La caída de Sísifo

Dayhanne José Ureña Peralta
Sísifo despertó a las ocho como de costumbre. Ignoraba si despertaba por necesidad o por la inercia acumulada en su cuerpo. Durante un instante permaneció tendido en la penumbra con los ojos fijos en el techo, sin saber si se trataba del comienzo de un nuevo día o una prolongación del anterior. Después, se incorporó con la torpeza medida de quien ha repetido ese gesto durante una década. Fue al baño, se duchó y se lavó los dientes. El espejo no le devolvió ninguna revelación. Solo tuvo un microsegundo para preguntarse por era ese maldito "yo" tan extraño que lo miraba con tanta indiferencia. Pero, lo ignoró un día más, como de costumbre. Ya no importaba. Nada importaba. Había aprendido a ahogar esa irritable voz interior.
Se colocó el traje gris, uno de los cinco idénticos cuidadosamente alineados en el armario. Al inclinarse para atarse los cordones sintió una punzada leve en la espalda: un recordatorio físico generado por el peso del tedio. No era la edad, no; era algo más sutil, más persistente. El cuerpo se había vuelto una maquinaria precisa para tareas que carecían de propósito.
Salió de casa a las ocho y veinte, como de costumbre. La calle estaba en su sitio. El tráfico murmuraba con su zumbido previsible. Todo encajaba: los árboles, las farolas, el portero que no saludaba, el mismo olor a pan viejo y café recalentado de la cafetería de la esquina. En la estación del metro los cuerpos se comprimían unos contra otros, desplazándose ciegamente, sin dirección interior. "Camaradas" en el tedio y la fatiga descendían los pasillos con la solemnidad de una procesión de nihilistas de oficina. Nadie decía nada. Nadie pensaba nada. Era lunes, pero también podría haber sido jueves, miércoles o viernes. Todo cambia, decía Heráclito, pero ¿dónde yacía la vida en aquel lugar? Todo era flujo continuo de una nada permanente.
A las nueve en punto Sísifo fichó su entrada. Saludó a la recepcionista y subió hasta el piso doce. Caminó hasta su escritorio y encendió el ordenador. Esperó. El cursor parpadeaba con su ritmo indiferente. Entraban correos. Tareas urgentes que no urgían a nadie. Peticiones vagas. Archivos adjuntos e informes sin sentido.
La rutina era implacable. Su mente ya había automatizado todos los procesos cognitivos. Respondió lo que debía, adjuntó lo que se esperaba, reenviando instrucciones de cuya finalidad ya no quedaba rastro. Nadie preguntaba por qué. ¿Para qué? Preguntar era subversivo. Preguntar ralentizaba el flujo de trabajo. Así que todos se dejaban llevar, como de costumbre.
Al mediodía bajó al comedor. No tenía hambre; conocía el menú perfectamente. Sabía lo que le servirían ese día, el siguiente y probablemente todos los que vendrían. Pero lo importante no era la comida, sino la repetición del ritual, la imitación del descanso. Se alimentaba, sobre todo, de trivialidades que flotaban entre las mesas: discusiones sobre el partido del domingo, bromas ligeras, alguna indignación fingida por el último escándalo político. Nada que dejara huella, todo perfectamente digerible.
Tras la pausa regresó a su escritorio. La pantalla lo esperaba, quieta y sin expectativa. No había tarea nueva. A esa hora ya sentía como si ya hubiera ascendido la montaña del día, a aquella cumbre invisible, sin paisaje, sin aire. Caminó hasta la ventana. Miró hacia abajo. El edificio seguía allí, entero, inmutable. Y se preguntó (como tantas vece) para qué volver a empezar. Y volvió a callar su vocecita interior.
A las seis en punto cerró su sesión. Bajó, cruzó la calle, volvió al metro. De nuevo los cuerpos. De nuevo el silencio. De nuevo la resignación automática. Volvió a casa como de costumbre. Abrió la puerta. Encendió la luz. Saludó sin esperar respuesta. La televisión estaba encendida. Su mujer ya estaba sentada, como de costumbre, con el rostro hundido en el azul de la pantalla. La cena fue silenciosa. Recogieron los platos. Se acostó. Ella ya dormía, como de costumbre. La tocó en el hombro. Ella se giró y se ofreció con esa mezcla de deber y distancia que solo conocen los matrimonios fatigados. Después, le dio la espalda, abrazó su almohada y se hundió en un sueño opaco. Él permaneció despierto, hasta que finalmente el sueño lo envolvió en tinieblas.
Y soñó con un libro que había leído sobre Nietzsche y la idea del eterno retorno: ¿y si tu vida tuviera que repetirse tal como es, eternamente, sin cambio, sin pausa, sin fin?
¿Podría uno decir que sí, que la aceptaría, que volvería a vivirla… como de costumbre?
El domingo salió con la familia. Fueron al campo. Almorzaron en un restaurante barato. Se tomaron fotos que no mirarían jamás. A las cinco, emprendieron el regreso. Una fila interminable de coches detenidos, avanzando a vuelta de rueda. Todos eran iguales. Una única caravana extendida hasta el horizonte. Era domingo, como de costumbre.
El lunes amaneció gris, sin matices. Sísifo se levantó a las ocho. Fue al baño. Se vistió. Pero no fue al metro. Caminó hasta la torre. La miró desde la acera, sin apuro. Doce pisos. Doce repeticiones. Una piedra sin forma, sin aristas, sin peso visible, pero imposible de levantar. No entró. No intentó subir. Se sentó en el suelo, junto al borde del edificio. Apoyó la espalda contra el muro. Cerró los ojos. Se dejó llevar. Y no volvió a abrirlos nunca más.
Nadie lo notó. Nadie preguntó por él. A mediodía, una ambulancia llegó sin sirenas. Dos técnicos bajaron con la misma neutralidad con la que se recoge un mueble olvidado en la calle. Retiraron su cuerpo con eficacia, sin prisa ni solemnidad. No hubo preguntas. No se solicitó ningún nombre. No se abrió ningún expediente que no pudiera resolverse con un número.
No hubo nota en el periódico. No hubo flores. Ninguna silla vacía. Ninguna ausencia visible. Su escritorio fue reasignado en menos de veinticuatro horas. Su nombre desapareció del sistema como se borra una línea en una hoja de cálculo: sin ruido, sin memoria, sin duelo. Ni siquiera el tiempo pareció interrumpirse. El mundo continuó su curso, exacto, indiferente, perfectamente funcional.
Al día siguiente, otro hombre (otro número más) ocupó su lugar. Saludó a la recepción. Subió al piso doce. Y encendió la pantalla. Y, como el héroe trágico que ya no necesita dioses, comenzó a empujar su piedra. Otro más atrapado en la maquinaria de la monotonía.
Hace tiempo que Ni Zeus ni los dioses intervienen en los asuntos humanos; ahora somos nosotros quienes nos condenamos. Y así, sin ceremonia ni rebelión, comenzó otro ascenso hacia la cima de la desesperación.


Texto libre Trabalibros

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