"Dadme el claro cielo azul por encima de mi cabeza y el verde césped bajo mis pies, un camino sinuoso ante mí y una caminata de tres horas antes de comer, ¡y luego a pensar!"
(William Hazlitt)
Los grandes espacios físicos indeterminados, abiertos al descubrimiento, a la sorpresa, a la deambulación, son cada vez más escasos. El transporte rodado precisa de una serie de infraestructuras que permitan a las masas motorizadas el acceso a los espacios naturales, transformando éstos en zonas recreativas para su explotación turística. Lo que antes era patrimonio de los practicantes de la "cultura del
camino", de los amantes del viaje a pie, ahora son lugares banalizados que han perdido su aura. El omnipresente automóvil ha creado un universo necesariamente hostil al
caminante.
A diferencia de los desplazamientos a motor, caminar reduce la inmensidad del mundo a las proporciones del cuerpo.
Caminar es una actividad enteramente sensorial que transfigura un gesto básico como la bipedestación en una experiencia en la que participan todos los sentidos.
Caminar incluso dilata nuestra percepción temporal "apaciguando -como diría
Régis Debray- el tormento de lo efímero". Ir al paso es la consigna, es algo telúrico que arranca a la realidad "milagros tranquilos", teofanías alimentadas por el dios de los caminantes, que no es sino el puro goce de existir.
William Hazlitt y
Robert Louis Stevenson profesan la fe del camino. Son miembros de la gran hermandad de los caminantes. No viajan en busca de lo pintoresco "sino de ciertos humores joviales: de la esperanza y la energía con que se inicia la marcha por la mañana, y la paz y la saciedad espiritual del descanso vespertino". Saben que para disfrutar como es debido de una excursión a pie hay que realizarla en solitario, porque su esencia es la libertad. El mismo
Hazlitt afirma que no le puede ver la gracia a
caminar y hablar al mismo tiempo, cree que no se puede gozar de la ebriedad del aire libre si uno se concentra en dialogar con un compañero de viaje. Ni tampoco se puede ser "feliz pensando" si constantemente se están comparando observaciones con aquel que camina a nuestro lado o entrando con él en controversias estériles.
El que camina solo es un ser oblicuo. Como afirma
David Le Breton, el
caminante "es un hombre del intersticio y del intervalo, de lo que está entre las cosas". Es un hombre que está de paso, no está ni aquí ni allí, es un extraño, un "amable extranjero" en palabras de
Montaigne, alguien que está de incógnito. Y qué maravilloso es para
Hazlitt y para
Stevenson estar de incógnito en una posada tras una larga caminata, "qué magnífico quitarse de encima las trabas del mundo y de la opinión pública, perder nuestra importuna, fastidiosa y perpetua identidad personal". Y qué provechoso es, con el cambio de lugar, cambiar de opiniones y emociones, hacer buena provisión de ellas durante el camino para luego analizarlas detenidamente en casa. Y qué mejor que una caminata -según piensa
Stevenson- para "purgar a uno, más que cualquier otra cosa, de toda estrechez y todo orgullo, dejando que la curiosidad se manifieste libremente". Y qué serenidad al caer el sol y concluir la marcha. Y cómo intensifica el "sabor de las viandas" cada kilómetro de camino recorrido.
En definitiva, cómo cambia la vida y el mundo cuando incorporamos a nuestra cotidianidad experiencias básicas e intensas del arte de vivir como la del
viaje a pie, que nos permiten "serlo todo y estar en todas partes con armonía, pero contento de seguir estando donde uno está y de seguir siendo lo que uno es".