Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. La caballería rusa desangrándose bajo los disparos de artillería en la batalla de
Austerlitz. He visto a
Napoleón cruzar el Niemen. He visto arder
Moscú, las torres blancas del Kremlin perecer entre las llamas más allá del río Moscova. Y todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de cerrar “
Guerra y Paz”.
Tal es el poder evocador de esta obra magna e inabarcable, que al terminarla uno se siente como aquel replicante que se despedía de un mundo que quizás no fuera el suyo, pero cuya pérdida sentía tan viva como cualquier humano nacido de padre y madre. Porque todo parece posible después de leer a
Tolstói. Tal es la profundidad con la que el maestro ruso afronta temas como la muerte, el poder, el dolor, la esperanza y en general todo lo humano y lo que está por encima de lo humano, la magnitud de cada uno de nuestros actos, tal es la fuerza prometeica que nos arroja desde sus páginas… que uno no sabe si realmente está leyendo a un hombre o a un Dios.
Como la vida misma, la narración avanza al principio de una forma un tanto amorfa, a medio tiempo, con una retahíla de personajes que deambulan por bailes de salón, reuniones diplomáticas y diversos actos sociales. El vigor está ahí, latente, sutil, una pulsión que acecha entre sus líneas, pero no acaba de cobrar forma. Como una criatura huidiza que se arrastra por un pantano.
Pero toda la frivolidad, esa vida de contemplación, amores intrascendentes y preocupaciones cotidianas con las que
Tolstói parece distraernos al principio, cae por su propio peso en la segunda mitad del libro, cuando la vida se afila con una crueldad descarnada y nos muestra toda su belleza, su trascendencia y esa mezcla de horror y esperanza que constituye su misterio. Los personajes se enfocan, la narración fluye en un continuo in crescendo y las reflexiones se insertan en la trama hasta conformar un todo cada vez más robusto y coherente.
La novela llega a su plenitud con la entrada de
Napoleón en
Moscú: la épica se desparrama por cientos de páginas sin caer nunca en la grandilocuencia, siempre con mesura, con el sentido justo del ritmo y la intensidad. El autor hace coincidir el momento crucial de la trama histórica con los instantes decisivos en la vida de cada personaje: la muerte del príncipe
Andréi, la caída en desgracia de
Pierre, la expiación de
Natasha, el amor de
Nikolái y la princesa
María, la estrategia fatalista del general Kutúzov… todo alcanza su punto álgido hasta llevarnos a un estado de percepción que constituye la esencia misma del libro.
Subyace a lo largo de todo el relato una suerte de empeño en establecer una teoría histórica, un determinismo según el cual todo tiene un sentido en la vida del hombre, y por extensión en la historia universal: las personas, los pueblos, las naciones, avanzan empujados por un sinfín de fuerzas, una suma de influencias, acciones, reacciones, causas y efectos, una voluntad universal que está muy por encima de la vanidad de cualquier general o gobernante. Es un pensamiento que reposa sobre una espiritualidad que
Tolstói no se molesta en disimular, y que empuja a “
Guerra y paz” hacia otra dimensión. No es una novela histórica (según las propias palabras del autor, ni siquiera es una novela), escapa de cualquier calificación porque va mucho más allá: como “
El Quijote”, “
La Odisea” o “
La Biblia”, pertenecen todas a una estirpe de obras que sobrevivirán mucho después del fin de la literatura.
Y es que
Tolstói maneja el zoom narrativo con una técnica prodigiosa, de tal modo que sus disquisiciones filosóficas, su particular visión de la vida y la muerte como un misterio intuido más allá de cualquier razonamiento lógico, todo ello lo ensarta con los quehaceres cotidianos de sus personajes, con su honda descripción psicológica tan propia de la escuela rusa; y el resultado es una obra monumental, un tratado sobre el ser humano donde el individuo se funde con el universo, lo particular se diluye en lo absoluto.
Leer “
Guerra y paz” resulta una epopeya y un fin en sí mismo, una llamada hacia lo más puro y salvaje del alma que acecha en el corazón de cada lector. Porque todo lo que merece la pena requiere un esfuerzo. Porque hay cosas que deben de hacerse al menos una vez en la vida. Porque yo he visto morir al príncipe
Andréi, y allí, junto a su lecho, lo he mirado a los ojos y por primera vez en mi vida he contemplado mi propia extinción, ese hecho misterioso y horrible al que todos estamos destinados. Y me he sentido en paz. Nada más y nada menos.