Rondaba nuestra casa desde hacía varias semanas. Fui yo quien se percató de su incómoda presencia. Un día llegas a casa, observas a un hombre de aspecto extraño parado allí delante. Se te hace conocido. Al día siguiente lo vuelves a ver, reflexionas en porque te resulta familiar. El cine.
Te recuerda al típico psicópata de película americana, un asesino en serie. Pasados unos días sin volver a tener noticias de aquel misterioso hombre, piensas en lo tonta que has sido. Olvidas el tema.
La tranquilidad dura un par de semanas. Un día me levantó a media mañana después de una noche de fiesta con una amiga que no veía desde hacía tiempo.
Corro la cortina de mi ventana aun con legañas en los ojos. Miró a través del cristal, allí está. Un escalofrío recorre mi cuerpo.
Lleva una bufanda que le oculta la cara, un gorro oscuro esconde el color de su cabello. Tiene las manos a la espalda. Su nariz brota de aquella oscura faz como la cumbre de un volcán en erupción. Ese apéndice nasal se me hace familiar. No le dije nada a mi madre. Siempre está ajetreada con las cosas de casa. Para ella son lo más importante del mundo. Una mañana sacudiendo las alfombras lo vio. No tiene por costumbre fijarse mucho en lo que sucede de la verja hacia fuera. Pero al día siguiente lo volvió a ver. Y al siguiente. Y así toda la semana. Entró en pánico, me lo contó una noche mientras mi padre cenaba solo, como acostumbra hacer mientras ve las noticias. Yo esa semana había estado fuera, en una localidad próxima, participando en un proyecto para una empresa muy importante. Regresé un viernes. Cuando llegas a casa, al lugar del mundo donde te sientes más segura, después de cinco días de ausencia y tu madre te recibe con cara de circunstancias, piensas que ocurre algo. Cuando después de la cena te informa de que hay un hombre que nos acecha, y veo que está aterrorizada, toda la supuesta seguridad de mi hogar salta por los aires. Regresaba con la convicción de que todo había sido una casualidad. Me confundía. A partir de aquel día la paranoia. De forma paulatina comenzamos a confesarnos una a la otra lo que pensábamos de aquel hombre. Cuáles podían ser sus intenciones. Aquello fue un error. Lo que comenzó como un modo de tranquilizarnos mutuamente, muda en una expresión de psicosis compartida. El hombre de la nariz roja, vigilante, callado, cavilando en hacernos las mayores maldades. De momento mira. Solo mira. Pero seguro que lleva un enorme cuchillo de matarife escondido bajo la ropa, listo para mutilarnos, quizás para guardarnos por partes en el congelador o alimentarse de nuestra carne. Cada día estábamos más asustadas. No se lo contamos a mi padre, no queríamos que nos tomase por locas. Lo callamos para nosotras, lo incorporamos a nuestras pesadillas. ¿Puede haber mayor sufrimiento que sugestionarte con que lo peor que eres capaz de imaginar te va a suceder? No sabes cuando, pero estás convencida de que va a pasar. Hoy o mañana, o pasado, pero pasará. Con el paso de los días aquel hombre pierde la precaución. Se acerca de una manera cada vez más descarada a la casa. Queda inmóvil ante la verja, a punto de traspasar el umbral, mirando hacia mi ventana tan alto como es. Aprovecha cuando mi padre está trabajando para su visita diaria, como si fuera su trabajo. Él mira, solo mira. El hombre que mira, qué maldad.
Al principio sus visitas duran unos cinco minutos. Cinco minutos de terror. Las dos abrazadas delante de la ventana de mi cuarto, observándolo. Esperando que no de un paso más, que aquel no sea el día escogido para llevar a cabo su siniestro cometido. Él mira hacia mi ventana, nosotras lo miramos a él. Poco a poco las visitas aumentan de duración. Diez minutos. Quince minutos. Media hora. La hora de la visita, siempre por la mañana, varía. Hasta que se produce, no hacemos otra cosa que perder el tiempo. Fingimos estar ocupadas, pero nuestro pensamiento está en aquel hombre. Mi madre pela una patata durante horas. Yo leo el proyecto sin pasar de página en toda la mañana.
Un día sucede algo curioso. Nuestro visitante no se presenta. Después de semanas de visitas regulares, ese día no aparece. Las dos estamos incómodas. Mi padre está enfermo, un fuerte catarro, nada grave. Pero ese día no va a trabajar. Nos parece una intrusión. No lo decimos en voz alta. Pero las dos pensamos lo mismo. Menos mal que no sale de la cama, de su habitación.
El hecho de que no venga nuestro "amigo", lejos de aliviarnos, nos provoca un hondo malestar. Estamos nerviosas, como adictas que no pueden acceder su dosis. Nos gritamos a la mínima.
Esa fue la primera señal de alarma. A partir de aquí mi preocupación aumenta. Al día siguiente el alivio viene con la visita de nuestro "amigo". Recibimos nuestra dosis de terror diaria. Mi padre vuelve al trabajo. Estamos a nuestras anchas de nuevo. Esperando su visita. Con el miedo paralizante a que a la ausencia se perpetúe. Llega como siempre, caminando muy despacio, como si no conociera el camino.
"Tenemos que contárselo a papá, y si es preciso poner una denuncia donde corresponda", le digo.
Mi madre se opone. Que si, que ya sé como es mi padre, que es capaz de matarlo. Que lo mata. Que no es pecado mirar. Que más me vale cerrar la boca si no quiero matarla de un disgusto.
"¿Qué quieres hoy de comer hija?"
Mi madre es de las que no reconoce los problemas. Los esconde. Todo va bien. Somos gente normal. Esto no obvia que todos los días acudamos a nuestra cita. Le estoy cogiendo cariño a aquel desconocido. Cada vez me asusta menos. Y eso me da miedo. Miedo por nuestra cordura.
Nueva visita de nuestro desconocido. Decido mirarlo sola. Cierro la habitación, no dejo que mi madre me acompañe. Ella no lo toma bien. Golpea la puerta como si estuviera loca. Maldice. Me insulta. El desconocido hoy tiene algo diferente. Ahora mi madre llora, se lamenta de su existencia.
El hombre lleva un objeto brillante que asoma de un bolsillo del abrigo. Fijo mi mirada en aquel objeto, intentando descubrir de que se trata. Parece que él es consciente de mi intención. Retira una de sus enguantadas manos de detrás de la espalda, la introduce en el bolsillo donde sobresale el brillante objeto. Pasados unos segundos saca la mano del bolsillo con el objeto entre los dedos.
Es un cuchillo. Tiene el mango de madera, adornado con motivos metálicos que brillan. Se acabó.
Cojo mi teléfono móvil. Mi madre sigue gritando, llorando y golpeando la puerta, de manera más apocada, con resignación. Busco en la memoria el número de la policía. Llamo. Vienen a por él. Resulta ser mi padre. Esquizofrenia dijeron.