A medida que nos adentramos en el siglo XXI la
depresión presenta cada vez tasas más elevadas de incidencia. Se está convirtiendo en una verdadera pandemia psicológica. Las estadísticas son aterradoras. Sin duda alguna, los altos niveles de "polución socioafectiva" de nuestro mundo actual tienen que ver. El ritmo estresante de vida, la soledad endémica, el caos tecnológico, la ruptura de las estructuras familiares tradicionales que actuaban como colchón protector, el fracaso de los sistemas de creencias -religiosas, morales, políticas- que daban sentido y orientación a la vida... Todo esto, actuando conjuntamente, crea matrices sociales ansiógenas y depresógenas.
Afortunadamente se han desarrollado arsenales terapéuticos que consiguen contener, aunque a duras penas, los trastornos orgánicos y desórdenes afectivos que conlleva la depresión, pero por otra parte no hay ningún tipo de iniciativa global que ataque su prevención ni su ritmo de expansión. Si a esto le añadimos que la
depresión "no puede escindirse de la persona que la sufre", ya que interactúa con su personalidad, y que además "las depresiones son contextuales" y deben interpretarse dentro del ámbito en el que ocurren, el problema de su diagnóstico, tratamiento y pronóstico se vuelve extremadamente complicado. Tenemos, pues, una plaga descontrolada, alimentada además por prejuicios, falsos mitos e intereses de política sanitaria.
Los trastornos del estado de ánimo nunca son simples ni singulares; englobada dentro de éstos, la
depresión es uno de los más complejos. A veces la depresión tiene un claro componente hereditario y otras veces la sufre alguien sin ninguna vulnerabilidad genética. En algunos casos esta enfermedad puede prolongarse toda la vida y cronificarse y en otros remitir espontáneamente en poco tiempo. Puede tener un desencadenante socioafectivo externo o no tenerlo. Algunos depresivos proceden de entornos desestructurados y empobrecidos, otros vienen de la clase media o alta. La respuesta a la medicación antidepresiva en algunas ocasiones es favorable y en muchas otras los fármacos son una pérdida de tiempo con efectos secundarios. Ciertos pacientes deprimidos responden bien a la psicoterapia, al tratamiento electroconvulsivo, a la estimulación magnética transcraneal, a la terapia de insensibilización y reprocesamiento del movimiento ocular, mientras que otros no responden positivamente a ningún tipo de intervención. Muchos
depresivos llegan a convertirse en suicidas o en adictos a determinadas sustancias, aunque actualmente no se considera a estas dos conductas como síntomas de la depresión, sino que se trataría de problemas que coexisten con ella.
Por otra parte, existen grandes diferencias individuales en lo que respecta a los sistemas fisiológicos involucrados en este trastorno, sobre todo en el sistema noradrenérgico y serotoninérgico, así como también se barajan diversas causas de tipo médico: enfermedades endocrinas, traumatismos craneales, degeneración cerebral (Parkinson, Alzheimer...), problemas inflamatorios encefálicos, diabetes, ciertos cánceres, incluso problemas nutricionales como el déficit de ácido fólico o de vitamina D. La conclusión sería que "no hay dos personas que padezcan la misma
depresión, que cada depresión es única y, si bien todas presentan los mismos principios esenciales, manifiestan una complejidad imposible de reproducir".
"
El demonio de la depresión" no es un libro de autoayuda al uso, ni tampoco un tratado de psicopatología. Tampoco tiene "la pretensión de ofrecer un tratamiento a quienes padecen depresión". Tiene un doble objetivo: por una parte realizar una síntesis y poner un poco de orden en el caos informativo reinante usando para ello criterios puramente empíricos y por otra "alcanzar la empatía" a través de un extenso contenido testimonial en el que el propio
Andrew Solomon, "depresivo profesional", suma su experiencia a la de muchísimas personas con este trastorno cuyas opiniones y testimonios recabó el autor durante seis intensos años.
A pesar de los avances médicos experimentados en los últimos veinte años y la mejora de nuestra capacidad de ayudar a los deprimidos siguen existiendo importantes problemas:
- La estigmatización del deprimido hace que éste no busque ayuda porque incluso el tratamiento está también estigmatizado. Se desdeñan a veces las terapias conversacionales y se teme a las biológicas.
- Sólo un pequeño porcentaje de personas deprimidas que buscan ayuda reciben un tratamiento óptimo.
- La investigación, aunque abundante, es difusa y muchas veces no se traduce en intervenciones útiles.
- La financiación del tratamiento de las enfermedades mentales no corre pareja a la de las "enfermedades físicas", lo cual incrementa la sensación de que las enfermedades mentales son trastornos menores y no prioritarios.
- La naturaleza de la depresión impide su tratamiento, ya que las personas que la sufren no están capacitadas para cuidar de sí mismas, ni siquiera en los aspectos más básicos de su cotidianidad.
La
depresión -según
Solomon- es "una grieta en el amor", en esa estructura emocional que nos mantiene cerca de la vida. Es un dolor afectivo que se nos impone poniendo de relieve máximo nuestra soledad e insignificancia. Nos priva de la capacidad de dar o recibir afecto y nos transforma en huérfanos que habitan un páramo. Quizá el amor no baste para curar la depresión, pero sin él no hay terapia o tratamiento que nos pueda devolver nuestro ánimo dañado.