El último viaje del hombre de arena
Amílcar Bernal Calderón
Aburrido de su inestabilidad, el hombre de arena ensilla su caballo de arena, lo monta (el viento azota la crin y el cabello, que vuelan por última vez, como si bailaran) y se dirige al puerto a comprar un bulto de cemento. Es, según sus ideas a granel, el momento preciso para endurecerse, sentar cabeza y permanecer en un solo sitio para siempre.
En su periplo hacia el depósito de materiales de construcción, el hombre de arena debe pasar por la playa donde, agotado, decide apearse para estirar las piernas y descansar un poco mirando el mar, bajo cuyo azul espejismo tantos hombres como él, que cometieron el error de bañarse, reposan.
Lamentablemente, para quienes esperaban que esta historia se alargara y terminara constituyendo una árida biografía, el hombre de arena se queda dormido y unos niños bañistas, ávidos de emociones, como si acabaran de entrar gratis a un cine porno, lo ven y determinan su futuro. Toman al hombre y su caballo, que les parecen tristes, los pisotean hasta hacerlos polvo (es sólo un decir pues, en realidad, la arena y el polvo se odian con encono de agua y aceite), y se dedican a la arquitectura. En menos de una hora levantan un castillo (que en realidad es un hombre de arena y su caballo, disfrazados) y en seguida lo abandonan.
El alma del hombre de arena, mezclada con la de su caballo hasta convertirse en un bien inmueble, siente que ha conseguido su anhelada estabilidad hasta que, transcurridos cuarentaidós segundos, un viento fuerte, como el estornudo de una palmera, abate la torre más alta, donde un reloj de arena intentaba dar una hora que no transcurrirá. Media hora después (que sí transcurre), del castillo no queda nada: el viento, como un todopoderoso agresor con su cañón de suspiros, lo ha desmoronado.
Los bañistas adultos, que ahora lo pisan, ignoran que sojuzgan a un caballero cuyo único pecado fue querer sentar cabeza, lo que para ellos es algo que, por suerte, les enseñaron pero nunca entendieron.
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