La tetera y el cuervo

Isabel Luarca
Cada mañana, Clara hervía el agua a la misma hora. Las siete en punto, sin falta. La tetera silbaba con su acostumbrada fidelidad, y en esa música breve y aguda se escondía una promesa: café, pan caliente, la paz ritual del desayuno. Desde la ventana de su cocina, podía ver el jardín aún humedecido por el rocío, donde los rosales parecían rezar bajo la luz oblicua del amanecer.

Ese lunes no fue distinto, al menos en apariencia. El agua silbó. El pan tostó. El reloj marcaba la misma hora, y el día parecía disponerse a repetirse como un poema de pocas sílabas. Sin embargo, algo vibraba bajo la superficie. Algo pequeño, casi imperceptible. Una nota falsa en la sinfonía del hábito.

El cuervo apareció en el jardín poco después. No era raro ver aves rondar los árboles, pero este se detuvo en el alfeizar, lo bastante cerca como para que Clara le viera los ojos. No los típicos ojos vacíos y opacos de un ave común, sino algo más intenso, más... despierto. El cuervo la miraba como si supiera cosas. Como si esperara algo.

Clara se quedó quieta, la taza temblando levemente en su mano. Era absurdo. Era solo un pájaro. Sin embargo, la sensación de ser observada se alargó, se espesó en el aire como una niebla que no pertenece a la estación. Algo se había deslizado en su rutina: no un error, sino una grieta.

Durante todo el día, la sensación persistió. El sonido del timbre fue más seco de lo habitual. La voz de su vecina, al pedirle azúcar, tuvo un eco distante, como si llegara desde el fondo de un túnel. Incluso su reflejo en el espejo parecía ligeramente desplazado, como si hubiera olvidado una expresión que solía tener.

Esa noche soñó con el cuervo. No hablaba, pero abría su pico en un gesto que insinuaba palabras. Una lengua desconocida, pero cargada de sentido. Al despertar, no recordaba el mensaje, solo el vacío que había dejado su ausencia.

Pasaron los días, y lo cotidiano continuó. La tetera siguió silbando. El pan siguió tostándose. El reloj siguió marcando. Pero Clara ya no era la misma. Había aprendido que lo ominoso no irrumpe como una tormenta. A veces llega así: vestido de jardín, disfrazado de costumbre. Mira desde el marco de la ventana y espera, paciente, a que uno note que la realidad no encaja del todo.

Desde entonces, Clara dejó de mirar el reloj con confianza. Aprendió a sospechar del café demasiado perfecto, del canto exacto de los gorriones, de los días que se repiten sin errores. Porque ahora sabía que en lo más trivial se esconden los primeros signos de lo desconocido. Y que el horror, el verdadero, no grita: apenas susurra. Como el silbido de una tetera al romper el alba.
Texto libre Trabalibros

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