El carrusel del tiempo

Susana B. González
Siempre suelo sentarme en la mecedora cuando el sol languidece sobre el ventanal de mi cuarto y sus débiles rayos me invitan a cerrar mis ojos para dejarme llevar por la nostalgia. Momento sublime para una anciana nonagenaria, el poder sumergirse en su pasado sin necesidad de compartirlo con nadie.

Me reconforta mecerme en la silla, mientras mi mente dispone a su capricho las escenas que desfilan ante mis ojos. A veces se presentan como cuadros de un carrusel que no cejan de girar. Pero, en otras ocasiones, cuando la fragancia de los jazmines se filtra por los intersticios de las persianas, la glorieta de la plaza de mi pueblo comienza a despabilar el jardín dormido de mi memoria.

Recuerdo aquella misteriosa noche de Carnaval, de Carnaval tanguero, porque a pesar de la distancia que nos separaba de la Capital, la música ciudadana siempre formaba parte de nuestras quermeses y fiestas pueblerinas. Por esa fecha, la plaza se engalanaba con sus farolas resplandecientes, sus impecables bancos color esmeralda y sus senderos rojos bordeados de margaritas y alelíes.

En el centro, la glorieta, adornada con farolitos y serpentinas multicolores, despedía ese exquisito aroma a jazmines mientras las madreselvas trepadoras vestían sus columnas hasta rebosar su techo.

Los primeros acordes del bandoneón anunciaban el comienzo de una milonga y he aquí, donde en medio de tantas parejas, vi claramente la figura de Margot (como me bautizaron en aquel entonces), con sus veinte abriles cumplidos, destacarse entre la concurrencia.

Lucía una blusa de seda blanca con un pañuelo floreado rodeando su fino cuello, una pollera negra ceñía su provocativo cuerpo con un tajo audaz para dar soltura a sus movimientos. Las medias eran caladas y los tacones, finos para estilizar sus piernas.

Esa era yo, Margot, y, desde esta silla que mece, hoy, mis achacados huesos, veo como la pantalla de ese carrusel se ha detenido para que yo la contemple.

¡Pero… luz, cámara, acción prosigamos hacia aquel inesperado encuentro! Con su estampa recia de guapo del 900, un hombre se presentó ante mí para bailar esa primera pieza.

Recuerdo que me dijo su nombre: Roberto y, aunque apenas tuve tiempo de mirar su apariencia, sentí su estampa viril ceñirse contra mi cuerpo. Llevaba un pañuelo azul marino y una fragancia a pino silvestre. Se movía con una plasticidad que, hasta el momento no había conocido, y cuando intentaba, después de algún giro mirar su rostro, otra vez me enredaba en la calidez de su cuerpo. La música nos unía y las piernas nos entrelazaban, parecíamos dos corazones palpitando en una misma figura.

Cuando terminó la pieza, me sentí tan excitada que apena atiné a ver sus ojos verdosos, que, embriagados por una mezcla de satisfacción y erotismo, se reflejaban en los míos. Mi arrogancia y mi sexualidad, de pronto, se desvanecieron ante una timidez que desconocía.

¡Ay! ¿por qué me sentí rendida frente a tanta sensualidad desbordada? ¿Y por qué bajé mi rostro, en actitud avergonzada?

Finalmente, con los aplausos y los acordes de un nuevo tango, me di cuenta de que mi pareja ya no estaba. Roberto, el bailarín, había desaparecido de la pista, de la glorieta y de mi vida.

Tal vez se marchó en el último tren que dio vida a mi pueblo, ese último tren que nos dejó a ambos sin esperanzas y con las manos vacías cuando se iniciaron los años noventa.

Una suave brisa me acaricia ahora, en este instante y, aunque mis ojos permanecen cerrados, las imágenes de aquel hombre, de su virilidad, de mi plaza y de su gente fogonean en mi mente como fantasmas de un pasado que se niega a estar ausente.
Texto libre Trabalibros

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