La cosecha, aquel año, rebosaba verdor, frescura y exuberancia. Afloraba la fecundidad de la tierra en cada mata, derrochando vida y misterio. Era la recompensa generosa, que unos años se daba más y otros menos, al sudor y el trabajo.
Encaramado sobre un cerrillo, el labrador volvió a detenerse, se volvió a apoyar en la azada como solía hacer casi cada día y contempló, desde el otero, la tierra sembrada plena de vida.
Después de la faena, cuando empezaba a caer el día y regresaba a casa, era como un rito detenerse a mirar el verdor cubriendo los arados y sentir, a través de él, su propio crecimiento. Aquellos instantes desterraban por completo el cansancio, todo el esfuerzo valía la pena. Era ver la creación en proceso, el misterio de la vida desarrollarse delante de sus propios ojos. Sensaciones para no comentar con nadie, todos, absortos en el esfuerzo diario, los problemas, el cansancio y la urgencia por regresar a la calidez del hogar, pensarían que no era momento para detenerse en semejantes filosofías. Hay cosas de las que no se puede hablar porque es muy difícil expresarlas con exactitud, además hay demasiados asuntos urgentes e inmediatos que acaparan la atención. Éstas son cosas para pensarlas sólo uno mismo cuando se le precipitan encima del cerebro. Era en momentos como éste cuando el labrador sentía la necesidad imperiosa de tener un Dios con quien comunicarse y que lo justificara todo. Se convertía en una necesidad vital que Dios existiera. Pero bien sabía él que no había Dios. Lo necesitó tantas veces a lo largo de su vida, lo había llamado tanto y siempre se había quedado esperando, sin respuesta ni ayuda, que ya ni pasaba por su mente la idea de su existencia. Pero siempre, aunque no quisiera escucharlo, tenía dentro un vacío existencial imposible de llenar de ninguna forma. Se llegaba a cuestionar, incluso, si padecería algún tipo de trastorno psíquico.
El universo estaba solo, frío, inmenso y autosuficiente. Los científicos afirmaban que la figura de un dios no era necesaria para justificarlo todo. Sin embargo, él sí lo necesitaba. Ya tenía su cosecha, una estupenda familia, amigos, salud... Sin embargo él lo necesitaba. Pasaba y pasaba y pasaba el tiempo y esta necesidad no dejaba de aumentar. Le resultaba necesario, imprescindible justificar la vida, explicarla, tener alguien o algo que le diera sentido, a quién recurrir en las buenas y malas circunstancias. En el pueblo, cuando todos se emocionaban e incluso derramaban lágrimas ante imágenes celestiales, figuras de barro o de madera construidas por ellos mismos, procesiones y novenas, él no podía integrarse ni sentir la emoción que veía en sus caras. "Pobre gente" se decía "ellos también necesitan que haya Dios y, como no lo encuentran por ningún sitio, se lo inventan de esa forma, a semejanza de ellos mismos, porque desconocen de qué otra forma se le puede representar. A ellos les sirve y lo terminan creyendo y viviéndolo intensamente. Pobre de mí, ya quisiera yo hacer lo mismo, pero no puedo aunque con fuerza lo he intentado". "Yo necesito un Dios auténtico, tan superior que no puede representarse en ninguna imagen, el que hace posible que mis plantas crezcan, que yo esté vivo, que el sol salga y se ponga cada día. Es necesaria una causa para todo o, si no, una justificación y un sentido, no podemos existir sin más, por una serie de circunstancias encadenadas casualmente, una aberración tan grande no es posible".
Frente a él, más allá de su huerta, el sol se acercaba lentamente a la cima de los collados, dibujando un cielo púrpura y disputando espacio con las nubes para arrojar sus todavía potentes y luminosos rayos. "Todo esto no es posible, es una alucinación. Yo soy una alucinación. Si nadie nos ha hecho, no existimos. Me niego a existir si soy algo espontáneo e inconexo en la nada, producto de una cadena de casualidades".
-¡¡¡Dios!, por favor, existe!!! -La exclamación salió de sus labios sin control, como un estruendo. -¡¡¡Te ordeno que existas!!! – Aulló desesperadamente con toda la potencia de su voz en un grito, desde su cerrillo, empleando la energía completa que contenía su cuerpo. El eco, frente a él, la repitió letra por letra. "Te ordeno que existas, te ordeno que existas, te ordeno que existas". Las partículas de aquel sonido y de aquel sentimiento se conmovieron en el espacio, dislocadas por la fuerza irresistible de su deseo imperioso, de su exigencia y, como ningún fenómeno del universo está aislado porque forma parte del todo y lleva en sí la fuerza que origina todos los cambios, como los sucesos atómicos no son realidades completadas, sino tendencias a ocurrir cuando se encuentran determinadas partículas en puntos concretos del espacio tiempo, el efecto de su fuerza hizo que todo en el universo se sintiera trastocado. Una tendencia a ocurrir se concretó en el Supremo, en esencia que no se puede explicar ni razonar. El efecto creaba la causa. No podía existir tanta grandeza sin un creador y ésta creó a su creador. El imponente universo es tan tremendamente sensible, que la conmoción de una partícula puede transmutarlo todo y hacer imprescindible lo que, en un principio, era innecesario. Así el Creador se hizo preciso y empezó a nacer de la creación, de lo creado.