«El señor Shakespeare le habla a través de trescientos años señor Stone, ¿le escucha?»
Y Stoner escucha. Y en la emoción de un soneto de
Shakespeare aflora una perturbación que transmuta para siempre su mirada. Aún no alcanza a comprenderlo, pero desde ese mismo instante consagra su existencia a la persecución de un ideal. Y es algo que tiene que ver tanto con la literatura como con la vida misma, una forma de abrazarse a la belleza que anida en el conocimiento como el único parapeto frente a la barbarie y la incongruencia del mundo que le rodea. Y nosotros, lectores, asistimos a esa epifanía y no podemos evitar que nos deslumbre su fulgor.
Porque “
Stoner” es una rara avis.
John Williams (1922–1994) la publicó sin demasiada pena ni gloria allá por los años sesenta. Medio siglo después, el azar o el destino la han convertido en un éxito inesperado —incluso podría decirse que exhumado—, una novela redescubierta por la crítica y elevada a obra de culto mediante el boca a boca de los lectores.
A primera vista, la historia no parece digna de ser contada: la vida de un hombre parco, abnegado, un tanto anodino y gris, cuyas pasiones casi siempre permanecen soterradas. Desde la primera página sabemos que nació en 1891 y murió en 1956, y que ya nadie lo recuerda. Hijo de unos granjeros de
Missouri, llega a ser profesor de literatura en la universidad de ese estado del medio oeste. Y entre aulas, claustros y libros consume su vida, sin mucho éxito y con poco reconocimiento: un matrimonio desdichado, una carrera académica lastrada por la animadversión de su superior, y un efímero amor tardío al que no es capaz de agarrarse con el suficiente arrojo.
Y sin embargo, esa vida sin sobresaltos es narrada con una pasmosa sensibilidad por los detalles, iluminada con una tenue luz que hace que la belleza resplandezca entre las sombras como si el tal
John Williams fuera un maestro de la pintura barroca. Y lo hace con una brillante sencillez, a través de una prosa limpia y tranquila que disecciona la rutina sin caer en el tedio.
Igual que un prestidigitador, el autor toma esa vida anodina y la convierte en una aventura. Un acto de pura magia. Y nosotros asistimos desconcertados a una suerte de
thriller cotidiano donde el heroísmo de los actos corrientes va adquiriendo un sostenido carácter dramático. Y un poso de lirismo. Porque en la vida de Stoner suceden algunas cosas buenas, pero todas terminan mal. Y a pesar de todo, se las arregla para encontrar cierta felicidad vinculada con la aceptación de su identidad —esa sucesión de pequeñas elecciones que acaban condicionando cada existencia— y también con el amor por la literatura y el sentido moral con el que se entrega a su trabajo.
Así pues, lo que en ciertos momentos parece una radiografía de la desdicha (pienso en Edith, su mujer, sobre la que convergen todas las acepciones de la palabra ‘desgraciada’, o en su hija Grace, la pura encarnación de la tristeza), evoluciona de manera sutil hasta componer una loa a la vida, un canto a ese instante que desaparece, la complacencia por cada momento vivido.
“
Stoner” es una novela emocionante en la que apenas ocurre nada, y por eso resulta abrumadoramente adulta: podría ser la vida de cualquiera de nosotros. Una obra, en fin, que bien merece una pausa tras su lectura para poder rumiarla, digerirla y paladear su agridulce sabor. Y quedarnos con esas palabras que cierto personaje le susurra a Stoner en las que tal vez sean las páginas más hermosas del libro, las más conmovedoras y devastadoras: “Deseo y aprendizaje, en realidad eso es todo, ¿verdad?”