"Preso y hormigueante como un millón de helmintos
un pueblo de Demonios bulle en nuestros cerebros
y cuendo respiramos, la Muerte a los pulmones
baja, río invisible, con apagadas quejas.
Si el estupro, el puñal, el veneno, el incendio,
no bordaron aún con sus gratos dibujos
el banal cañamazo de nuestra suerte mísera
es que nuestra alma, ¡ay!, no es lo bastante osada".
("Las flores del mal", de Charles Baudelaire)
Para
Baudelaire resultaba impensable explicar determinados actos o pensamientos del hombre sin admitir la hipótesis de la existencia e intervención de una fuerza malvada y cruel ajena a él, de la presencia en el mundo de un Dios malo, un satán que arrastraba al hombre al pecado y la depravación. La conciencia del
mal formaba parte del ideario romántico y está presente de forma constante en la literatura francesa del siglo XIX. Thanatos o instinto de muerte llamaba
Freud a esa fuerza primaria que arrastra al hombre hacia el mal, la fealdad y la muerte. Pero el tema del mal es una constante a lo largo de la historia de la humanidad, siendo la religión, la filosofía y la literatura las que se han ocupado de él, intentando descubrir su origen, su naturaleza y su misteriosa relación con el hombre. ¿El
mal es sustancial o accidental? ¿Es algo abstracto o concreto? Dando por descontada su existencia, ¿qué papel desempeña en la economía metafísica del universo? El origen del mal, ¿está en Dios o la causa primera, en el hombre mismo y sus actividades o es de naturaleza azarosa? Cuando entramos en contacto con él, ¿lo aceptamos resignadamente racionalizándolo o lo asumimos alegremente encontrando en él satisfacción o complacencia?
Horacio, el "catapotes", es el maestro de
Promenadia, un minúsculo pueblo donde da clases a cambio de comida. Quería ser aventurero pero le faltó el coraje y cuando acumuló el valor para dedicarse a la política le fallaron las ideas. Desde entonces, destila una ira sorda hacia el mundo y en sus ojos late "una promesa de ferocidad, un carbón antiguo". Viejos conflictos con su padre le atormentan y siempre lleva consigo un cuchillo de carnicero, un Longines de saboneta, la foto de cierta mujer a la que amó y, desde hace unas horas, unas arracadas de azabache. Una niña es asesinada brutalmente en el pueblo y una partida de lugareños sale a la caza de los sospechosos del crimen. A la cabeza del grupo va el
Padre Aguirre, un iluminado, un cura loco, un líder nato, un "conducator" ante el que todo el pueblo tiembla menos Horacio. Para este ambicioso hombre de Dios "caminar sobre las aguas importa menos que decidir el destino de un buen puñado de tierras; fabricar parábolas es menos decisivo que imponer un cuándo, un dónde, un cómo; admirar con arrobo la exactitud de la creación es infinitamente más estúpido que apropiarse de ella y gozarla en el aquí y el ahora". Piensa que las recompensas llegarán en otra vida pero, mientras tanto, en esta hay que coger todo lo que se nos ofrece. Dos vagabundos son capturados en la oscuridad de una "
noche feroz" y la cólera justiciera del Padre Aguirre cae sobre ellos.
"De todos los placeres que conoce el hombre, ninguno mayor que el de causar dolor. La contemplación de la belleza o el trance del amor físico no pueden compararse con el goce de quebrar un hueso", afirma el narrador de "
La noche feroz", situando la maldad en un plano puramente sensitivo. Quizá la maldad no exista "para ningún fin", ni obre "con vistas a fin alguno", quizá sencillamente responda a un apetito humano, a aquello que Ferrater Mora llama "algofilia" o amor al mal y a sus consecuencias dolorosas.
El malvado no tiene ninguna razón ni ninguna justificación para lo que hace, es un hombre libre carente de todo remordimiento y deseo de expiación. Actúa de esa manera sencillamente porque le place. Al final, el único que tiene una razón poderosa para actuar es
Labeche, el pirómano que abre y cierra el relato con sendos fuegos y cuya mente confusa sigue una oscura lógica presidida por una sola certeza: cumplir los dictados del sueño, trasladar a la vigilia los fuegos que pueblan sus sueños.