Relojes de pared

Javier Eugercio
Como una tortuga, la anciana asomó la cabeza y salió renqueante al balcón. Apoyada en la baranda, echó un vistazo a la calle. No pasaba nadie. No pasaba nada. Se quedó allí plantada como un arbusto leñoso con blusa y pantalón. Yo, mientras tanto, fumaba en el ventanal del apartamento y echaba el humo hacia afuera para no irritar a Natalia; bastante tenía con los críos. La anciana se dio media vuelta, alzó la vista y examinó su nívea fachada con aparente inquietud.
Era triste contemplarla.
Agotada por el esfuerzo físico o visual, no tardó en inclinar la cabeza y sus ojos se clavaron en el suelo del balcón. Ensimismado, di la última calada —con idéntica avidez que la primera—, apagué la colilla, cogí el cenicero del alféizar y advertí, al girarme, que la anciana había alzado su bastón para rasgar la pared con el extremo del mismo. Con un movimiento lento y costoso, se esforzaba en frotar lo que debía ser una mancha o una diminuta telaraña. En cualquier caso, la anciana quedó satisfecha o se dio por vencida y, como una tortuga desnuda, accedió a su gigantesco caparazón de encalada superficie.
Al día siguiente se calcó la misma escena, y al otro también. La anciana salía, rasgaba la pared y volvía a introducirse en su concha de tortuga. Me recordaba a esos relojes de los que sale un muñeco, realiza una acción determinada, regresa a su encierro y vuelve a repetir el numerito cada equis tiempo. Con el mecanismo del reloj en mente, cogí el cenicero del alféizar y regresé a mi realidad cotidiana.
—Ya estás con el vicio —Natalia me dio la bienvenida.
Me repetía, una o dos veces por semana, que debía plantearme dejar el tabaco. Yo permanecía en silencio; sabía cómo evitar una discusión.
—¿Fregaste los cacharros del desayuno? —quiso saber.
—Afirmativo.
—Nos vamos al parque. Los niños se suben por las paredes.
Estábamos de vacaciones, pero dentro de otra rutina en cuyo eje central anidaban los críos: todo giraba en torno a ellos.
Pasamos por debajo del balcón de la anciana, el solárium de su concha de tortuga. Imaginé el interior de la vivienda: un televisor encendido y chismorreo, bazofia y falsedad en la pantalla; sobre la mesa, un pastillero de doce compartimentos y un vaso de agua. Cuando el reloj de pared se lo ordenase, la anciana saldría, aletargada y silenciosa, para rasgar la superficie de su locura. Estaba atrapada en un tiempo teresiano: «Vivo sin vivir en mí». Aunque lo cierto es que yo también lo estaba. No era dueño de mi vida y Natalia menos aún. Los gemelos sí, pero solo en parte, también acabarían encerrados en relojes de pared. Tiempo al condenado tiempo que vuela y exaspera cual mosquito zumbón.
—¡No cruces sin mirar! —chilló Natalia—. Alberto, ¡cuántas veces tengo que repetirte que mires antes de cruzar!
Ya no soportaba aquellos juegos de palabras. Prendí un cigarrillo.
—Mario, ¡ven aquí! ¡Se te caen los mocos!
Pensé que este viaje sería diferente. Por fin, después de seis años —los mismos que tenían los gemelos—, nos habíamos alejado de la costa levantina, pero aquí, al resguardo de las graníticas montañas, me sentía más encerrado que nunca en la continua repetición. Todo el mundo tiene un límite, ¿a cuánta distancia me encontraba yo del mío? Quién sabe. Siete horas al volante no me habían alejado de mis problemas existenciales, pero al menos me habían servido para relacionarme con ellos desde una nueva perspectiva. Mis sueños: perdidos en combate. Los gemelos: conflicto irresoluble de sentimientos contrapuestos. El amor conyugal: niebla disipada en los albores del mutuo desencanto.
Arrojé una bocanada de humo y pensé una vez más en la anciana. Visualicé cómo rasgaba la pared. Ella y sus rasgaduras eran lo mismo que yo y mis cigarrillos. El mismo polvo de estrellas atrapado en el tiempo. El mismo furtivo deseo de abandonar para siempre la concha de tortuga. John Kennedy Toole, hundido en la miseria del fracaso literario, dejó una nota a su madre y se quitó la vida. Yo carezco de esa clase de agallas, por eso tuve que renunciar a mi sueño de ser escritor. Intuía una lucha sin cuartel, una existencia inestable y solitaria, un pulso contra el rechazo y la locura que podía acabar bien o de la peor de las maneras.
Ahora me arrepiento, justifiqué mi miedo al fracaso con los hijos, la hipoteca, la imperante necesidad de ingresar todos los meses un sueldo decoroso. Qué fácil lo tenemos los cobardes, la sociedad de consumo nos tiene agarrados por las pelotas y estamos obligados a resignarnos, pero lo cierto es que nuestras cargas son autoimpuestas, el precio que pagamos por esa comodidad y supuesto bienestar que entraña una renuncia y una herida purulenta.
Natalia me cogió de la mano. Nuestros dedos entrelazados denotaban complicidad, eran una comparsa sigilosa que certificaba nuestra unión ante los ojos del mundo.
—Qué a gusto estamos —afirmó—. ¿A que sí?
Como de costumbre, me sentí en la obligación de corresponderla, pero, incapaz de contagiarme de su aparente entusiasmo, sonreí con melancólico histrionismo.
—Sí —afirmé para reforzar mi patética actuación.
Ella se dio por satisfecha y se centró en vigilar a los niños, cuyos impulsos innatos les exhortaban a rebelarse. No lo pude evitar, volví a sentirme gobernado por una fuerza subyugadora; sentí que mis pies no eran míos, que mis pasos los daba otro, que mis impulsos por rebelarme eran ecos extinguidos que ahora palpitaban en el pecho de mis hijos. Natalia ejercía de pastora, yo de mastín y los gemelos de reses, pero lo cierto es que todos cumplíamos la misma función, éramos mecanismos encajados en relojes acuciantes, autómatas programados para acoplarse a los distintos sistemas en los que tarde o temprano, sucumbíamos.
En el instante en que enterramos nuestros sueños nos convertimos en muertos vivientes, figuras animadas de relojes de pared que rasgan fachadas o fuman cigarrillos.

Texto libre Trabalibros

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