La ciudad invisible

Juan Antonio Barros Jódar
No era la primera vez que la ciudad había desaparecido de los mapas de los geógrafos y aun de la faz de la tierra. Al menos, así lo afirmaban las consejas que él había escuchado de los ancianos en anteriores viajes y leído en los anales de su historia.

Llegó en su automóvil como otras veces. El aire limpio y frío penetraba por la ventanilla de la portezuela. Los árboles se agitaban al paso del vehículo. Casi se diría que hacían un saludo con sus largas ramas inclinadas. Le extrañó divisar la sierra tan pronto, antes de haber adivinado siquiera aquella querida silueta de la ciudad recortada sobre un fondo de montañas en las que azuleaba la nieve. Pensó que en cualquier momento aparecería ante su vista. Mas no fue así.

Detuvo el coche en el arcén con un violento frenazo. Entonces comprendió. Ahora recordaba que no había dejado atrás ninguna señal, ningún anuncio de la proximidad de la urbe. También recordó que alguna vez temió que aquello pudiera ocurrir. Pero en tales ocasiones había percibido enseguida la apretada multitud de luciérnagas bajo las estrellas, o el perfil velado por la bruma de la esbelta torre de la catedral. Y entonces todo cobraba de nuevo su sentido. Esta vez, sin embargo, no sucedió nada de eso.

Se apeó del auto. Algo semejante a una neblina lechosa flotaba como un velo misterioso y se extendía hasta las estribaciones mismas de la sierra. En dirección opuesta, el remoto volcán cuyo nombre evocaba pretéritas civilizaciones y olvidados concilios. Hacia el oeste, la vega profunda, multicolor. No había duda. Aquello era la ciudad que un día cautivara su ánima, o mejor, lo había sido hasta entonces. Ya sólo restaba el vacío, un espacio yermo, fantasmal, que ahora se le antojaba increíblemente reducido.

Las historias lo referían con meridiana claridad. Primero el cielo mostraría funestas epifanías. Luego llegaría el vendaval y los tornados arrastrarían casas, bestias y árboles arrancados por la raíz. Luego sobreven-dría la oscuridad. Al fin, cuando se despejaran las tinieblas, no quedaría una sola piedra que recordara la existencia de la ciudad. Transcurridos años, siglos tal vez, otros hombres construirían una ciudad idéntica a la original, que de nuevo sería arrasada algún día por el vendaval. Y así hasta el fin de los tiempos.

El hombre se llamaba Celedonio Flores. En realidad, nunca se había tomado en serio la leyenda, y no podía creer que se hubiera cumplido. Pero allí estaba aquel erial, aquel miasma siniestro que hablaba de podredumbre, de aniquilación.

Comenzó a caminar sin rumbo ni propósito. Pero pronto aprendió a reconocer las cosas por el espacio que una vez ocuparan. Con una nostalgia infinita, se propuso reconstruir idealmente cada elemento como si se tratara de un puzzle. Supo que se encontraba ante la catedral con la misma certeza que si estuviera admirando la grandiosa portada principal. Miró a lo alto. Allí debía erguirse la torre inconclusa. Atravesó imaginariamente el crucero y se detuvo como siempre ante la puerta del Perdón, hoy abierta en las felices infidelidades de la memoria. La inicial del apellido del artífice perduraba en la hornacina entre una abigarrada fauna apócrifa. Del otro lado, la bellísima lonja, el antiguo mercado de sedas, la casa del cabildo, la alhóndiga.

Volvió de nuevo en dirección al soberbio templo renacentista. Recorrió sin premura la plaza principal, testigo de tantos momentos gozosos para la ciudad, mas también de los horrendos procesos inquisitoriales; de las efímeras arquitecturas festivas, mas también de los férreos jaulones que contenían la cabeza de algún criminal ajusticiado a modo de severísima advertencia.

Hizo un alto en aquel fantasmagórico deambular por los laberintos de su alma, y se sentó luego sobre el suelo, justo donde en mejor ocasión se levantara una hermosa fuente. Allí la había visto por vez primera. Hacía muchos años ya. Ella se había quedado parada ante él como una estatua, con sonrisa desafiante y una frescura de lluvia primaveral en la mirada. Casi podía ver de nuevo el intenso follaje de los árboles, los puestos de flores, los alegres toldos de los cafés, el olor de los tejeringos y el zumbido de los abejorros en la plenitud de la tarde.

Miró al suelo, pero sólo encontró la neblina lechosa. Y sus propios miembros entumecidos. Se incorporó. Comenzó un camino que reconstruía itinerarios más antiguos del brazo de aquella extraña compañera. Llegó hasta los muros de la vieja fortaleza. Desde ese punto se dominaba toda la ciudad. Muchas veces habían jugado en aquel mirador a reconocer por el tejado alguna casa importante o alguna iglesia. En cierta ocasión ella señaló una casucha sucia y destartalada y los ojos se le llenaron de lágrimas. Él no consiguió nunca hacerla hablar sobre aquello.

Desde allí mismo, ella señaló otro día una casa espaciosa, rodeada de altas tapias encaladas y rematada por un airoso torreón en cuyo tejado giraba una veleta que representaba un jinete moro con lanza y adarga. Y el monasterio del Paular, asentado al decir de los cronistas medievales sobre un delicioso paraje engalanado por plácidas huertas y amenos vergeles llamado Ayn al-Dama, y coronado por un extraño montecillo que algunos identificaban como túmulo céltico. Y el soberbio hospital de los Reyes, que albergó en su época a los enfermos del mal gálico, a bubosos y aun a inocentes. Y el monte paradisíaco en el que fueron hallados los famosos libros de plomo y las reliquias de los mártires.

Celedonio miró una vez más desde la cima de aquella colina, ahora yerma y cubierta por funestos jirones de niebla. De pronto sintió la necesidad de gritar como entonces un nombre, pero comprobó con estupor que no podía recordarlo: sólo sus ojos, su cabello condenando a la sombra al círculo de la luna, su risa. Y también sus lágrimas al señalar aquella casucha perdida en el barrio alto. Sólo eso. Pero su nombre, no.

Descendió hasta el cauce del río con paso pesaroso. Ella le había mostrado allí un paseo que ascendía entre sauces y avellanos hasta un remanso encantador. La armonía del agua en la fuentecilla que daba nombre al paraje reconfortaba el ánima del fatigado caminante. Los ruiseñores cantaban ocultos en el bosque frondoso, mientras los gorriones se lanzaban en alocado vuelo hasta lo más hondo del barranco.

En aquel lugar indescriptible, ella le enseñó los secretos del lenguaje de las aves, arte que había aprendido de Paco el Bárbaro cuando éste ya ostentaba un alarmante tono verdoso en la piel y los estigmas de los condenados a morir de amor. La muchacha, sentada sobre una peña, hacía bocina con las manos y comenzaba a remedar el trino de los pájaros con tal propiedad que podía pasar muy bien por uno de ellos. Después, sobre aquella misma roca que semejaba un altar de sacrificios, se entregó a él confundida entre un luminoso reguero de yedras y madreselvas. Celedonio Flores sintió entonces una fuerza descomunal gravitando sobre sus miembros, la misma fuerza que hacía girar las esferas celestes, pensó, la misma fuerza que ocasionaba las mareas y los seísmos, la misma fuerza que un día había de arrasar y reducir al polvo hasta la última piedra de la ciudad. Se supo en ese instante materia primigenia, magma sin forma, lava burbujeante a punto de hacer eclosión. No pudo resistir y cayó desvanecido.

Cuando despertó, ella no estaba. El sol se ocultaba en el horizonte y había refrescado. Un ruiseñor daba saltitos a su lado. Se alejó un poco e inició un canto que a él le sonó familiar. Por un momento pensó que tenía los ojos de ella. Se acercó despacio e hizo intento de atraparlo, pero el pájaro voló a una rama. A la mañana siguiente, ella dijo no recordar nada de lo sucedido. Ese mismo día, Celedonio debía partir.

Regresó dos años más tarde. No albergaba la menor esperanza de reencontrar a la joven. Sin embargo, ella aguardaba en el vestíbulo del hotel. Lucía el vestido rosa de organdí y la pamela que él le había regalado la tarde de la despedida. Él no salía de su asombro. La muchacha dijo simplemente que lo sabía desde siempre y que eso bastaba.

Fue ella la primera en mencionar la profecía de la destrucción de la ciudad. Celedonio recordaba que lo hizo entonces como si hubiera sido testigo de su cabal cumplimiento a lo largo de los tiempos. Unas gotitas de sudor perlaron su frente. En sus ojos aparecía un brillo inquietante que él no sabía interpretar. No sólo era miedo lo que adivinaba en su mirada intensa y febril. Descubría en el fondo lejanísimo de sus pupilas algo maligno, destructivo. Llegó incluso a considerarla formando parte de esa fuerza perversa que un día podía arrancar de cuajo los cimientos de una civilización.

En realidad, él no creyó nunca en la veracidad de la profecía. No dejaba de ser una leyenda sugestiva en una ciudad legendaria. Como otras muchas que narraban los ancianos en las tardes del estío a los chiquillos ávidos de aventura. Había escuchado muchas historias de tesoros enterrados que provocaban sucesos sobrenaturales, de lindas princesas cautivas y padres celosos, de filtros y encantamientos, de ejércitos del más allá que custodiaban la alcazaba durante la noche y se esfumaban al alba con un susurro de fatigados sudarios.

Celedonio despertó entumecido por el frío. Había dormido varias horas. Lo supo por la posición de la luna en el cielo. El sueño le había sorprendido cerca de la antigua chancillería. De pronto se sentía aliviado. Era como si un bálsamo mirífico hubiera curado las sangrantes heridas de la nostalgia. Pensó que aquella ciudad estaba tal vez destinada a perdurar eternamente en su memoria. Pensó que la profecía era inexacta, pues en su corazón seguían existiendo en su justo orden y proporción cada calle, cada templo, cada paseo, cada tapia, cada monumento, cada casa, cada torreón, cada esquina, cada piedra. Y también cada viejo, cada niño, cada muchacha y aun cada fantasma de aquella ciudad hoy fantasmal.

Desbordado por esa certeza reconfortante, tomó su decisión. Caminó con paso resuelto, sin mirar atrás. No tardó en alcanzar los arrabales por los que llegara el día anterior. Vio a lo lejos el automóvil. Su corazón latía con ritmo alocado. Ahora sabía con absoluta certeza que la profecía se había cumplido precisamente para no cumplirse nunca jamás.

Subió al coche. Empezaba a clarear tras las cumbres de la sierra. No quiso volver el rostro. Allí no quedaba nada suyo. Ya no. Ahora sabía bien que había un horizonte más amplio, más perdurable. Puso en marcha el motor y pisó el acelerador a fondo. El vehículo describió un giro limpio en semicírculo. Tomó luego la misma carretera por la que había llegado el día anterior y se alejó. Si Celedonio Flores hubiera mirado atrás, habría podido ver cómo aquella neblina lechosa comenzaba a evaporarse delicadamente al roce de los tibios rayos del amanecer.
Texto libre Trabalibros

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