"He aquí que me hallo sujeto al nacimiento, al envejecimiento, a la enfermedad y a la muerte; es justo, entonces, que me esfuerce por ganar el gran nirvana inmortal, que es tranquilo y libre del nacimiento y la vejez, de la enfermedad y de la pena y la felicidad. Con seguridad debe haber un camino que lleve al nirvana y libere al hombre de la existencia".
Si alguien es capaz de ver los "cuatro signos": un anciano gastado por la edad, un enfermo, un cadáver y un ermitaño, probablemente no se convierta en un buda, pero si ese alguien es hijo de un brahmán indio del 563 a.C. y no tienen ninguna pretensión sacerdotal no es de extrañar que se una a un grupo de ascetas errantes que buscan el verdadero camino al nirvana a través de la mortificación del cuerpo y la desconexión de las pasiones.
Siddhartha así lo hizo. No quería convertirse en un brahmán corriente, "un indolente sacrificador, un ávido mercader de ensalmos, un orador vacuo y vanidoso" y partió con los samanas al bosque en busca de una verdad que no encontró con ellos. Conoció a Gautama-Buda y su doctrina y fue prevenido por éste contra "la jungla de las opiniones y las disputas sobre las palabras". Despertó en soledad y se hizo maestro de sí mismo. Resbaló después hacia una existencia muelle e innoble basada en los placeres y las riquezas materiales; atrapado en las redes del samsara se convirtió en un hombre-niño. Al final alcanzó la iluminación a las orillas de un río junto con un buda barquero, de sonrisa enigmática y presencia santa.
En "Siddhartha" Herman Hesse, según afirma su amigo Hugo Ball, trata sobre todo de recoger la música de la India, su imagen poética, su eterno mensaje. Siddhartha va de la casa partena al río, de la cultura a la naturaleza, simbolizada en esa corriente de agua que no es más que la metáfora del eterno retorno y de la madre.
Siddhartha descubre que siempre son las cosas más cercanas, más aprehensibles, las que hay que conquistar y enlazar con nuestro amor, no los pensamientos que emanan de las cosas. Las cosas son las que abren la fuente más íntima del ser, hasta que se convierten en signos divinos. Siddhartha no es un filósofo ni un sacerdote, es un poeta, y "el territorio del poeta es el signo, no la doctrina. Señalar e indicar..., es el significado de lo que le incumbe, no la abstracción".
En estas páginas descubrimos a través de la experiencia vital de Siddhartha que el sufrimiento vuelve siempre si no se resuelve, que cuando las heridas florecen el yo se funde en la unidad, que el saber puede comunicarse pero la sabiduría no, que lo contrario de toda verdad es también verdadero, que hay una diferencia muy grande entre buscar y encontrar, que el tiempo no es real y se puede abolir con la meditación profunda, que existe una unidad sobre el fluir de las formas y los abismos de la multiplicidad.
En definitiva Hesse, gran estudioso de las religiones china e india, intenta establecer con este pequeño libro un puente entre Oriente y Occidente o, como dice Ball, "una reunificación de Buda y Cristo", cosa que ya había intentado antes con su libro "Desde la India".