"Eres lo que yo fui un día, soy lo que tú serás".
Todas las generaciones buscan su utopía, su paraíso en la Tierra. Diseñado e impulsado ideológicamente, este lugar imaginario sólo existe en las mentes. Para situarlo en el tiempo y el espacio se necesita de una revolución, un proceso que instaure las condiciones de posibilidad de ese proyecto. Pero esto no es fácil de conseguir, cada movimiento utópico-revolucionario se tiene que enfrentar tanto a sus enemigos externos -el status quo y los poderes fácticos- como a los procesos disolutivos internos que minan la fortaleza y la dirección del avance. La derrota acecha pero, como muy bien explicaba
Chirbes en "La larga marcha", las derrotas no se heredan genéticamente, cada generación tiene derecho a combatir la injusticia y a experimentar su propia derrota. Parte del aprendizaje vital de cada grupo generacional es aceptar el nudo de contradicciones que supone su tiempo ("cada época su afán, sus ilusiones, sus contradicciones") y cómo esa circunstancia acaba convirtiéndose en su destino.
Carlos, Demetrio, Rita, Narciso, Pedrito, Amalia... Los protagonistas de "
Los viejos amigos" en la madurez de sus vidas hacen un repaso de lo que no consiguieron ni individual ni colectivamente e intentan justificar el hecho de que ahora disfrutan de aquello contra lo que lucharon y les venció. Su pequeña revolución -formaban una célula comunista que luchaba contra la dictadura del General Franco- no pasó de ser una anécdota en los manuales de Historia Contemporánea Española y su grupo de anónimos herejes laicos tendrá que dejar el testigo de la lucha por la justicia a la siguiente generación, si es que lo necesitan. Pasaron, brillaron y desaparecieron. Se masajearon el alma con grandes palabras, "palabras para crecer, palabras para construir", y se envenenaron con la "droga de la finalidad" para al final acabar sólo viviendo, sin preocuparse por el qué y el cómo. Las emociones y la fuerza impulsiva de las ideas se gastan y el hombre no posee una reserva inagotable de ellas. Se enamoraron de ese "pozo de voluptuosidades tenebrosas llamado revolución" y ésta los convirtió no en perdedores sino en seres perdidos, no para su causa sino para la causa general de la vida.
Al final los que construyeron la Historia fueron los que se disciplinaron para adaptarse al ritmo que el conjunto de la sociedad marcaba. Quienes se casaron por la Iglesia, quienes compraron un piso a plazos, quienes madrugaban cada día para ir al trabajo. Los revolucionarios iniciaron un proceso sin continuidad que acabó sin saber de dónde venía ni a dónde quería llegar. La Historia tiene movimiento propio, "no se construye con inteligencias individuales sino con una inteligencia colectiva, hecha de multitud de torpezas, de mediocridades y que, precisamente, rechaza las inteligencias individuales, las expulsa a la cuneta en su avance".
Para algunos la revolución sólo fue un excitante, "un supremo alucinógeno". La borrachera de la acción. Para otros una privación, un sacrificio del yo en favor de lo colectivo de raíces cristianas, "justicia, igualdad, piedad, todo eso". Hubo incluso quienes vivieron la revolución como una "delicada operación estética", como una pura forma, una exigencia de la razón y la belleza. Ahora, cuando la revolución es sólo un recuerdo de juventud, lo único que les queda a los viejos camaradas es la "lucidez alucinada de la resaca", la evidencia de que sin una obra en marcha no hay posibilidad de futuro y la resignación al descubrir que, como ocurre en el teatro, la representación es toda la verdad que existe.