Javier Sierra es un apasionado contador de historias cuya mirada se detiene siempre en los detalles ocultos, en los misterios que no hemos sido capaces de resolver, y los comparte tanto en su trabajo literario como en radio y televisión. Su método de trabajo conjuga la investigación, el sentido común, la imaginación y la visión trascendente, logrando enhebrar los hilos sueltos de la historia.
Es autor de diez obras, seis de ellas novelas de gran éxito internacional. "La cena secreta", "La dama azul", "
El ángel perdido", "
El maestro del Prado" o "La pirámide inmortal" se han publicado en más de cuarenta países y es uno de los pocos escritores españoles que han visto sus obras en lo más alto de las listas de libros más vendidos de Estados Unidos.
En 2017
Trabalibros asistió a un encuentro organizado con motivo de la obtención del
Premio Planeta por "
El fuego invisible" (
aquí el enlace) y ahora Bruno Montano ha tenido la oportunidad de entrevistarle para Trabalibros sobre su última obra, "
El mensaje de Pandora", una novela que encierra "toda la sabiduría que la actual crisis nos puede reportar, ya que ofrece claves que hasta ahora nadie ha barajado y que no perderán actualidad" (
editorial Planeta).
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Bruno Montano,
Trabalibros (B.M.): Las crisis y los miedos, tanto naturales como culturales, son siempre oportunidades para el crecimiento, ocasiones para despertar y motores de un posible cambio. El bíblico Job ya nos advertía en el Antiguo Testamento que la luz siempre está muy cerca de las tinieblas. En los momentos actuales de tribulación, tiniebla y cierta ceguera trascendente, ¿”
El mensaje de Pandora” quiere ser un mensaje de serenidad que aporte luz, perspectiva y visión crítica?
- Javier Sierra (J.S.): Los escritores tratamos de ordenar el mundo a través de nuestros relatos. Escribir nos produce una extraña sensación de control sobre situaciones que en la vida real son ingobernables. Por eso, ante un enemigo invisible como el que está zarandeándonos en este momento, se imponía un texto que definiera bien a nuestro adversario, lo acotara frente a la Historia y la Naturaleza, y lo hiciera más “tangible”. Un adversario es menos feroz si somos capaces de verlo, de intuirlo. Conocerlo nos da la esperanza de encontrar su talón de Aquiles y doblegarlo. De algún modo eso es “El mensaje de Pandora”. Una fábula para darnos una perspectiva más amplia, casi cósmica, de este momento… y superarlo.
- B.M.: Para mandar este mensaje has utilizado el género epistolar, muy querido para ti, un género cargado de humanidad e intimidad, perfecto para hablar al corazón de los lectores, sin prisas y en profundidad. En un momento en el que ya nadie recibe largas cartas, como la que le llega a Arys, ¿quedaría en manos de la literatura la misión de mandarlas?
- J.S.: Escribiendo este libro he llegado a tener la sensación de que toda novela es, en realidad, una carta. En ellas cabe todo: el retrato, la descripción, la intriga, el amor y sus versiones, la poesía… Quizá el disfraz literario nos ha hecho olvidar ese cariz epistolar que tiene todo texto y que vincula a un remitente con su destinatario. Y lo hace del modo más eficaz que existe: hablándole de tú a tú. Aunque te confesaré algo más: Recuperar el tono de las antiguas cartas me ha devuelto a mi adolescencia. En esos años mantuve correspondencia con personas de todo el mundo. Las encontraba a través de los anuncios por palabras de algunas revistas y con algunos inicié intercambios de líneas que hoy son amistades sólidas. Releer esas cartas –que guardo cuidadosamente clasificadas—es como subirse en mi propia máquina del tiempo. Su tono me ha sido de gran ayuda en la elaboración de “Pandora”.
- B.M.: Pretendes también involucrar a los lectores en una cura de humildad que les conduzca desde el antropocentrismo actual, depredador y autodestructivo, hacia el cosmocentrismo sin limitaciones. Utilizas para ello conceptos muy interesantes, como los de “provincianismo terráqueo” o “geocentrismo científico”. Háblanos un poco de esto.
- J.S.: Hoy sonreímos cuando leemos que antes de Copérnico todo el mundo –sabios ilustres incluidos—aceptaba sin dudarlo que la Tierra era el centro del Universo y que el Sol y los planetas habían sido puesto ahí por Dios como señal de su omnipotencia. Muchos incluso defendían que nuestro mundo era plano y que los mares terminaban en cataratas gigantescas pobladas de criaturas horribles. Era el discurso dominante. Gracias a Copérnico, Galileo, Kepler y algunos otros, aquello se resquebrajó… aunque no sin dolor. Sustituimos esa verdad por otra, y llevamos seis siglos asentados en ella. Pero, ¿y si hubiera otra? Aunque teóricamente aceptamos que la Tierra no es el centro del Universo, actuamos como si lo fuera. Y, aun peor, actuamos como si el hombre fuera el eje de la Tierra y con ello, también de toda la Naturaleza. En el fondo es la visión de un “cateto cósmico” que debería evolucionar, de una criatura que lo ignora todo de esos seis mil millones de planetas “tipo Tierra” que los astrónomos calculan que existen en nuestra galaxia y que, en vez de aceptar con humildad su falta de conocimiento, se comporta como si solo él importara.
Esto no sería grave si semejante actitud no nos hubiera llevado a depredar nuestro planeta como si éste solo fuera un mero recurso alimenticio o energético a nuestro servicio. Pero ha sido justo eso lo que nos ha llevado a situaciones como las pandemias –que surgen cuando virus que habitan en ecosistemas distintos saltan al nuestro por culpa de nuestra injerencia--, o el cambio climático. Pero ese egoísmo es el discurso dominante de hoy y no somos capaces de abstraernos de él y comprender que nuestra situación en el Universo es periférica, que no somos el centro. Por esa razón hablo de “provincianismo terráqueo”, aunque quizá debiera hablar de “incultura cósmica”.
- B.M.: He descubierto en tu libro la “
astrobiología”, las “
teorías panspérmicas” y la fascinante idea de considerar a la vida como una infección “condenada a seguir multiplicándose de planeta en planeta”. Teorías de las que se desprende la necesidad de una especie de “protección planetaria” o vacuna contra infecciones cósmicas que viajan a caballo del polvo estelar. ¿La divulgación científica ocupa un lugar importante también en tu obra?
- J.S.: La ciencia es la mejor herramienta de los curiosos. Nos dota de mecanismos racionales para clasificar la Naturaleza. A mí me fascina. Aunque también me doy cuenta de que no nos sirve para todo. Hay mucho “talibanes” de la ciencia, que buscan imponerla en todos los ámbitos de la vida para mecanizarlos o reducirlos a ecuaciones, pero eso no parece posible. ¿Cómo vas a pesar o medir el amor? ¿O el impacto de un poema o una pintura en ti? ¿Cómo cuantificarías un presentimiento o una intuición genial? Nada de eso es reducible a algoritmos y, sin embargo, resulta determinante para la aventura humana. Por tanto, busco permanentemente el equilibrio entre lo que aprendemos con la ciencia… y con otras vías.
- B.M.:
Ortega y Gasset decía que la realidad tiene miles de perspectivas y todas válidas excepto aquella que pretende ser la única verdadera. “Pocas cosas tan letales como los dogmas”, advierte la narradora de tu libro. Dogmas que detienen en seco la posibilidad de avanzar. ¿Pretende ser también “
El mensaje de Pandora” una advertencia acerca de los peligros del dogmatismo?
- J.S.: Sin duda. Los discursos dominantes, las ideas dogmáticas, son –y lo entiendo—un mecanismo de control social, pero a menudo nos alejan de la toma de decisiones correctas ante situaciones de excepción. Lo hemos visto durante esta crisis, cuando los líderes de muchas naciones han tomado caminos equivocados cegados por sus ideologías. Por desgracia, aquellos dogmas que ensombrecieron la Edad Media en tiempos de los inquisidores religiosos hoy se han instalado en la política. Si te sales de su visión te conviertes en un adversario a abatir. Se trata, en cualquier caso, un problema temporal. La realidad siempre se impone y termina tumbando a los dogmas. De ahí el subtítulo que luce en mi novela, y que es una de las frases de la carta a Arys: “Cuando un dogma cae, un nuevo mundo nace”.
- B.M.: Tu último libro es también una invitación -y el título es una prueba de ello- a reinterpretar de nuevo los antiguos mitos (cápsulas indestructibles de información codificada) y los arquetipos (“remanentes arcaicos” o “imágenes primordiales”, enterrados en el inconsciente colectivo). ¿La actual sociedad tiende a ignorar estas antiguas fuentes del saber?
- J.S.: Es algo paradójico. Aquellas “cápsulas indestructibles” que son los mitos se idearon como garantes de la memoria en un tiempo en el que no existía la escritura y no digamos aún la imprenta. Eran historias exageradas, paradójicas, tremendas, que se instalaban en la memoria colectiva y se transmitían con pasión de forma oral. Por eso los mitos tienen tantas formas, porque cada intérprete los adaptaba. Pero la moraleja o intención que había que extraer de ellos, permanecía. Solo había que decodificarla, interpretarla, discutirla.
La paradoja reside en que hoy sí tenemos métodos (¡muchos!) para preservar la memoria. Y, sin embargo, disponer de ellos nos ha hecho perezosos. No acudimos a ellos porque sabemos que están ahí para cuando los necesitemos. Y de no usarlos, los olvidamos. Por eso es tan necesario que los escritores modernos los recuerden. Por eso lo he hecho yo con este libro.
- B.M.: Generalmente se considera a la imaginación como una habilidad cognitiva de segunda división, apta sólo para fines lúdicos, recreativos o artísticos. Pero la protagonista de esta narración la considera “una forma legítima de acercarse al conocimiento”. ¿Suscribes tú esta afirmación?
- J.S.: Sin lugar a dudas. Llevo grabada a fuego una frase del biólogo H. B. S. Haldane, que encabezaba muchos de los libros de astronomía que leí en mi adolescencia: “El Universo no solo es más fantástico de lo que imaginamos, es más fantástico de lo que jamás llegaremos a conocer”. Yo la interpreto en una clave muy concreta: por mucho que dejes volar tu imaginación, la realidad siempre estará más alta. Es decir, nunca imaginamos lo suficiente frente a las posibilidades que nos ofrece un Universo con dos mil millones de galaxias como la nuestra.
- B.M.: Como apuntas en la dedicatoria, la única esperanza para el mundo es la sabiduría, pero en una sociedad como la actual, fascinada por los técnicos, los especialistas y los expertos, quizá ésta brille por su ausencia. ¿Es posible la sabiduría sin las Humanidades? ¿Es vital y urgente recuperar a los clásicos para poder enderezar el timón ético de nuestro mundo?
- J.S.: Es un sino de la civilización ir perdiendo y recuperando las humanidades. La última vez que las perdimos fue durante los mil años que siguieron a la caída del imperio Romano. Pero llegó la peste negra, Europa se despobló, y cuando volvió a salir el Sol los supervivientes dejaron atrás los dogmas del teocentrismo y acudieron a refugiarse en los filósofos clásicos. Nació el Renacimiento. Llegó Copérnico. Y Leonardo. Y Dante. Y nos salvamos. Entiendo que eso puede volver a ocurrir tras esta crisis, cuando nos demos cuenta de que la filosofía nos ayuda a debatir y tomar las decisiones correctas. Pero hasta que ese momento llegue, habrá que contener a los dogmáticos que pretenden borrarlas de los planes de estudio de Occidente.
Desde
Trabalibros agradecemos a
Javier Sierra el tiempo que nos han dedicado y su amabilidad al contestar nuestras preguntas. Agradecemos también a la editorial
Planeta el haber hecho posible este encuentro.