"Yo creo en lo que veo escrito. Hablando se dicen un montón de mentiras. Pero cuando uno las escribe, entonces es verdad".
Septiembre de 1960. Atardece en una pequeña isla mediterránea cerca de
Nápoles. El pequeño
Erri de Luca, descalzo sobre la tierra de un viñedo, saborea grano a grano un racimo de uvas recién recolectado. Ninguna plegaria puede otorgar más gracia que este sencillo y goloso gesto infantil. Cincuenta años más tarde este escritor napolitano se "arrima" lúcidamente a través de la escritura a su Yo de diez años, edad que según él "no tiene la multitud interior de la infancia ni el descubrimiento físico del cuerpo adolescente" pero que, sin embargo, le sirve de mirador para observar el fin de la
niñez, que acaba "cuando se añade el primer cero a los años".
A los diez años, gracias a los libros de su padre,
Erri de Luca aprendió a conocer a los adultos por dentro y vio que eran "niños deformados por un cuerpo voluminoso", que eran patéticos, previsibles y vulnerables, que decían palabras que no mantenían y que había mucha distancia entre sus frases y las cosas. A los diez años algo en él conectó el nervio entre el dolor de fuera y sus propias fibras y el "baluarte de los libros" ya no bastó para aislarle del exterior.
A los diez años percibió que nada era lo que parecía, que por todas partes "había un doble fondo y una sombra", que los adultos agigantaban el verbo amar y que eso servía para casarse o para matarse. Descubrió también que el odio, ese "contagio de nervios tensados hasta el punto de ruptura", añade vinagre a las lágrimas y que aceptar sin humillación la propia inferioridad clarifica la decisión sobre el futuro.
A los diez años experimentó con sorpresa que a veces una mujer avanza hacia ti y todo el mundo a su alrededor queda desenfocado y comprobó que las manos y los besos de ella curaban incluso más que las palabras de la madre o los libros. Si esa misma mujer te convence de la importancia de la justicia, esa palabra se convierte en el centro de tu conocimiento, en la base de tu futuro carácter revolucionario; pero una justicia que arranca de la misericordia por el ofendido y no del mecanismo social y jurídico de contrapesar los agravios por los daños sufridos.
A los sesenta años, después de haber consumido casi todas las variables de nuestro Yo sin haber encontrado la definitiva, uno vuelve los ojos hacia las playas de la
infancia, de las que fue expulsado por la violencia, la injusticia o incluso el amor ("esa parada breve entre dos aislamientos") y encuentra allí lo infinitamente suyo, el proyecto nunca realizado de lo que debía haber sido.
Rilke en sus "
Elegías de Duino" decía que el destino no es más que lo denso de la infancia. Todas las maravillas que fuiste capaz de ver y experimentar a los diez años y que a los sesenta te contentas con haberlas visto, o peor aún, con reducir su posibilidad a mero autoengaño, siguen existiendo, forman ese núcleo denso del que habla el poeta alemán y que continúa fertilizando aún tu presente y marcando tu destino.