Ha pasado mucho tiempo. A pesar de eso, aún no sabría decir a ciencia cierta qué es lo que nos unió. Sólo sé que en el fondo me sentía comprendida. Percibía en su mirada una sabiduría antigua, un instinto primario que desnudaba por completo mi alma. Era un gran conocedor del espíritu humano y ese don, según aseguraba, sólo podía adquirirse leyendo buenos libros.
Acaricié con todo el cuidado del que fueron capaces mis manos una de aquellas páginas. Tocarla fue como rozar el ala de una mariposa. Bella por el contenido de sus palabras, delicada por el tacto de seda y pergamino. Deseé con todas mis fuerzas poseer ese libro. En él se concentraba toda la fuerza de lo eterno femenino.
No tengo propiedades. Mis bienes materiales son despreciables. Carezco de ahorros importantes, nunca compré acciones ni realicé inversiones económicas. Pero la riqueza que atesoro es imposible de cuantificar. Su valor es, en realidad, incalculable. Porque, ¿cuánto valen todos los textos paridos por grandes mentes que guarda mi biblioteca?
Algunos días me rompo en mil pedazos. Y siento que no debería de estar aquí. Que en el fondo no pertenezco a este mundo, egoísta, cínico y manipulado. Entonces busco. Trato desesperadamente de salvarme. La solución, como tantas otras veces, se encuentra presentada en formato libro.
Todavía irrumpen en mi memoria los buenos ratos, los momentos felices, las miradas furtivas, los besos robados, las caricias clandestinas y los instantes eternos. Entonces le añoro. Pero es al recordarle sentado en el cuarto, bajo la luz tenue que alumbra su libro, cuando me es imposible dejar de amarle.
Miré de reojo y confirmé mis sospechas. No cabía duda: si ese era el libro que estaba leyendo, se trataba de un gran lector. Uno de los buenos, de los que saben que la vida se enriquece a base de sueños, sentimientos y lecturas. Y dejé que un impulso irresistible y automático me hermanara con él.
Me di cuenta muy pronto. Era diferente a los demás. Más sabio, más inteligente, más sensible. Poseía una visión lúcida y transparente que identifiqué como el mayor de sus tesoros. Poco después comprendí. Había ido evolucionando al leer cada uno de los libros de su biblioteca.
A veces soy consciente de lo mucho que me condiciona mi entorno. Vivir en un grado menor o mayor de intensidad depende mucho del momento, de lo que me rodea, de mis circunstancias. Pero no se trata de algo que me condicione absolutamente. Por eso leo. Porque leer me abre puertas nuevas y me hace más libre.
"¿Quién soy?" Esta era la pregunta más difícil que se había hecho nunca. Tardó años en responderse: "Soy las personas que he amado, el aire que he respirado, los lugares que he habitado y el tiempo que he vivido. Pero también soy la música con la que he bailado, el cine con el que he soñado y los libros que he leído".
Fuego en los ojos. Fuego en la mente. Podía casi sentir cómo cada una de las neuronas de su cerebro se disparaban en mil direcciones. Tal era el poder de ese libro, capaz de hacerle ver la realidad desde perspectivas nunca sospechadas.
Arrancó el tren y sintió la inquietante sensación de que algo valioso y esencial le era arrancado de muy adentro. Pero no fue hasta el día siguiente cuando echó de menos su libro y comprendió que se lo había dejado olvidado.
Ciertamente, los libros no dejaban de sorprenderle. Eran objetos que desafiaban todas las leyes de la física. ¿Cómo algo tan pequeño y ligero podía ser capaz de contener vidas y mundos enteros en su interior?
Respiraba en cada coma, descansaba en cada punto. Las palabras ponían el acento a su existencia y la dotaban de sentido. Vivía de forma literaria y el mayor de sus temores era ancanzar la palabra "Fin".
Acababa de prestar el libro y ya se arrepentía. Recién depositado en otras manos, sentía como se alejaba un elemento valioso de su propio ser. Lo peor de todo era la duda, saber si algún día llegaría a recuperarlo.
De las infinitas posibilidades, de la multitud de seres anónimos que viven y han vivido, de todas las combinaciones posibles entre espacio, tiempo y disponibilidad, ese libro le había elegido precisamente a ella.
Comenzaron una vida juntos. Compartieron patrimonio: unieron sus bibliotecas. Dejaron que el azar lanzara sus redes. Y las conexiones que trazaron entre libros que nunca antes se habían encontrado les llevaron a mundos nuevos por caminos poco transitados.
Le gustaba todo de él. Adoraba la ternura que guardaba en su interior, la sensibilidad que atesoraba. Sonreía ante sus pequeñas imperfecciones, amaba hasta su más recóndito rincón. Le gustaba su aspecto, su olor, su tacto. Incluso el tipo de letra y el diseño de la portada.
Un frío infinito se alojó en lo más profundo de cada uno de los asistentes. La humanidad entera percibió cómo se extinguía la luz que tantos años había estado alimentando. El mundo había perdido su espíritu. Se lo habían terminado de arrancar con la quema de los últimos libros.
Alguien había inventado un sueño para que fuera soñado por ella. Un desconocido había creado un sueño que parecía haber sido cortado a la medida de su ser. Debía de ser alguna especie de hechicero. Un mago de la palabra cuyo nombre venía impreso en la portada de ese libro.
"Ha logrado capturarlo" -pensó, mientras sus ojos recorrían aquellos poemas-. "Ha atrapado la esencia del sentimiento que nos une para verterlo en palabras y envasarlo en este libro. Ha encontrado el modo de que algo tan hermoso y etéreo nunca se pierda".
Siéntate a mi lado. Vamos a compartirnos. Abriré el libro que tanto te gusta y lo leeremos juntos. Nos adentraremos en códigos ocultos, trataremos de descifrarnos. Tocaremos nuestro espíritu, llegaremos hasta el alma.
Vivía solo, pero no se sentía solo. En realidad, sospechaba que disfrutaba a diario de conversaciones mucho más interesantes que el resto. El tema y el interlocutor lo elegía él mismo, de pie frente a su biblioteca, dispuesto a escoger una obra escrita por alguno de los mejores cerebros que ha dado la humanidad.
"Qué curioso" -pensó al comprobar que el libro de cuentos que cedió a la biblioteca cuando su hijo se hizo mayor seguía estando allí. Una sonrisa amable asomó a sus labios; dentro había una ficha con decenas de nombres escritos a mano en diferentes tipos de caligrafía infantil.
"Sólo un capítulo más", se decía, mintiéndose a sí misma. La noche avanzaba devorando los minutos con la misma avidez con la que ella devoraba las páginas del libro. Se hacía cada vez más tarde, pero no quería cerrar la tapa; aquello equivalía a explotar una pompa de jabón, dejar morir a una flor o despertar a un hada de su encantamiento.