El Laberinto de los Ecos

Telmo Heraldo
El profesor Aureliano Funes, un hombre cuya memoria era, según sus propias palabras, "un espejo sin manchas y una biblioteca sin fin", se encontraba en el ocaso de su existencia. No en el ocaso vital, pues su espíritu se mantenía tan agudo como un diamante recién tallado, sino en el ocaso de una búsqueda que había consumido décadas de su vigilia: la localización de la Biblioteca Enigma.

Se decía que la Biblioteca Enigma no era un lugar físico, sino una confluencia de todos los pensamientos, de todas las palabras pronunciadas y las que nunca lo fueron. Una suerte de Aleph acústico, donde el eco de una oración olvidada en el Edén se entrelazaba con el murmullo de un algoritmo futurista. Funes, obsesionado por el orden y la clasificación, dedicó su vida a desentrañar los hilos invisibles que conectaban estos ecos.

Su apartamento en Buenos Aires, una Babel de libros apilados y mapas desplegados, era en sí mismo un micro-universo de esa biblioteca esquiva. Cada volumen parecía susurrarle fragmentos de la verdad, cada diagrama una clave para el siguiente enigma. Pasó años, décadas, construyendo un complejo sistema de correspondencias, un árbol genealógico de ideas que, esperaba, lo llevaría al corazón de la Enigma.

Una tarde de junio, mientras el sol se ponía sobre los tejados de la ciudad, tiñéndolos de un bermellón melancólico, Funes descubrió una pauta. No en los libros, no en los mapas, sino en el silencio. Un silencio que no era ausencia de sonido, sino la ausencia de eco. Había notado que ciertas combinaciones de palabras, pronunciadas en un orden específico y con una cadencia particular, se desvanecían sin dejar rastro sonoro. Era como si el universo mismo se negara a reverberar.

Con la meticulosidad de un entomólogo, Funes comenzó a experimentar. Recitó versos de Virgilio, ecuaciones de Einstein, aforismos de Heráclito. Y entonces, ocurrió. Al pronunciar una frase aparentemente inconexa —"El tiempo es un jardín de senderos que se bifurcan en un espejo"— el aire de la habitación se volvió denso. No hubo eco, no hubo reverberación. Solo una quietud que no era inercia, sino plenitud.

Funes cerró los ojos. No había luz, ni sonido, pero sí una percepción abrumadora. Cada pensamiento que había concebido, cada lectura que había asimilado, cada sueño que había soñado, se desplegó ante él, no como recuerdos individuales, sino como un vasto y simultáneo presente. Vio la Biblioteca Enigma. No era un edificio, ni un espacio. Era la misma urdimbre de su conciencia. Era él.

Comprendió entonces la naturaleza de su búsqueda. No había estado buscando un lugar, sino una comprensión. La Biblioteca Enigma no era algo que se encontraba, sino algo que se habitaba. Y su memoria prodigiosa, que antes le parecía una bendición y una carga, era en realidad el mapa, el catálogo y el contenido mismo de ese laberinto de ecos.

Cuando abrió los ojos, la habitación seguía igual. El sol se había puesto por completo, dejando la estancia en penumbra. Aureliano Funes sonrió. Había encontrado la Biblioteca Enigma, y en su hallazgo, se había encontrado a sí mismo en la infinita trama del universo. Y su último pensamiento, antes de que el silencio lo abrazara por completo, fue: "Cada lector es, en cierto modo, una Biblioteca Enigma en potencia."
Texto libre Trabalibros

PUBLICA Envía tus textos libres aquí
subir