta educación en valores desde la infancia, incluso no es descartable para los teóricos de la paz el desarrollo de una neuropolítica con fines pacíficos.
No pecaremos de voluntaristas al afirmar que una verdadera cultura de la
empatía, una verdadera cultura de la paz, es posible. Es más, a la vista de las pruebas que aporta el profesor
Moya Albiol nos declaramos posibilistas convencidos de la erradicación de la violencia hasta límites tolerables. De hecho, está documentada por la antropología clásica la existencia de culturas ancestrales con una ausencia casi total de conductas agresivas, culturas con un desarrollo tal de la empatía que llegaron a hacer pensar a los antropólogos que la violencia era un rasgo ajeno al hombre y que sólo por modelaje cultural éste la desarrollaba. El caso de los !Kung del Kalahari es muy significativo al respecto.
Demonios o ángeles, capaces de lo peor y de lo mejor, está claro que el destino del hombre está en sus manos y en su cerebro y en la fascinante conexión entre ambos, que le permite acariciar inhibiendo el golpe.