Un camisón mojado

Josefina Noche5Azul
Caminaba, paso a paso, por la playa. Sus pies descalzos en la noche clara, pisaban las sombras que la luna hacía sobre la arena y su cuerpo. A cada paso, una ola se acercaba con timidez para salar sus pies con su suave espuma. Su camisón se inflaba y desinflaba al compás de la suave brisa de verano.

A lo lejos, vio la luz del faro que giraba como una tétrica y destartalada calesita. Bajo él, las rocas parecían sucumbir ante las explosiones de la bruma al chocar. Se perdió observando el paisaje. En el horizonte no se dibujaban edificios o casas. Sólo se veía el bosque sobre montañas de arena que parecían deshacerse por el viento.

En su oído vibraron sonidos que no pudo reconocer. Sonaban como susurros lejanos que luchaban para alcanzarla.

- ¿Le dijiste?

- ¿Qué cosa? - giró sobre sus talones y no vio a nadie. La luz de la luna debería haber debelado alguna sombra aparte de la de ella. Su soledad seguía inerte, su silueta negra acompañándola silenciosa. Pensó que podría haber sido el viento jugando con su pelo o con su oreja... o con su mente.

Siguió su camino, despreocupada. Unos pasos más tarde ya no pensaba en la reciente incertidumbre. Sólo disfrutaba de dar cada paso por la arena mojada. Por el clima o por la hora, éste se encontraba tersa y sus pies no se hundían.

- Tendrías que...

Un escalofrío le invadió la nuca y se le fue metiendo por dentro del camisón hasta perderse en su espalda. Sintió su pelo mojado. No recordaba haber entrado al mar.

- ¿Escuchás? - sonó desde atrás de su oreja izquierda.

Se detuvo y titubeó antes de darse la vuelta. No sabía con qué se iba a encontrar. Había alguien, además de ella, en esa playa. No reconocía la voz. Incluso podrían haber sido voces diferentes.

Sus oídos empezaron a zumbar cuando miró a su alrededor y no vio rastro alguno, además de sus pisadas. Su miedo la hacía dar vueltas como el faro, buscando a quien le había hablado.

- ¿¡Qué cosa!? ¿¡Qué tengo que escuchar!? - gritó, de espaldas al mar. Y su pregunta se perdió en el viento que había empezado a rugir a la par de las olas.

Sintió tras de sí un cuerpo más alto que, en voz muy baja, le repetía: - ¿Por qué no dijiste nada? Te dejaste. Dejaste que te humillen. Te dejaste pisotear...

Los pelos de sus brazos se levantaron y la piel de pollo le envolvió las piernas.
Trataba de mirar por el rabillo del ojo lo inalcanzable, y su respiración entrecortada, le sellaba con arcilla la garganta.

- ¿Por qué tanto drama? Siempre llorando problemas. Relajá. No podés ser una dramaqueen toda la vida... - una voz de mujer se unió, desde el otro oído, a la perorata del hombre que no paraba de repetir cómo se había dejado violentar.

A su mente, volaron imágenes de situaciones vividas con sus padres, con sus compañeros de trabajo, con su jefa, con sus amigas, con algún que otro romance pasajero, con su novio, su exnovio; y con la señora que la había insultado luego de haberla empujado con sus bolsas, una tarde en la avenida.

Una mano oscura le agarró el cuello desde atrás. Se llegaban a ver sus pulseras de alpaca que tintineaban al compás de la fuerza que hacía para no dejarla ir. Ella se ahogaba.

- Mosquita muerta, siempre haciéndote la buenita, ¿no? Cómo me gustaría que mostraras lo que sos. Vos te hacés la... - y se unió a los otros dos.

Su cuerpo sudaba del temor. La noche era oscura y ni la luna alcanzaba para dilucidar a los agresores. Lo que estaba claro, es que bajo ella, la arena empezó a moverse. Al principio, con sigilo; pero luego, rabiosamente.

Se alzaron delante de ella cinco sombras. Tenían diferentes contornos, distintas contexturas y alturas. Pudo divisar a una vieja y a un viejo; detrás de ellos, un joven que reía a carcajada limpia. Y más allá, una adolescente peinada con una larga cola de caballo.

No tenían ojos. Sus caras eran de una negrura infinita. No había ropas, o detalles. Sólo eran sombras, y se valían de la luna para proyectar su lado más obscuro.

Dos seres le aferraron sus muñecas como esposas. Estaba inmóvil del terror. Trató de decir algo, pese a que la mujer de las pulseras seguía apretando fuerte su rasgada y seca garganta. Sólo salían sonidos guturales que se acompasaban al caos imperante.

- ¿Todavía no encontraste pareja? ¿No serás sociópata o una loca de mierda? Porque nadie te va a querer así. Sos complicada, tenés mucho carácter. Un poco tóxica, digamos... - los viejos se turnaban para punzar sus heridas.

- Jajaja. Si es una cajeta seca... No se coge a nadie... Jajaja. - la jovencita sumaba sus insultos.

Mientras que comenzaban a desenfundar sus dagas las últimas sombras aparecidas; todos los otros seres que ya habían iniciado, se citaban unos a otros en su cántico aterrador constante. Se sentía como un látigo que cae sobre la misma herida una y otra, y otra vez... en lo más profundo de su ser.

Es verdad que esas voces no le eran familiares, pero el tono... y las palabras que usaban ya las había escuchado.

De entre la muchedumbre oscura, surgió un niño y la empujó. Cayó de espaldas sobre la orilla que antes había caminado. Las olas llegaban y le tapaban la cara. Las olas se iban y se llevaban su camisón. Las olas venían y tragaba agua salada. Las olas partían y arrastraban lentamente su cuerpo mar adentro. Las sombras... continuaban con su espectáculo.

...

-Un camisón mojado. Mirá, abuelo... flotando en el mar.

- ¿Será de algún naufragio? Este faro hace más de veinte años que está abandonado.
Texto libre Trabalibros

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