Trabalibros entrevista a Ricardo Menéndez Salmón, autor de "No entres dócilmente en esa noche quieta"

viernes, 31 de enero de 2020
"La lucidez exige un peaje, pero también regala una enorme paz, tranquilidad de conciencia, una especie de escenario de balance".
El escritor asturiano Ricardo Menéndez Salmón es licenciado en Filosofía y escribe en los diarios ABC y La Nueva España, y en las revistas El Mercurio y Tiempo. Autor de libros como "La noche feroz", "Niños en el tiempo", "El corrector", "La ofensa", "Derrumbe", "Gritar", "Los caballos azules", "La luz es más antigua que el amor" y "Medusa", entre otros títulos, ha recibido multitud de galardones literarios y se presenta como uno de los autores españoles contemporáneos de mayor proyección.

Bruno Montano de Trabalibros dedicó una de sus tertulias literarias radiofónicas a hablar sobre "El sistema", el último de sus libros (aquí el audio) y de entrevistarle sobre el mismo (aquí la entrevista).

En esta ocasión lo hace sobre "No entres dócilmente en esa noche quieta", una obra que constituye "una ofrenda, una elegía y una expiación; el intento por reconstruir una existencia que camina hacia la madurez, la de quien escribe, a través de una existencia que se ha agotado sin remedio, y la de quien le entregó la vida" (Seix Barral).

Bruno Montano entrevista Menéndez Salmón-Trabalibros
- Bruno Montano, Trabalibros (B.M.): "No entres dócilmente en esa noche quieta" es un libro autobiográfico, confesional, que escribes tras la muerte de tu padre y que se ubica dentro de lo que podríamos llamar «literatura del duelo». Pero, para no convertir a tu padre en un personaje literario, sigues una triple estrategia: honestidad, cierto olvido de la tradición y desapasionamiento. Te conviertes para ello -y es una expresión tuya- en un «patólogo» que exhuma y analiza con cierta frialdad la vida de tu padre y la tuya al mismo tiempo. Ese tono exento de sentimentalismo gratuito me ha recordado ligeramente a "Desgracia impeorable" de Peter Handke.

- Ricardo Menéndez Salmón (R.M.S.): En torno a la familia hay multitud de textos que oscilan entre la cursilería y el tremendismo, y que acaban por resultar indulgentes o caricaturescos. A mí me interesaba lograr una mirada disciplinada, contenida. El objetivo era encontrar una distancia con respecto a lo sucedido, un balance entre lo privado y lo universal, entre una visión íntima, que sólo a mí atañe, y cierta frialdad de ánimo que permitiera contemplar a mi familia con desapasionamiento.

- B.M.: Sobre este libro afirmas que te ha venido impuesto. Que no es una deuda ni una vindicación ni una ofrenda, que es una necesidad. Claude Saint-Martin, «el filósofo desconocido», en su libro "Esprit des Choses" afirmaba: «Il n’y a pas un être qui ne soit charge de l’engendrer son père» (No hay un ser que no tenga la obligación de engendrar a su padre). ¿Has sentido la obligación de la que habla Saint-Martin de engendrar a tu propio padre?

- R.M.S.: No me atrevería a decir que ha sido un deber, pero sospecho que, tarde o temprano, la mayoría de escritores se enfrentan a una prueba parecida: contar quiénes son indagando en la historia de quienes les precedieron. En ese sentido, engendrar al padre puede interpretarse como una especie de parto de uno mismo, como una iluminación decisiva en torno a las circunstancias de la propia vida.

- B.M.: Dices en este libro que cada familia, al igual que las tribus o las naciones, se organiza y se desarrolla en torno a una serie de relatos. A estos relatos recuerdo que Freud los llamaba «novela familiar». Tu «novela familiar» está determinada fundamentalmente por la enfermedad crónica de tu padre, al que llamas en algún momento enfermo profesional. ¿Cuál ha sido tu papel dentro de ella?

- R.M.S.: Mientras fui niño, el de prisionero. No había manera de escapar de aquella red de desdicha. Yo carecía de las herramientas para hacerlo, ni en términos emocionales ni en términos intelectuales. La enfermedad era como un puño que nos contenía. Poco a poco, a medida que los años pasaban, mi papel consistió en buscar el resquicio por donde escapar de aquella cárcel. La escritura fue mi pasaporte hacia otra vida, de algún modo logró liberarme de aquel encierro. O al menos me dotó de un instrumento para aquilatarlo, para intentar comprenderlo.

- B.M.: Podemos leer en tu libro una frase aterradora: «La enfermedad ha sido mi destino, mi país, mi bandera». ¿Cómo puede una enfermedad «ajena» convertirse en el clima de una existencia? ¿Cómo puede instalar el miedo en un hogar? ¿Cómo puede provocar en un niño de once años una «angustia anticipada» y prematura sobre la muerte? ¿Cómo deviene ese niño en un «enfermo imaginario» con una relación negativa con su propio cuerpo y un sentimiento de culpa creciente?

- R.M.S.: Porque la enfermedad es tóxica, en el sentido de que no golpea sólo a quien la padece, sino que irradia su influjo en torno. En el libro he usado dos imágenes para ilustrar este mecanismo. Una es la de la enfermedad como agujero negro, que absorbe todo lo que gravita en su entorno; la otra es la referencia a La Zona, esa extraña región que aparece en "Stalker", la película de Tarkovski, y en la cual, para sobrevivir, hay necesidad de un guía. Digamos que yo, durante años, carecí del guía que me permitiera moverme por aquel mundo.

- B.M.: Ricardo, creo que tú y yo le rezamos al mismo Dios literario: Pierre Michon. Voy a usar un fragmento de su libro "Rimbaud el hijo" para esta pregunta. El fragmento dice así: «¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, las estrellas, o las antiguas cosas inmensas, Dios, la lengua?» ¿La especial condición existencial de tu padre fue lo que te dio el verdadero impulso hacia la escritura?

- R.M.S.: Esa es la hipótesis que maneja el libro. Una hipótesis que, por razones obvias, nunca podré corroborar, pues la vida no es un experimento que se pruebe o refute en un laboratorio, pero tengo la casi certeza de que no hubiera sido escritor de no ser por las circunstancias personales de mi padre. O que al menos no hubiera sido el tipo de escritor que soy, con los intereses que me conforman.

- B.M.: La enfermedad crónica de tu padre no sólo te reveló de alguna manera el camino hacia la escritura, sino que determinó también el tono y los temas de tus libros. La fascinación por el mal, que es el calambre que excita toda tu obra, parece ser que tiene su origen en esa temprana experiencia del mal, entendido como injusticia íntima que hace exclamar al que la sufre: ¿Por qué a mí?

- R.M.S.: En efecto, en este libro reaparece la problemática del mal, que siempre ha animado mis obras. Pero lo hace en su origen, en su encarnación primera, íntima, intransferible. De algún modo, el libro deshace el camino que conduce a textos como "Derrumbe", "Medusa" u "Homo Lubitz" para asistir al nacimiento de una obsesión en el propio marco de referencia, en la vida del autor.

- B.M.: Jugando con el título de una de tus primeras novelas, yo diría que todos vivimos en el invierno de la filosofía, «ciegos, casi desnudos, a duras penas erguidos sobre nuestras extremidades». Y desde este invierno os pedimos a los escritores que trabajéis alumbrando la nada. Os pedimos lucidez pero, según tú, esta lucidez es una categoría del espanto. ¿Aplicar la lucidez sobre uno mismo y sobre los seres más queridos espanta?

- R.M.S.: Creo que la lucidez exige un peaje. Ver claro, o al menos intentar ver claro, implica asumir riesgos. De ahí la corrección constante, el enfoque oblicuo o la mirada turbia para no ver las cosas y a las personas como son, sino como nos gustaría que fueran. Pero también reconozco que la lucidez regala una enorme paz, tranquilidad de conciencia, una especie de escenario de balance.

- B.M.: Dentro de las familias el silencio casi siempre es la norma, «las conversaciones importantes no se tienen a tiempo». ¿Este silencio educado y castrante, tarde o temprano lo acabamos pagando?

- R.M.S.: Muchas familias establecen pactos de silencio. Es la famosa idea de que los trapos sucios se lavan en casa. El problema, tal como yo lo veo, es que los trapos sucios siguen sucios hasta el final casi siempre. Y eso genera rencores, malentendidos, nos mantiene en una minoría de edad autoimpuesta. La escritura es una forma de rebelión contra ese silencio.

- B.M.: Confiesas en este libro que la vida de tu padre te regaló dos lecciones fundamentales. La primera, que la experiencia sirve para probar una cosa y su contrario. Y la segunda, que el verdadero enigma de la vida es que, a pesar de todo, la bondad exista. No parece una mala herencia.

- R.M.S.: Por descontado. En "No entres dócilmente en esa noche quieta" hay lugar para la gratitud, para la reconciliación, para el homenaje. De la vida de mi padre aprendí que somos un haz de contradicciones, y que sin solución de continuidad pasamos de la oscuridad a la luz, de lo tenebroso a lo solar. Pero desde luego mi padre fue también un hombre bondadoso. No tengo la más mínima duda al respecto. Y esa bondad es para mí un tesoro. Pues se encarnó en hechos.

- B.M.: Para terminar, voy a jugar otra vez con una idea de una de tus novelas, esta vez de El corrector, seguramente inspirada por Thomas Bernhard: La vida de todo hombre es una sucesión de errores, constantemente corregidos por otros errores, que a su vez también piden corrección. Nunca tenemos garantías de pensar adecuadamente ni de obrar con acierto. Imagínate por un momento que te dieran la posibilidad de reconstruir tu infancia, tu juventud y la relación con tu padre. ¿Qué correcciones aplicarías?

- R.M.S.: La vida no se puede reescribir, así que necesitaría de la ficción para aventurarme en ese juego. Quizá algún día escriba esa novela de lo que pudo ser y no fue.
 
Desde Trabalibros agradecemos a Ricardo Menéndez Salmón el tiempo que nos han dedicado y su amabilidad al contestar nuestras preguntas. Agradecemos también a la editorial Seix Barral el haber hecho posible esta entrevista.
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