Una serie ha traído a la actualidad un libro que se publicó en 1959, "La maldición de Hill House", escrito por Shirley Jackson (1916-1965), cuentista (me encanta esta profesión) y novelista estadounidense con gran número de obras escritas y publicadas, destacando por número los relatos. Y de la mano de la magia de la pantalla llega la resurrección de esta novela gótica que está llena de componentes mágicos y por lo tanto inexplicables, como inexplicable es que algunos autores pasen desapercibidos en vida y cobren notoriedad años después de su muerte y por circunstancias ajenas a las puramente literarias.
Antes de esta serie hubo otra adaptación para la gran pantalla, "La guarida", que interpretaron Liam Neeson, Catherine Zeta-Jones, Lili Taylor y Owen Wilson (como cuarteto principal) y, sin haber visto la serie, creo que se trataba de una adaptación más fiel a la novela. Y antes otra adaptación en 1963 con la dirección de Robert Wise (el director de Marcado por el odio, una película sobre Rocky Graziano que iba a protagonizar James Dean pero que debido a su prematura muerte en accidente de tráfico, pocos días antes de comenzar el rodaje, asignó como sustituto a Paul Newman, que terminó consiguiendo la Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos como mejor actor extranjero).
La obra ha sido calificada como la mejor historia de terror del siglo XX por diversos autores y críticos. Hill House es una mansión que se sitúa en algún lugar que no se llega a nombrar, construida por Hugh Crain con la intención de trasladarse a vivir allí con su mujer y sus dos hijas; sin embargo, no fue posible debido a la muerte prematura de su mujer. Muertes y herencias complicadas acompañan a esta casa que termina siendo alquilada como casa de descanso o de veraneo pero que no consigue convencer a ninguno de sus inquilinos, aunque ninguno de ellos se atreve a hablar en contra de la casa.
El doctor Montague, investigador de lo sobrenatural, alquila la casa para estudiar qué ocurre allí para que ninguno de los inquilinos haya podido acabar su estancia por el tiempo de alquiler y a la vez ninguno se atreva a dar una razón o hablar abiertamente contra la mansión. Junto con él invita a numerosas personas por medio de una carta, y solo tres de los receptores de esas cartas aceptan la invitación: Eleanor Vance, una joven que ha pasado los últimos años de su vida cuidando de su madre y que por lo tanto carece de una vida de la que poder hablar; Theodora, el matiz bohemio de la novela; y Luke Sanderson, heredero de la mansión. Todos se reúnen en la casa sin conocerse ni saber a qué van allí, excepto el doctor, que sí lo sabe. Son recibidos por los Dudley, un peculiar matrimonio encargado del cuidado de la casa y de estos inquilinos, y que dan un siniestro tono de humor a esta historia gótica.
Jackson se toma un tiempo —unas páginas— considerable en presentarnos a Eleanor, a la vez que hace esta presentación el lector se va transformando en este personaje, convirtiéndose casi sin darse cuenta en el personaje principal de la novela. De la mano de Eleanor seremos los primeros en llegar a la mansión y en ocupar la habitación azul, en conocer los tiempos y las rutinas que la señora Dudley nos repite una y otra vez, como hará con el resto de personajes, y junto a Eleanor comenzaremos a vivir la historia de la mansión desde dentro, como si fuéramos uno de los cuatro habitantes.
Como uno de los habitantes temporales descubriremos la historia de esta mansión, la historia de Eleanor más en profundidad y, sobre todo, los sentimientos de este personaje y por qué se ha convertido en la protagonista, por encima incluso de la propia casa. O es que la casa es Eleonor en algún momento de la historia… o es que Eleanor se mimetiza con la casa… o es que el resto de personajes la utilizan, se ríen de ella y aprovechan su débil personalidad… o es que… Así es, a veces distinguir qué es real y que no lo es, qué siente Eleonor y que siente Hill House… a veces no es fácil. Puede que en el fondo, esta historia “simplemente” trate del terror que cada uno de nosotros tenemos a enfrentarnos con nosotros mismos, el temor que tenemos a nuestros propios temores, a relacionarnos y a la vez a aislarnos, al temor que, en definitiva, nos tenemos a nosotros mismos.