Madrid, años 90. Un aprendiz de escritor de 19 años de edad deambula por las majestuosas galerías de la sala pictórica más emblemática de la ciudad. No es la primera vez que lo hace, a pesar de su juventud es ya un visitante asiduo fascinado por los tesoros que cuelgan de sus paredes. Las imágenes se muestran poderosas ante sus ojos trasladando al joven espectador a épocas pasadas de la Historia, a momentos que han quedado congelados para siempre por obra y gracia del arte.
El azar y la costumbre le llevaron a contemplar una vez más las Sagradas Familias del maestro Rafael, en la Sala A del Museo del Prado. Su atención se dirigió en ese momento hacia un cuadro en concreto, un lienzo muy especial al que Felipe IV consideraba la joya de su colección al que puso el sobrenombre de La Perla. El chico se percata de que no es el único admirador del cuadro; junto a él un hombre mayor de aspecto sabio permanecía inmóvil durante largo rato, concentrado en la visión del mismo.
"¿Conoces esa frase que dice que el buen maestro llega sólo cuando el discípulo está preparado?" Estas palabras de origen sufí pronunciadas en voz baja por el misterioso hombre del abrigo negro marcaron el comienzo de un aprendizaje artístico-mágico, un viaje al sentido más enigmático y desconocido de la pintura.
El Maestro enseñó al joven aprendiz a mirar los cuadros y lo inició en ciertos "arcanos del arte". Si la primera función del arte era "acercar al hombre a lo trascendental", se trataba de penetrar en esta dimensión a través de los signos que los grandes genios de la pintura habían plasmado para el que supiera verlos. De este modo el hombre le mostró la lectura oculta que esconden los cuadros, como La Perla de Rafael -en el que las imágenes de Jesús y Juan el Bautista parecen indicar que fueron dos mesías nacidos en Galilea al mismo tiempo- la Gloria de Tiziano -cuadro frente al que entraba en trance el emperador Carlos V- o El jardín de las delicias del Bosco -que podría interpretarse de forma contraria a la tradicional, según el código de los aramitas.
El enigmático Maestro se presentó como el doctor Luis Fovel. Acompañó a su discípulo durante varias jornadas; le esperaba puntualmente cada día, hasta que de repente desapareció. Debía ser una persona de carne y hueso, aunque también podría ser un fantasma o una aparición. Tal vez se tratara de un sueño o fuera producto de la imaginación de este joven aprendiz de escritor, de nombre Javier Sierra, que tuvo la suerte de ser iluminado por un Maestro nada convencional y que ahora, veinte años más tarde, decide compartir con nosotros los secretos que entonces le fueron descubiertos. En todo caso hay algo de lo que estamos seguros: tras la lectura de "El Maestro del Prado" dirigiremos nuestra mirada a las obras de arte con ojos nuevos.