Sombras de un sueño

Felipe Matilla
1
Tampoco había sido hoy un buen día para Antonio. A pesar de haber estado en el río durante largas horas, algo que, sin embargo, se podía permitir gracias a su juventud, en su morral llevaba tan pocas piezas que no garantizaban una buena cena.
A través de una tarde bañada en los tonos marrón y gris de noviembre, caminaba con paso lento por el camino que recorría a diario. Pasó delante de los dos adustos cipreses que, como fieles guardias, se erigen a la entrada del cementerio y levantó la cabeza aliviado; ya faltaba poco para llegar a Alcántara.
Una vez ante el portal de su casa, un modesto edificio de dos plantas, dejó su caña al lado y, deseando no encontrarse con nadie antes de llegar a su habitación, introdujo la llave en la cerradura. Entró y, al ver todo vacío, cerró la puerta con cuidado y fue hacia su cuarto. Tenía la costumbre, nada más llegar a casa, de pasar por la cocina a dejar en el frigorífico lo que hubiera pescado, pero hoy prefirió no hacerlo.
La habitación era pequeña pero, a juzgar por las pocas cosas que en ella había, parecía suficiente. La cama, un armario que casi llegaba hasta el techo, la mesita de noche y una silla, formaban todo el mobiliario. Sobre las paredes, varios carteles de viejas películas intentaban disimular, lo mejor que podían, zonas descascarilladas y ennegrecidas por la humedad.
Con calma, se quitó el chaleco vaquero y se dejó caer sobre la cama para quitarse las botas. Solo había cumplido con una, cuando se oyeron unos golpecitos en la puerta.
—¡Antonio! —sonó una voz de mujer al otro lado.
Haciendo un gesto de fastidio, y dejando la otra bota para más tarde, se levantó. Al abrir la puerta, ante él apareció una señora rechoncha que llevaba un vestido de color negro. Mostraba un semblante serio aunque, haciendo un pequeño esfuerzo por ver más allá, se adivinaba a alguien de carácter afable.
—¡Ah, doña Raquel! —dijo el joven haciéndose a un lado—. Pase, pase.
La mujer no era baja, pero cuando se puso frente a él tuvo que levantar la cabeza para poder mirarlo a los ojos.
—Antonio —dijo—. Ya me debes cuatro meses, y esto no puede seguir así. O me pagas o te vas.
—En este momento no puedo pagarle, doña Raquel, pero espero pagarle a final de mes.
—¡A final de mes! —exclamó ella gesticulando con las manos—. ¡Ya he oído eso otras veces y de poco me ha…
—Esta vez sí que podré pagarle a final de mes —la interrumpió—. Deme ese tiempo, por favor.
—¡Por favor! ¡Por favor! ¿Te parecen pocos los favores que te he hecho y de poco me ha valido?
—Le agradezco mucho la paciencia que ha tenido conmigo, doña Raquel. —Antonio juntó las palmas de las manos delante del pecho—. Deme tiempo hasta final de mes. Le juro que le pagaré.
La casera lo observó unos instantes indecisa y, luego, meneó la cabeza de un lado a otro.
—Escucha, hijo —comenzó a decir con firmeza—. ¡Te doy tiempo hasta final de mes y, solo, hasta final de mes! ¡Si no me pagas, te denuncio!
La enlutada mujer se dio la vuelta y salió por la puerta.
Sin acordarse ya de la bota que le faltaba por quitarse, el joven se sentó sobre la cama y se llevó una mano a la barbilla. Cuando, dos años antes, alquiló la habitación, su situación económica era mejor al disponer de lo poco que su padre le había dejado antes de morir. Hasta entonces, había vivido con él en la casa de la familia que, al mismo tiempo, los había empleado en las tareas del campo.
Se puso en pie de nuevo y fue hacia el armario que tenía enfrente. Abrió un cajón en el que, en uno de sus lados, había una pila de revistas de cine. Buscó con la mano bajo la primera de ellas y extrajo un sobre en el que, en tosca caligrafía de bolígrafo, podía leerse: «Dinero para la bicicleta». Metió los dedos dentro del sobre y asomaron seis o siete billetes de mil pesetas. Los ponderó durante unos instantes y, luego, dejó el sobre en el lugar de donde lo había sacado.

2
Los domingos Antonio no iba al río. No había nada ni nadie que se lo impidiera, pero le gustaba tomarse el día de asueto, como hacían casi todos los vecinos de Alcántara.
A menudo, se entretenía recordando aquellas mañanas de fiesta en las que salía con su padre. Daban un paseo hablando de cosas sencillas hasta que terminaban en algún bar en el que disfrutaban de un vaso de vino y unas sabrosas tapas de callos y mejillones. Se acordaba de su padre y de su madre con frecuencia pero, sobre todo, los domingos que, en ausencia de peces, era el día de la semana que se sentía más solo.
Algunos domingos iba al cine y, si por él fuera, lo haría con mayor frecuencia, ya que le encantaba sumergirse en las historias de esos personajes desconocidos, y ver que, por mal que lo pasaran, casi siempre acababan logrando lo que se proponían.
Esta mañana, aunque había tomado la determinación de no sacar una entrada, también se acercó por allí a ver qué película echaban. Miró absorto la cartelera durante unos minutos y, luego, dándose la vuelta cabizbajo, se alejó de allí.
Con paso lento y las manos en los bolsillos de su pantalón, cruzó la plaza Mayor, la que, al ser la hora de misa, estaba casi vacía. Llegó hasta el parque que más le gustaba y se sentó en un banco de madera junto a un castaño.
Al principio creyó que estaba solo en el lugar pero, luego, pudo ver, sentados en otro banco algo alejado, a un chico y una chica más o menos de su edad. Estaban muy próximos mirándose a los ojos, y él le pasó una mano con suavidad por su oscuro cabello. Luego, acercándose más, le dio un beso. Antonio bajó la cabeza. A menudo, sin ni siquiera darse cuenta, su vista era atraída por imágenes como esta. Otras veces era la de alguna persona mayor según caminaba con la espalda encorvada y la cara arrugada lo que llamaba su atención y, luego, solía bajar la cabeza y se quedaba ensimismado, ausente.
Dos años atrás, acostumbraba ir de pesca o al cine con un par de amigos, pero uno de ellos se echó novia y, a partir de entonces, parecía no disponer de tiempo para él.
El otro había corrido peor suerte. Una tarde de agosto en la que estaban los tres en el río, se lanzó al agua desde un peñasco demasiado alto y dio con la cabeza contra el fondo quedando muerto en el acto.
Antonio lo quería tanto y lo pasó tan mal que, durante un tiempo, huyó de cualquier contacto interpersonal que reclamara de él una implicación más allá de lo superficial.
A medida que el tiempo fue cicatrizando su herida, sintió la necesidad de volver a encontrar compañía, pero la cosa no acababa fructificando pues, a él le gustaba, además del cine, leer libros y cosas por el estilo, mientras los demás preferían ir a cualquier fiesta de la que tenían conocimiento o al bar a ver partidos de fútbol.
Estaba convencido de que su mayor necesidad consistía en tener un trabajo ya que, además de seguridad económica, le proporcionaría contacto social. No había dejado de mirar por todos lados y, algunas mañanas, incluso, se despertaba vestido y con el periódico a un lado abierto por la página de ofertas de empleo.
No había podido estudiar mucho pues, estando en el quinto curso de primaria, sus padres se habían visto obligados a ponerlo a trabajar con ellos en las tareas del campo. De esta forma, había aprendido a realizar diversas labores, como arreglar las averías que solían tener los tractores o bicicletas.
Cuando salió del parque seguía sumido en sus pensamientos y, con paso indeciso, llegó al puente metálico por el que pasa el tren que conecta Alcántara con la ciudad vecina.
Siendo niño, al salir de la escuela, se acercaba hasta allí con algunos compañeros y hacían apuestas para ver quién se atrevía a saltar de una acera a la otra por encima de los huecos que hay a ambos lados de la vía dejando ver la corriente del río.
Ahora, desde hacía un tiempo y aunque le supusiera tener que dar un rodeo para volver a casa, le atraía volver a subirse allí.
Cruzaba el puente pero, un poco antes de llegar a su final, se detenía justo encima de donde hay un molino en ruinas y, apoyando los brazos sobre la frágil barandilla, se quedaba contemplando los remolinos que formaba el agua tras pasar por sus estrechos canales de piedra.
En esta ocasión, sin embargo, se quedó allí más tiempo del habitual antes de incorporarse para volver a casa de doña Raquel.

3
Había sido una tarde de mucho viento a la orilla del río pero, o quizá por ello, los peces se habían animado a buscar alimento, y el morral de Antonio venía menos vacío que otros días. Se sentía cansado, por lo que, a pesar de existir tan solo en su fértil imaginación, echó de menos la bicicleta.
Los cipreses del cementerio se mecían blandamente de un lado al otro, como bailando al ritmo que marcaban los enérgicos soplidos del viento. Suspiró aliviado y volvió a refugiarse en la reconfortante imagen de truchas con setas que le esperaban para cenar.
Creyó distinguir algo que se movía un trecho ante él y prestó atención. Parpadeó en el intento de obtener de sus ojos un mejor rendimiento en medio de unas condiciones lumínicas tan desfavorables, pero ahora no vio nada.
Continuó caminando y, al poco, la mancha negra moviente apareció de nuevo. Se encontraba a unos veinte metros, al lado izquierdo del camino. Según se fue acercando, pudo distinguir que era una persona. Daba unos pasos hacia adelante, se paraba para mirar hacia atrás y, luego, continuaba.
Al aproximarse, Antonio se dio cuenta de que se trataba de una chica. Su figura, alta y delgada, estaba ceñida por un atuendo de color negro que le llegaba casi hasta los pies.
—Disculpa —dijo la chica dirigiéndose a él—. ¿Me puedes decir por dónde se va a Alcántara?
Antonio, algo sorprendido, la contempló unos instantes sin decir nada. Era muy joven, con unos rasgos faciales delicados y bien formados. Su cabello, de color rubio claro, le caía sobre la espalda como una cascada.
—¿Alcántara? —repitió él como un eco—. Sí, siguiendo por este camino.
—¿Está lejos todavía?
—¡No! ¡Qué va! Está ahí ya. Vamos si quieres. Yo también voy hacia allí.
—Gracias.
Pasaron unos segundos sin que ninguno de los dos dijera algo.
—¿Tienes familia en Alcántara? —preguntó entonces Antonio.
La chica se recogió con una mano el cabello, que el viento le estaba alborotando.
—Una tía —dijo—. Viví con ella un tiempo, pero luego tuve que irme. ¿Y tú? ¿Eres de Alcántara?
—No, pero he vivido en este lugar la mayor parte de mi vida.
—¿Eres pescador?
Antonio se había preguntado esto mismo muchas veces y tardó un poco en contestar.
—Bueno, digamos que sí. Mientras encuentro algo mejor…
—¿Y vas al río todos los días?
—Sí, casi todos. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
—Estudio Derecho. Estoy en el primer año. —Y su cabello pareció iniciar una violenta danza con el viento.
Cuando entraron en la villa, las farolas acababan de encenderse produciendo un efecto irreal al mezclarse con el último fulgor del día.
—Bueno, ya estamos en Alcántara. —Antonio se paró y levantó un brazo¬—. Yo voy por aquí.
—¡Ah! —Ella se detuvo también—. Pues, muchas gracias por tu ayuda. Por cierto, me llamo Luisa.
—Yo Antonio. Encantado.
Según se alejaba, el joven volvió la cabeza para mirarla. La chica se alejaba con porte erguido, pero sin levantar la vista de los baldosines que brillaban en el suelo de la calle.

4
La veleta de vivos colores se mecía como aburrida, indolente, sobre la superficie del agua. Sentado en su tronco de madera, Antonio no mostraría una imagen de mayor diversión si no fuera porque, siempre que iba al río, llevaba consigo algo para leer. Era algo que le gustaba hacer en lugares y momentos distintos, pero le suponía un gran consuelo cuando estaba junto a la caña y los peces no andaban animados.
—¡Hola! —sonó una voz a sus espaldas y se dio la vuelta sorprendido.
Allí estaba la chica.
—¡Hola! —Se puso en pie.
—Espero no haberte asustado —continuó la joven yendo hacia él—. Así que ¿aquí es a donde vienes a pescar?
—Sí. Ahí tengo la caña, y aquí es donde me siento.
La joven paseó la mirada por el entorno y, luego, se sentó sobre el tronco. Antonio se puso a su lado.
—Es un sitio muy bonito este —dijo la chica. Los rayos de sol del atardecer se filtraban a través de sus cabellos dando a su rostro un matiz cálido y dorado—. ¿Te gusta mucho pescar?
—Sí. Sí me gusta, aunque lo hago por necesidad.
La chica hizo una mueca que añadió aún más tristeza a su rostro.
—Sin trabajo, sin familia… Ha debido ser duro —dijo.
Antonio la miró con curiosidad.
—¿Cómo sabes que no tengo familia?
—No sé… Tú me lo habrás dicho.
Estaba casi seguro de no haber hablado de eso, pero bajó la cabeza sin darle mayor importancia.
—La verdad es que echo mucho de menos a mis padres —comenzó a decir—. Mi madre murió cuando yo nací, y no puedo recordar nada de ella, pero mi padre…
—¿Cuánto hace que murió tu padre?
—Hará dos años, pronto. —Hizo una pausa—. Cuando murió, creí que el mundo se acababa para mí. Él fue quien me enseñó a pescar. A veces —sonrió—, cuando estoy aquí sentado, tengo la impresión de que él está a mi lado.
—Debe ser una impresión muy agradable.
—Sí que lo es, aunque solo dura unos momentos y luego todo vuelve a ser como antes.
Antonio bajó la cabeza y vio que la chica sostenía un libro entre las manos.
—¿Te gusta leer? —preguntó.
—Sí, mucho. Este es un libro de poemas. —Lo levantó para que pudiera verlo mejor.
Sobre la portada, de color azul oscuro. había un grabado en oro con la imagen de unas golondrinas alzándose al vuelo y, en letras también doradas, se podía leer su título y su autor: «Rimas y leyendas». Gustavo Adolfo Bécquer.
—Poemas —dijo el joven—. Me gusta leer, pero poesía …
—¿Quieres que te lea una?
—¡Bueno!
La joven tomó el extremo del marcalibros y lo abrió.
—¡Mira! —dijo—. A ver qué te parece este, y comenzó a leer en voz alta:
«Al brillar un relámpago nacemos
y aún dura su fulgor cuando morimos;
¡tan corto es el vivir!
La Gloria y el Amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos.
¡despertar es morir!».
Hubo un silencio en el que solo se pudo oír el libro al cerrarse.
—¿Te ha gustado?
—Sí, mucho. —Antonio se había quedado pensativo—. La gloria y el amor tras que corremos…
—Sombras de un sueño son que perseguimos —continuó ella.
—Despertar es morir. —Terminó Antonio, y se quedó observando con atención la estela que esas palabras dejaban tras de sí.
En eso, se escuchó un ligero sonido y, entrenado para responder a él, el joven salió de su ensimismamiento.
—¡El cascabel! —exclamó dando un brinco y echando a correr hacia la caña.
Tiró de ella, pero al otro extremo del sedal solo apareció el anzuelo.
—Se ha escapado —dijo cuando la chica llegó junto a él—. Bueno, vámonos.
Esta tarde, a pesar de no disponer todavía de la bicicleta, el trayecto de vuelta a Alcántara se le estaba haciendo más corto al joven pescador. Venía conversando con la chica de forma animada, cuando la vio pasarse una mano por encima.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
—Un poco.
—Espera. —El joven se detuvo, dejó la caña y el morral sobre el suelo y comenzó a quitarse la cazadora—. Ponte esto.
—No, no. No te preocupes.
—Que sí. ¿Cómo que no? —Se la puso sobre los hombros y, al levantar la mirada se encontró con la de ella, pero la joven volvió la cabeza al frente y comenzó a caminar. Antonio recogió sus aperos del suelo y se reunió con ella.
Al entrar en Alcántara caminaron por unas calles cubiertas de adoquines húmedos que brillaban bajo la luz de las farolas hasta que se detuvieron junto a un portal.
—¿Es aquí donde vive tu tía? —preguntó Antonio.
—Sí.
—Mañana volveré al río. Si quieres venir…
—No sé si podré. ¡Ah, tu cazadora! —Fue a quitársela.
—No, no. —El joven la detuvo con una mano—. Me la devuelves cuando nos volvamos a ver.
Luisa bajó la cabeza.
—No sé cuándo volveremos a vernos.
—Me gustaría que fuese mañana.
La chica lo miró a los ojos y, alzando una mano, se la puso en la mejilla.
—Cuídate mucho —dijo.
Antonio hubiera deseado que la mano se quedara ahí más tiempo, pero fue percibir su suave caricia y, casi al mismo tiempo, ver cómo la joven la recogía, se daba la vuelta con la cabeza inclinada hacia adelante y desaparecía al otro lado del portal.

5
La caña de pescar, como casi todos los días, llevaba clavada junto al río no pocas horas. Antonio, sin embargo, apenas se había acordado de echar algún vistazo al corcho. En algún momento, incluso, le había parecido oír el sonido proveniente del pequeño cascabel que, con alegre tintineo, le anunciaba una captura, pero no se había levantado del tronco de madera para asegurarse. Se había puesto a hojear un libro que tenía a medias, pero estaba más tiempo volviendo la cabeza hacia atrás que leyendo y lo dejó pronto. Ahora, y aunque era mucho antes de lo acostumbrado, cogió su morral y sacó el bocadillo. Cuando había comido la mitad echó un vistazo a su reloj. Hacía dos horas que, el día anterior, la chica había aparecido tras él. Tiró al río lo que le quedaba por comer y fue a recoger la caña.
Cuando entró en Alcántara confió en poder recordar las calles que había recorrido con la joven el día anterior y, poco después, estaba frente al portal. Aún con la caña de pescar en una mano y el morral colgado del hombro, subió las escaleras y llamó al timbre de la primera puerta que vio. Ante él apareció una mujer de mediana edad que vestía una bata de color azul chillón.
—Perdone —dijo Antonio algo nervioso—. ¿Sa… sabe en qué planta vive una chica llamada Luisa? Bueno, no vive aquí, está, está con su tía.
—¿Luisa? —La mujer hizo un gesto de extrañeza.
—Sí. No sé cómo se apellida. Es rubia, de unos diecinueve años, muy guapa.
—¿Y cómo se llama su tía?
Antonio se rascó la cabeza con un dedo.
—No lo sé… Solo sé que está pasando unos días con ella.
La mujer se llevó una mano al mentón, del que salían algunos pelos tan tiesos como escarpias.
—No. No sé quién puede ser —dijo—. Conozco desde hace mucho tiempo a todos los que vivimos aquí y no…
—Pues ya le digo, es joven, rubia… —insistió Antonio.
—No, no. No la conozco. —La mujer comenzó a retirarse, pero Antonio se quedó allí mirando para ella sin poder creer que fuera a desaparecer al otro lado de la puerta sin decirle lo más mínimo sobre Luisa.
Sí, la pesada lámina de madera se cerró ante su cara con un ruido sordo. Se dio la vuelta despacio y comenzó a subir los escalones que llevaban al piso de arriba. En eso, se oyó un chasquido a sus espaldas y se detuvo.
—¡Eh, chico! —La mujer había vuelto a salir—. Espera un momento.
Antonio bajó y se acercó.
—Estoy recordando a una chica llamada Luisa que vivió aquí hace un tiempo —continuó la de la bata azul chillón—. Era muy guapa, pero esa chica murió hace unos años.
La boca de Antonio se abrió, pero de ella no surgió sonido alguno.
—Si no recuerdo mal —continuó ella—, su novio la había «dejao» y cayó con una depresión de caballo. A mí me parece que esa pobre chica se murió de pena y de tristeza.
De la boca del joven continuaba sin salir ningún sonido.
—Desde que le pasó aquello casi no salía de casa —continuó la mujer—, y cuando salía se le veía siempre sola por ahí por las calles. Pobre chica…
—Pero…—comenzó a decir Antonio al fin—. Esa tiene que ser otra Luisa.
—Eso ya no lo sé, hijo.
—Esa chica que dice ¿era joven, alta, delgada…?
—Sí, sí. Era una chica muy espigada, con un pelo rubio clarito. Muy guapa. Estaba estudiando eso de los abogados… —Su mano fue, otra vez, a hacer compañía a los pelos del mentón—. Derecho, pero con aquello de la depresión creo que acabó dejándolo.
Antonio meneó la cabeza de arriba a abajo sin proferir una palabra. Cuando, al fin, fue a decir algo, se dio cuenta de que era demasiado tarde, que la señora había vuelto a meterse en su casa.
Pensativo, se dio la vuelta y bajó las escaleras hasta el portal con la sensación de que, ahora, su morral y los bolsillos de su pantalón se habían cargado con pesadas piedras.
Antonio había llegado muy cansado a su habitación y, tras dejar los aperos de pesca en el lugar acostumbrado, se había metido en la cama sin pasar por la cocina y sin siquiera desvestirse. Doña Raquel había llamado a su puerta para decirle que era la hora de cenar, pero él ni siquiera había contestado.
Ahora, cuando el reloj despertador de su mesilla marcaba las cinco y diez minutos de la madrugada, el joven permanecía en su cama mirando al techo, sobre cuya amarillenta pintura llevaban tiempo desfilando, sin cesar y sin orden alguno, cada una de las imágenes y cada una de las palabras que su cerebro había registrado durante el breve tiempo en que había interactuado con la joven.

6
La puerta de madera se abrió de par en par y Antonio entró. Enseguida, oyó un cuchicheo proveniente de algún lugar que no pudo identificar. Eran unas voces sordas que se repetían de forma monótona. No sabía lo que podían significar pero, de forma instintiva, su cuerpo reaccionó con desazón.
La persona que le había abierto la puerta levantó un brazo indicándole que pasara a un cuarto. Antonio creía saber quién era y volvió la cabeza para asegurarse, pero una sombra cubría su rostro y solo pudo entrever que se trataba de una mujer vestida de negro en su totalidad.
Cuando entró en el lugar indicado, se vio inmerso en una densa oscuridad en la que flotaba, ahora con mayor presencia, el monótono cuchicheo. Se dio la vuelta queriendo escapar de allí, pero la mujer cuya cara continuaba siendo una incógnita entró también, cerró la puerta y se quedó junto a ella.
El corazón y la respiración del joven comenzaron a acelerarse y, sin saber qué hacer, se giró hacia el lado de donde provenían lo que ya había identificado como rezos, plegarias.
Poco a poco, las retinas de sus ojos se fueron acostumbrando a la escasez de luz, y sobre ellas comenzaron a formarse unas sombras alargadas sobre un fondo más claro que, al final, se revelaron como tres mujeres ataviadas con ropas, también, de color negro. Dos de ellas, muy juntas, rezaban con la cabeza baja. La otra, con rostro desfigurado y los ojos húmedos, rezaba también, pero se mantenía mirando al frente con la vista fija en algún lugar. De forma involuntaria, Antonio giró la cabeza para mirar en esa misma dirección y lo primero que vio fueron varios puntos lumínicos. Era un conjunto de velas que, sobre una mesilla, se consumían sin ninguna prisa y, al lado, con las sábanas teñidas por el cálido matiz que de ellas emanaba, había una cama. Era grande, de matrimonio y, sobre ella, un bulto alargado de color oscuro la dividía en dos. Antonio, empujado por una curiosidad que desde hacía un minuto se había apoderado de él, se fue acercando. Cuando fue capaz de distinguir que esa forma oscura correspondía al cuerpo de una mujer, su curiosidad había devenido en ansiedad. Esa figura esbelta, ceñida por el atuendo de color negro… Ese cabello que parecía trenzado con jóvenes espigas de trigo… Ese semblante cuya serenidad solo podría ser alcanzada cuando la vida se ha ausentado… El joven de detuvo junto a la cabecera de la cama. Sí, era Luisa. Sus ojos estaban cerrados y su pecho inerte, sin el movimiento del aire entrando y saliendo de sus pulmones. Tenía las manos descansando, lánguidas, sobre el vientre y, entre ellas, un libro con la portada en azul y oro.
Antonio, como en busca de algún indicio que pudiera verter algo de luz sobre la profunda confusión en la que se encontraba, volvió la cabeza hacia la mujer que se había quedado junto a la puerta, pero esta se limitó a observarlo con total indiferencia.
Bajó la cabeza hacia la chica otra vez. Ese semblante sin expresión, esa serenidad que solo podría alcanzarse cuando la vida se ha ausentado…
—¡Luisa! —exclamó poniendo una rodilla sobre la cama—. ¡¡Luisa!!
La tomó por los hombros y la zarandeó.
—¿¡Qué te pasa!? ¡¡Despierta!!
La cabeza de la joven colgaba a un lado y a otro como la de un muñeco.
—¡¡Déjela ya!! —exclamó la mujer enlutada que estaba junto a la puerta y se había acercado. De su boca, grande y desdentada, surgía una voz atronadora.
—¿¡Qué ha pasado!? —gritó Antonio volviéndose hacia ella—. ¿¡Qué es lo que ha pasado!?
—Ha muerto —dijo la extraña voz a través de una boca que parecía cada vez más grande—. Lleva así varios años.
—¡No puede ser! —Antonio se puso en pie.
—¡¡Lleva así varios años!! —repitió la boca.
—¡No puede ser! —Antonio se llevó las manos a la cabeza—. ¡¡No puede ser!!
Los ojos del joven se abrieron de repente y su cuerpo salió impulsado hacia arriba hasta quedar sentado sobre la cama. Tenía la cara empapada de sudor y, su pecho, agitado, cogía y expulsaba aire con rapidez. Miró a su alrededor y, al reconocer sus muebles, sus carteles de cine y su propia cama, exhaló profundamente. Ahora estaba despierto, pero las sensaciones y emociones recién experimentadas, como espectros renuentes a cambiar de dimensión, permanecían resonando de forma efervescente en su interior. Se tiró de la cama, se enfundó el pantalón en un santiamén, cogió una camisa y se la fue poniendo según se dirigía hacia la puerta de la calle.

7
El lejano kikiriki de un gallo pareció celebrar la tenue luz que comenzaba a disolver el manto negro del cielo.
Antonio se subió el cuello de la camisa para protegerse del viento frío y miró a lo lejos, hacia el lugar donde dos adustos guardas con uniforme de color verde custodian el descanso de los difuntos. Metió las manos en los bolsillos, hundió la cabeza entre los hombros y, sin saber con qué fin, comenzó a dar pasos hacia allí.
Sin caña de pescar ni morral que, en esta ocasión, dificultaran sus movimientos, caminó a buen paso por el lugar que recorría casi a diario para ir al río y, pronto, pudo distinguir, un trecho ante él, los dos cipreses que comenzaban a perfilarse sobre un fondo más claro.
Tenía que ir allí. Una fuerza interior lo impulsaba a acercarse a ese lugar, a penetrar en él.
Cuando llegó junto al cementerio, la luz del sol naciente comenzaba a teñir la tapia enyesada que lo circundaba con un matiz sanguinolento.
Fue hacia la puerta de barrotes de hierro y, no sin esfuerzo, corrió el cerrojo, lo que elevó hacia el cielo un chirrido tan estridente que hasta unos cuervos que por allí pasaban graznaron asustados.
A Antonio no le gustaba nada estar en este lugar. Al contrario de lo que solía ocurrir en las películas que veía, el estar aquí siempre le hacía recordar la brevedad de la vida y su inevitable desenlace final.
Entró en la primera calle bordeada de sepulturas y, en el intento de abarcar con su vista lo máximo posible, giraba la cabeza a uno y otro lado sin disminuir el ritmo de sus pasos. Continuó así a lo largo de varias calles, cuando comenzó a preguntarse la razón por la que lo estaba haciendo. El hecho de no disponer de un motivo que lo justificara, la ausencia de una respuesta que satisficiera su natural necesidad de lógica, hizo que se viese a sí mismo como un estúpido.
Redujo la frecuencia de sus pasos y, al poco, se encontró en la zona de los nichos. Fue pasando por delante de ellos y, al llegar al último, se detuvo. Leyó el nombre en la placa y observó un retrato amarillento que estaba sobre ella. En eso, algo que brillaba a un lado llamó su atención y giró la cabeza. Allí había unos ojos, unos ojos abiertos como platos, que lo estaban mirando. Su corazón comenzaba a latir más deprisa, cuando se dio cuenta de que eran los suyos propios reflejándose en el marco dorado que rodeaba al nicho. «¿Qué estoy haciendo aquí?» pensó cuando el susto se le fue pasando. Se dio la vuelta, metió las manos en los bolsillos y se dirigió, ahora con más calma, hacia el pasillo central.
El inmenso caudal de energía que lo había invadido desde el momento en que emergió de las brumas del sueño, que lo había impulsado hacia este lugar como succionado por un gigantesco imán, se había ido aminorando. A medida que fueron pasando los minutos, se había ido convenciendo a sí mismo de que era un error, que estaba siendo presa de un impulso originado por una pesadilla, horrible como pocas había vivido pero, al fin y al cabo, una pesadilla.
Ya podía ver la puerta de salida a pocos metros de él y, en ese momento, se detuvo. Creyó haber visto algo a su derecha. Sin darse la vuelta, retrocedió sobre sus pasos y miró en esa dirección. En la calle de al lado, sobre una lápida, había algo que contrastaba con las cosas que suele haber en un lugar como este y, sin apartar la vista ni un momento, avanzó hacia allí entre las sepulturas. El objeto, de color gris, le resultaba familiar. Llegó junto a él, lo cogió de encima de la lápida y lo examinó entre sus manos. Sí, era su cazadora. ¿Qué hacía allí? En la cabecera de la tumba había una placa con una inscripción cuyas letras comenzaban a cambiar de color. El joven se acercó y la leyó:


LUISA ÁLVAREZ
1948-1966.
D.E.P.

Algo más arriba había una foto en la que, una chica, con su cabello rubio colgándole en cascada sobre la espalda, lo miraba con expresión lánguida desde su marco ovalado.
—¡Luisa! —El cuerpo de Antonio, rechazando de forma involuntaria lo que se acababa de revelar ante él, se fue hacia atrás. Volvió a mirar la imagen en busca de mayor certeza y, luego, se dejó caer hacia adelante apoyando las manos sobre la fría losa de granito.
Permaneció así un rato, incapaz de encontrar un hilo del que tirar en el intento de poner un poco de orden a su confusión. Fue capaz de recordar el momento en el que, viniendo ambos del río aquella tarde, se había quitado la cazadora y la había puesto sobre sus hombros. Recordó, también, sus propias palabras cuando ella, junto al portal, se la quiso quitar para dársela: «Me la devuelves cuando nos volvamos a ver» le había dicho empujado por el deseo de que esto no tardara en ocurrir y, en ese momento, en su boca afloró una sonrisa irónica. De alguna manera, en ese instante se estaban mirando a través de la losa que los separaba, y allí estaba, de vuelta, su cazadora.
—¿Por qué? —La voz de Antonio sonó con inusual gravedad y, en el silencio que la siguió, por toda respuesta, solo se oyó el trinar de los pájaros y el susurro del viento entre los cipreses.
Se quedó un rato más así, inclinado sobre la lápida, como queriendo conceder más tiempo a la posibilidad de que, por algún lado, surgiera algo parecido a una respuesta. Sin embargo, como tal cosa no ocurrió, llevó una mano hacia la cazadora, que tenía al lado y, de forma desganada, se incorporó. Fue hacia los pies de la sepultura y miró al frente, como suplicando aún recibir una explicación, pero la mirada de la chica, desde el marco ovalado del otro extremo de la tumba, solo le transmitió una sensación de tristeza.
En su fuero interno, Antonio sentía la necesidad de otorgar algún sentido a lo que había ocurrido. Además, no estaba conforme, ni mucho menos, con la manera en que habían vuelto a verse. Puso la cazadora sobre la lápida, se santiguó y se alejó.

8
Bajo la luz suave del sol de noviembre, Antonio, como un pescador cuya fe en poder atrapar algún pez es tan escasa que ni siquiera se molestaba en llevar caña, caminaba en dirección al río.
Cuando salió del cementerio estuvo dudando qué dirección tomar, si volver a casa o quedarse allí, en la morada de la muerte, a la espera de que su siniestra casera hiciese acto de presencia con buena parte de su trabajo ya hecho. Al final, con la mirada perdida en el suelo y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se limitó a permitir que sus piernas continuaran moviéndose y lo llevaran al lugar que mejor les pareciese. Cuando llegó a la orilla del río, aunque parecían dispuestas a llevarlo mucho más lejos, se detuvieron.
La ingente masa de agua transcurría lenta y mansa, ajena a cualquier problema.
Algunas veces, mientras esperaba pacientemente a que se produjera algún movimiento en la veleta, el joven se había preguntado acerca de la profundidad que el río podría tener en ese punto, pero, en esta ocasión, por primera vez, se puso a hacer cálculos. A solo dos pasos ante él, la falta de transparencia del agua denotaba ya cierta profundidad. Un paso río adentro más, una persona de 1,78 centímetros de altura, la que él tenía, podría permanecer en pie con la superficie del agua por encima de su cabeza.
En ese momento, se dio cuenta de lo que estaba pensando y, obedeciendo a una especie de llamada interna, se volvió hacia un lado. Al hacerlo, sus ojos se toparon con el tronco de árbol partido por la mitad sobre el que tantas horas había pasado y, ese recuerdo, esculpido en su cerebro con el cincel del hábito, tuvo el efecto de sustraerlo del mundo ficticio, distorsionado, en el que se había sumergido.
Sí, allí continuaba a su disposición el humilde asiento y, acercándose a él, dobló las rodillas para sentarse.
Permaneció así, sin hacer nada, como si fuera una prolongación del tronco de madera, durante unos minutos. Entonces, en su cuerpo fue surgiendo una extraña y placentera sensación que logró rescatar la atención de su pensamiento de la vorágine en la que se hallaba para hacerlo ir en busca de su significado y procedencia.
Algo había ocurrido en ese mismo lugar. Una chica joven, rodeada por un aura dorado, había aparecido a sus espaldas y se había sentado a su lado sobre el tronco de árbol. Recordó la casi desconocida sensación que lo había hecho sentir más vivo y más alegre, pero, después… ¿Qué había pasado después? Intentó continuar, aferrarse a este hilo de pensamiento, pero, pronto, de él no quedó sino un vago residuo que fue desvaneciéndose entre confusas imágenes, sonidos y emociones que le hablaban de dolor, de locura y de muerte.
Se sentía abrumado, vapuleado por una existencia que parecía empeñarse en mostrarle su cara más sombría.
—¿Por qué? —volvió a preguntar en el mismo tono grave y, lo mismo que entonces, tampoco ahora pudo oír una respuesta.
En eso, le pareció que algo faltaba justo en el medio de lo que antes había recordado, entre el momento en que sintió la emoción placentera y todo el dolor y la confusión que vinieron después. Haciendo un esfuerzo más, fue capaz de entresacar del depósito de su memoria el momento en el que ahí, justo en ese mismo lugar, sentada a su lado, la chica había abierto un libro, un libro de poemas, y había leído uno en voz alta para él. Los labios de Antonio, en el intento de evocar los sonidos que en aquel momento salieron de los de la joven, se movieron un poco:
—Al brillar un relámpago nacemos…—musitó.
Entonces, como si solo hubiera temido asomar la cabeza, el poema completo se desencadenó en su cabeza con tanta claridad, con tanto realismo, que tuvo la impresión de estar oyendo la voz de la joven una vez más:
«Al brillar un relámpago nacemos,
y aún dura su fulgor cuando morimos;
¡tan corto es el vivir!
La Gloria y el Amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos.
¡despertar es morir!»
Tras pronunciar estas palabras, permaneció unos segundos en silencio, observando los efímeros ecos que habían dejado suspendidos en el aire.
—Tú despertaste, Luisa —dijo—. Dejaste de soñar.
Con la mirada perdida en el suelo, se dio cuenta de que el interrogante que lo había estado obsesionando, y que lo había impulsado a buscar respuestas desesperadas en el viento, había sido escuchado y, también, respondido.
Pensó en ella, en aquella chica que paseaba por las calles su profunda tristeza hasta que un día nadie la volvió a ver.
De forma maquinal, volvió la cabeza hacia el río y se estremeció al comprobar lo diferente que había sido todo tan solo unos minutos antes, lo estrecha que podía llegar a ser la línea que separa la vida de la muerte.

9
—Puedes dejar los bultos aquí —dijo estirándose hacia atrás el conductor del vehículo, un hombre con rasgos faciales dilatados, como esculpidos en el hábito de ver el lado bueno de las cosas.
—¡Gracias!
Antonio había estado un buen rato levantando el pulgar al lado de la carretera y, al fin, alguien había parado.
El hombre lo observó con atención al sentarse a su lado.
—¿A dónde vas? —le preguntó.
—Lo más lejos posible.
Tras unos instantes en los que pareció sopesar esa respuesta, la cara del conductor se ensanchó casi hasta duplicarse, y de su boca brotó una sonora carcajada.
Cuando el día anterior llegó a casa después de haber estado en el río, Antonio ya había tomado la determinación de partir. Así, nada más levantarse esta misma mañana, había pagado a doña Raquel lo que le venía adeudando, se había echado encima lo poco que tenía, siendo una ventaja en este caso, y había salido hacia la carretera sin saber bien lo que iba a hacer a continuación.
Al avanzar el coche por el lugar que tantas veces había recorrido, el conductor le hizo un comentario, pero Antonio ni siquiera lo oyó. Su atención había sido atrapada por el involuntario impulso de recrearse en el recuerdo de los momentos vividos junto a esas casas, esos árboles, esa carretera y ese río que, quizá, dejaba atrás para siempre.
El viejo cementerio, con sus dos altivos guardas a ambos lados de la entrada, se aproximaba al coche por el lado izquierdo de la carretera. Antonio giró la cabeza y los siguió con la vista hasta que, enmarcados por la ventanilla de atrás, se fueron perdiendo a lo lejos.
«Gracias, Luisa» dijo con el pensamiento, aunque las palabras le habían manado del corazón, y volvió la cabeza hacia adelante, hacia el lugar donde, a lo lejos, se podía distinguir el horizonte.

Al traspasar la pesada puerta de hierro que da entrada al cementerio de Alcántara, en la tercera calle a la izquierda, se alza una tumba con una placa plateada en su cabecera de granito. En ella, con letras que comienzan a cambiar de color, hay grabado un nombre: «Luisa Álvarez». Algo más arriba, enmarcada en el óvalo de un pequeño retrato, una joven, con cabellos dorados que le caen en cascada sobre los hombros, luce una sonrisa luminosa.
Texto libre Trabalibros

PUBLICA Envía tus textos libres aquí
subir