He tenido la oportunidad de charlar con una persona a la que coloquialmente se le suele denominar "loco". No sé exactamente qué es la locura, pues a mi entender hay muchos cuerdos que están bastante alienados y algunos lunáticos que muestran una cordura superior en sus razonamientos.
La sociedad ha perdido el rumbo-me hizo la observación- y el hombre, habiendo conseguido desintegrar el átomo ha volatizado su esencia, hasta el punto de no conocer muy bien su propia identidad. Ciertamente-añadió- que todo es percibido desde la subjetividad del "yo", independientemente de la objetividad de las cosas. Y para hacerse entender por mí, precisó un ejemplo: el sol es real, pero un ciego de nacimiento que viva en el interior de una cueva profunda y sombría, nos dirá que para él no existe. Por eso- concluyó- se ha de ser cuidadoso con el propio razonamiento.
Ensayemos, pues (sin prisa)- me dijo al contemplar mi cara de pasmado.
Es necesario pensar y estar abiertos. Pero, la consciencia de pensar ¿no será ante todo conciencia de ser? Y sentirme ¿no es un sentimiento inacabable? ¿No significa un quererme, no solo aquí y ahora, en el tiempo que mide Cronos, sino más allá de él, por la eternidad, esto es, no desear acabarme? Si dentro de cada hombre se gesta una rebelión contra el fatalismo por haber tenido que nacer, sin haberlo pedido siquiera, y a su pesar, tener que padecer ¿no es todo esto desesperadamente absurdo, al estar todo sometido a la "nada" de la muerte? ¿Acaso no es más sostenible, aún dentro de la duda, el ansia de inmortalidad? ¿Ese deseo de perpetuidad no será la condición fundamental y primera del saber humano? Así que- esgrimía- ¿para qué quiero saber, si todo ha de morir conmigo? El saber- apuntillaba- por el saber equivale a la erudición, pero el querer saber por la causa primera y última de todo hombre, eso apunta ya a la sabiduría. Porque, como venía a decir el dramaturgo Eugene Ionesco "El hombre se ha acostumbrado a dar vueltas y más vueltas con la mirada gacha, apoyándose en el que le antecede, en una rueda colosal, olvidándose de levantar la vista al cielo". Pues bien- insinuó- lo que está fuera de él se constituye en el Misterio, y éste en soporte de todo, pero tal misterio, antes que querer cosificarlo, atraparlo, reducirlo, diseccionarlo, ha de pensarlo en el sentido de cómo le afecta. O lo que es lo mismo: si puede dar mejor razón el hombre de sí, aceptándolo o rechazándolo. O sea, admitir una causa para soportarse.
Yo no sabía qué decir. Así que, opté por guardar silencio para que siguiera razonando aquel pensador unamuniano.
Acerca del principio de todo lo creado hay que situarse ante el azar y el creacionismo. Lo primero significa que todo procede de la nada y que el orden de todo lo existente es casual y no causal. Lo segundo, aunque no explicable per-se, al menos, aleja del sin sentido de la nada. Preguntémonos: ¿qué respuesta racional-enfatizó- es aceptar la "nada" como respuesta a "algo", incluido el hombre? ¿O acaso yo soy nada?
Le miré de hito en hito. Pero, cuando escuché lo que sigue, me desazoné.
¿Qué flecha y para qué es el hombre, arrojado desde un misterioso arco? La primera tarea encomendada al hombre es la de existir. Más ¿para qué? Pues, en mí persisten dos fuerzas antagónicas: el deseo de vivir y la consciencia de la muerte. Y en medio de las dos, mi voluntad a no dejar de ser. Esto es, a vivir. Y vida que no tenga final.
Me preguntó si le seguía, y le respondí que más o menos. Por eso, me invitó a la calma para continuar con su reflexión.
Todo cuanto observo ha de tener una causa. Esto me lo dice mi propia razón. ¿Y cuál es la causa de la que procedo? ¿Tal vez, yo mismo? ¡No! Hagamos una analogía. Para entenderme, me comparo con una gota de agua que forma parte del inmenso Océano. La masa del mar contiene a la gota, pero ella ignora lo que la envuelve.
El ser humano es contingente- esto es, insuficiente y necesitado-. Y viniendo a ser no necesario ¿cuál es la razón por la que ha sido creado?- me observó fijamente mientras me esforzaba por evitar aquella mirada lacerante. Y como el didacta que se jacta ante su alumno, extrajo la solución- Sólo se me ocurre una posible respuesta: lo único que fecunda gratuitamente, es el amor. Mas, si la razón de ser del hombre procede del amor y ha sido traído hasta aquí sin pedírsele su opinión, habrá de decidir libremente entre aceptarlo o rechazarlo. Ese es su dilema. Disolverse en la nada de su extinción o mantener la esperanza de continuar siendo. Y éste es el nudo gordiano: encontrar el sentido al aparente sinsentido de vivir.
Confieso que me sentía agotado, pero al mismo tiempo intrigado. Para ser un ilusorio, lo que se dice razonar no lo hacía mal. Pero, me planteó un nuevo interrogante.
Admitida la realidad del hombre y del Misterio que es Amor, si existe el Mal ¿puede proceder del Bien? Porque, si ese Ser- (si yo soy "alguien", que es más que "algo") que es infinitamente más que yo; infinitamente más que el Océano a la gota - es Bueno y Omnipotente, una de dos: o no puede evitar que exista el mal (en cuyo caso no sería Omnipotente) o lo permite (en cuyo supuesto no sería Bueno). Este planteamiento es viejo, no es mío, sino de Epicuro-me advirtió.
Y dejando flotar sus interrogantes, a modo de colofón, cuestionó: ¿O tal vez tiene el Mal un sentido…?
Apurando -concluyó-. Si el mal existe es porque tiende a un bien superior. De no existir, no podría el hombre elegir en libertad entre ser y dejar de ser. Entre dejarse existir eternamente, aceptando la gratuidad, o desconectarse en la sombre de la muerte, en la "nada" absoluta. La pregunta del algodón. ¿Está usted seguro de disolverse en la nada? Y racionalmente ¿qué prueba la "nada", sino eso, nada?- insistió- Pues, como ha quedado dicho, se ha de razonar entre la sinrazón y la confianza. Y entre ambas, la realidad de la muerte. "To be or not to be" (ser o no ser). En esa estamos. ¿Que tiene dudas? ¡También yo! Pero- concluyó- hemos de aglutinar nuestras ideas, ordenarlas y tomar una dirección. Esa es nuestra libertad.
Antes de despedirme de mi elocuente pensador, una duda fugaz se cruzó por mi testa. Y es que, llegué a pensar que quizá estuviera insinuando que la vida pasa por dos trozos de maderos cruzados que señalan al infinito. La ligazón entre la inmanencia anclada a la tierra y la trascendencia que apunta al cielo.
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