La vida tiene una meteorología propia, unos cambios de estación que afectan al cuerpo de forma inevitable. A sus casi 65 años, Paul Auster siente la llegada del invierno en su vida y se detiene a reflexionar, a explorar cada uno de sus acontecimientos íntimos de importancia en los rincones de su memoria, para plasmarlos en su "Diario de invierno".
Paul Auster mira a su alrededor: la nieve empieza a cubrirlo todo. La estación del frío llama a su puerta; él está en pie, dispuesto a enfrentarse al último ciclo, la fase final. Mira hacia atrás: tuvo una existencia afortunada, vivió en un buen momento y en un buen lugar, nunca tuvo que enfrentarse a guerras, epidemias ni catástrofes.
Auster traza una autobiografía a través de su cuerpo, de las sensaciones, del placer y del dolor. Recuerda accidentes sufridos, enfermedades, el divorcio de sus progenitores y la tremenda pérdida que supuso para él la muerte de su padre. Echa la vista atrás y relata cómo perdió la virginidad, su estancia en París, las casas donde residió, sus viajes. Entresaca experiencias con las personas que han jugado un papel fundamental en su vida, su mujer, su madre.
Habla de su inexplicable ataque de pánico, una señal que le envió su cuerpo, una demostración de fuerzas que dejaba claro que al cuerpo no se le puede gobernar. Quizás esta fue la primera vez que pensó en la vejez como algo próximo.
Ahora que empieza a sentir el frío en su cuerpo, mira hacia dentro y le gustaría poder borrar algunos errores cometidos, momentos en los que el escritor piensa que no estuvo a la altura de sus propias exigencias éticas. Mira hacia fuera y se pregunta de cuánto tiempo dispone para disfrutar de la madurez, uno de los mejores momentos de la vida cuando es bien entendida, madurez que es capaz de convertir a los hombres sensibles e inteligentes en sabios.