La sombra indomable
Dayhanne José Ureña Peralta
Siempre que se cuenta una historia se habla de un viejo, de un niño o de sí, pero mi historia es distinta... pues no soy un hombre común. Me llamo Enriquillo, exactamente cacique Enriquillo. El tiempo ha tallado mi nombre en las piedras de una isla bañada por el mar Caribe, una isla que arde con la misma furia con la que arde la memoria.
Ciertamente, la historia del mundo se escribe con los nombres de reyes y conquistadores: Alejandro Magno, Julio César, Augusto o Napoleón. Pero también entran en las páginas de la historia quienes se rebelaron y se sacrificaron por su pueblo. Pero yo, nacido en la entraña de La Española, supe desde joven que hay nombres pequeños que resisten al olvido, no por las coronas que ciñen, sino por las cadenas que rompen, líderes como Viriato, héroe de la resistencia frente a la conquista romana en Hispania o Leonidas I de Esparta y su legendaria resistencia en las Termópilas con solo 300 guerreros.
Fui niño entre cantos y selvas, bajo el amparo de dioses que hablaban con voz de río y raíces. Pero también fui testigo de cómo el mundo se dividía en dos: la paz de los míos fue desgarrada por la ambición de hombres procedentes de otros cielos, otros mares y otras tierras, cubiertos de hierro y codicia. Nos llamaron salvajes, nos robaron la tierra, la lengua, el pan y la noche. No pudieron arrebatarnos el alma.
No elegí ser líder, pero la herida me hizo palabra y la injusticia, lanza. Reuní a los míos, hermanos de sangre y de sombras, y ascendimos a las montañas como quien asciende al corazón de la tierra. Allí, donde el silencio respira hondo y los árboles ocultan secretos, plantamos el refugio de los libres. La selva nos conocía como hijos, y en su abrazo tejimos la resistencia.
Éramos pocos. Pero conocíamos cada piedra como se conoce una cicatriz. La guerra no fue solo de armas, sino de paciencia, de astucia, de fe. Peleamos por el recuerdo de lo que fuimos y por el sueño de lo que aún podíamos ser. La muerte rondaba cada noche, pero no nos vencía: porque quien ha perdido todo, ya no teme al abismo.
Mi historia no tiene palacios ni monumentos. Pero cada arroyo que susurra en esta isla, cada anciano que recuerda, cada niño que pregunta, lleva un fragmento de mi nombre. Resistimos. Y resistir fue también vencer.
Cuando los invasores entendieron que su fuerza no podía doblegar nuestro espíritu, se sentaron a negociar. Recuperamos tierra, dignidad y palabra. No fue victoria plena, pero sí justicia parcial, que a veces es el único triunfo posible.
Hoy, desde la distancia que da la eternidad, no me enorgullece haber sido leyenda, sino haber sido fiel. Fiel a mi pueblo, a la libertad, a esa voz interior que me decía: "Vivir de rodillas no es vivir". Si algo he dejado en este mundo, es una lección sencilla: la historia también la escriben los que se niegan a ser borrados.

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