"... que la palabra y la imagen son fracaso, sí, son condena, cierto, son sepelio, sin duda, pero que también son, sí, son para siempre y desde siempre, sí, son, en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad, en la soledad y en la compañía, han sido, son, serán siempre el último, el único, el irremediable equipaje".
Cuando un
niño muere la realidad de sus padres se descompone. El mundo sigue rodando ajeno al dolor de los progenitores, a su vergüenza por sobrevivir, a su orfandad por desmembramiento. La "provincia pedagógica" que constituía la paternidad se convierte en una "escuela desolada". A partir de entonces, una sola pregunta atormentará a los padres: ¿qué me devolverá a mi hijo? Pero nada lo hace, ni siquiera la memoria, ni siquiera el lenguaje, los signos o las imágenes. El
hijo muerto no se recupera, la muerte no lo devuelve. Pero quizá y hasta reunirnos con él en la "negrura infinita" donde no hay padres, ni hijos, ni literatura, las palabras sean "el último, el único, el irremediable equipaje".
Antares y
Elena han perdido a su pequeño hijo. La fortaleza de su familia se fragmenta y por las grietas penetran los "bárbaros" del exterior, la estupidez y la fealdad del mundo, y también los del interior, el dolor, la tristeza y la locura. Su vida se transforma en simulacro, en una desangelada y repetitiva gestión de la cotidianidad. Sobreviven conscientes de que su pareja, aquella persona a la que un día amaron, ya sólo "resulta tolerable como un mueble del mundo o como una costumbre, pero nunca más, hasta el fin de los días, como una disciplina del tacto o del olfato, como otra carne en la que saciar la preciosa comunión".
Elena abandona a
Antares, lo deja solo, con una urna funeraria, un perro viudo y un pequeño niño Jesús de barro cocido apretado en su mano. Ahora dos grandes vacíos se suman para lastrar la vida de Antares. Como
escritor, sólo le queda la
literatura como arma contra la muerte, como exorcismo frente a los demonios.
Antes de desaparecer,
Antares entrega al mundo "
La cicatriz", un libro extraño pero luminoso en el que intenta dar a
Jesús de Nazaret la infancia que la historia y el mito le quitaron. Este libro le ayudará a sobrellevar el duelo y a cauterizar su terrible herida. "
La cicatriz" supondrá una especie de intercambio simbólico compensatorio en el que el escritor recuperará para Jesús una infancia que su propio hijo no pudo tener. "Todos los niños del mundo son en realidad nuestros hijos" y lo que hagas por cualquiera de ellos te hace sentir padre. La paternidad, más allá de una condición biológica, sería una predisposición ancestral a cuidar y proteger la infancia, "tesoro inextinguible, única verdad segura". Un tiempo después "
La cicatriz" encontrará a su mejor lectora en una mujer que está aprendiendo el arte de desaparecer y que lleva un pez en el vientre y una promesa de inmortalidad para
Antares.
Como decía
Umbral, escribir es jugar y jugar es ser niño, recuperar la infancia, la nuestra, la de nuestros hijos, la de todos los hijos y la del mundo. "La infancia dura poco, pero dura siempre" y aunque las palabras no nos la puedan devolver, algo de su espíritu, de su encanto y de su sentido permanece en nosotros, ya que procedemos de un niño y de un linaje de niños que se pierde en el tiempo.