El hijo de dos madres

Mir Jalal
En nuestro pueblo en ese momento la institución se cambiaba continuamente de un edificio a otro. Había pocas instituciones que se encontraban en un edificio hace mucho tiempo. Una de las instituciones era la guardería que firmemente estaba a las orillas del río, en un jardín pequeño. Este jardín de infancia me cogía de camino.
Por eso todos los días pasaba junto a él. Por la mañana gozaba de ver a los niños saltados de las ramas y las aceras como un pájaro que jugaban bajo de los albaricoqueros y los cerezos.
Francamente, yo les arrendaba la ganancia. Tal vez era porque no iba al jardín de infancia, o por los recuerdos agradables de infancia les envidiaba y les miraba apoyándome al antepecho durante muchas horas.
Pero un día, cuando regresaba a casa, vi a multitud de la gente en la entrada del jardín de infancia. Se sentía una alegría llena de agitación y aflicción. La gente miraba hacia el jardín de infancia. De la multitud de la gente no se veía del patio de la guardería.
Aunque pregunté a todos, no me contestaron concretamente. Se oían las voces:
− ¡Denle un vaso de agua! Él tuvo una suerte padre.
− ¡Espera, espera!
Yo subí al andén de la puerta y miré. Dos mujeres estaban sentadas. Una de ella de pañuelo blanco de cabeza era la empleada. La otra del chal tirma era una mujer joven y guapa. La mujer que llevaba el chal era muy joven. Si en sus brazos no estaba el niño, todos dirían que ella era una chica de dieciocho años. Ella besaba, acariciaba a su niño como una madre experimentado que creció ocho niños, y quería consolar a su hijo tomándole de un brazo al otro. Ella estaba llorando. Abrasaba a su niño, lo besaba y a veces se levantaba la cabeza, miraba a la gente y enjugaba las lágrimas con el pañuelo de seda y la otra mujer del pañuelo blanco de cabeza quería tomar el niño y no podía hacerlo. Un hombre de bigote que vino de la guardería, tomo el brazo de la mujer y la levantó. La gente se alejó después de que ellas subieron por las escaleras y entraron en la guardería. Yo pregunté a la educadora:
− ¡Hermana! ¿Qué les ha pasado a estas mujeres?
− Nada, − dijo, Gracias a Dios pasó el peligro.
− ¿Y qué peligro era?...
La educadora al sentir mi interés me mostró un sitio. Me senté en la silla que estaba cerca de las escaleras. No sé para que ella bajara al patio. Parecía que ella seguía a contar lo que relataba hace un poco:
− Gracias a Dios pasó el peligro. La mujer de chal que has visto, es la madre del niño. Hace unos días estaba en el pueblo. Cuando un día vino a ver a su hijo al jardín de infancia, los niños estaban comiendo en el piso alto. En cuanto oyó la voz de su madre, el niño corrió a la terraza, subió al antepecho y se cayó.
− ¿Y le ha pasado algo?
− ¿Cómo no se puede? ¿Cómo se puede salvarse un niño que revoloteó desde las alturas, desde la terraza tan alta y se cayó en el suelo? Si el niño se cayera y ahora estaría muerto. Afortunadamente lo vio Nazime...
− ¡Qué fortuna que ella pudo ver al niño caído!
¡Mira, qué heroína es esta mujer! Lo vio y salvó al niño.

− ¿A quién dices? ¡Nazime! ¡Está trabajando de educadora aquí!
Nazime estaba vigilándoles, al ver que el niño estaba cayéndose, se adelantó y lo agarró como una bola.
− Es decir, está vivo.
− Sí, sí, no le ha pasado nada.
− ¿Y por qué estaba llorando la mujer?
− ¿Para qué no? En cuanto vio que el niño estaba cayéndose desde arriba, se desmayó. ¿Y por qué no tenía que llorar? Todavía está latiendo mi corazón. Cuando el niño se salvó, me parecía que el mundo ya.... quiero que todo sea bien, todos estén sanos y salvos.
− ¡Nazime! Recordaba este nombre, pero no esperaba que la mujer a quien conocía estuviera por aquí. Acaba de terminar de hablar la educadora, se puso las manos en el bolsillo, miró hacia la entrada de guardería y me lanzó una indirecta suavemente.
− ¡Mira, Nazime llega!
Cuando me volví, vi que era la misma Nazime.
− ¿Nazime, es usted?' la pregunté.
− Es lo que deseaba, ya son cinco años que llevo trabajando aquí.
− Hoy, todo el mundo habla de su rasgo heroico. − dije.
− Por casualidad se salvó el niño, yo era solamente una causa.
Hace muchos años Nazime era nuestra vecina cuando vivimos en la calle Ozán. Era una mujer alta, morena, de lunar y caminaba lentamente. A veces llamaba a nuestra puerta fuertemente, como si hubiera tenido algo muy importante, se dirigía a mi madre en voz lastimosa que le diera prueba de caridad:
− ¡Oh! ¡Hermana Jeyransa! Me aburro, estoy tan aburrido. − se quejaba.
Yo encendía un gramófono o tomaba el tar. Mi madre me reprochaba y decía que yo me alargara. Luego me enteré de que Nazime solamente se aburría en casa y mi madre como otras vecinas alejaban a sus hijos de su mirada.
¿Por qué echaba de menos a Nazime? ¿Qué pena tenía?
Nazime ya quince años estaba casada. Su marido, el relojero Alí era un hombre tranquilo, modesto y ganaba bien. Casi esta familia de dos personas nunca necesitaba en algo y no tenía necesidad de dinero. Su casa estaba literalmente llena de muebles, caros, tapizados en terciopelo. El relojero vistió a su esposa como una crisálida y compraba la joyería. En el otoño, la pareja visitaba a sus familiares en el pueblo e iba al Norte de Cáucaso para curarse con aguas. Pero ninguno de ellos consolaba a Nazime. Por qué Nazime no tenía hijos. Cuando ella se encontraba en casa, ella estaba abismada en sus pensamientos y no sabía qué hacer en esta ocasión. Las cosas de casa adoradas por ella ─ la cama, el baúl, las alfombras, los platos de plata miraban a su dueña en silencio sepulcral, le preguntaban:
− ¿A quién nos dejas? ¿Dónde están tus hijos?
Pasaba el tiempo y Nazime se sentía el peso de las preocupaciones. Cuando estaba al espejo peinándose, veía las canas, se respiraba profundamente y se afligía. Le parecía que esta habitación adorada por ella, no era una casa, era un lugar de soledad para envejecerse. Salía a la terraza y miraba el albaricoquero que daban frutas. Cuando oía las risas y el ruido de los niños Nazime quería escucharlo muchas horas. Cuando se alejaban las voces, Nazime salía del patio y se escondía tranquilamente entre la multitud. Y esto era lo que a Nazime obligó a ir a trabajar al jardín de infancia. Cuando estaba aquí como una educadora pasaba el tiempo entre los niños, ella se sentía como una madre y era feliz.
Fui a ver a un niño de mis familiares al jardín de infancia. No quise regresar sin ver a Nazime. La vi en una habitación donde hablaba con un hombre. Era su marido. Los dos se levantaron y me llamaron:
− ¡Pasen! Por mucho que la mujer insistiera, no entré.
− ¿Recuerda Usted al niño que salvó?
Nazime se animó, se sonrío y brillaron sus ojos.
− Adopté al hijo. − dijo.
− Adopté al hijo a Idris. Cada semana llevan a nuestra casa.
− ¿Cómo está? ¿Ha acostumbrado a llamarle "madre"?
La sonrisa de la mujer se desapareció como una vela que se apagaba del viento. La cara se puso triste, con los ojos clavados al suelo se respiró profundamente y dijo "si", abrió la puerta y miró a su marido:
− Ya es el tiempo.
− Ahora me voy. En cuanto lo dijo el hombre, el ruido del timbre tocado se extendió por todo el edificio. Me arrepentí de mi pregunta.
− Nosotros somos su hijo adoptivo. − dije. Quise contestar a la tristeza de Nazime.
− Por supuesto, si es así. A los que he carecido, son mis queridos como mi hijo. Cuando Nazime vio a los niños levantados de su sitio y salidos al patio jugando, ella puso de buen humor. Se sonrío. Los niños traviesos y obstinados con una hechicería tranquilizaban a Nazime. Las educadoras y las empleadas primeramente llamaban a Nazime en vez de las madres y hablaban con ella. Hasta ahora nadie la había visto que ella pusiera triste y se ofendiera en el jardín de infancia, aunque en casa era ceñuda y muy triste.
− La voz de los niños me distrae. - decía.
Aunque las voces de los niños de diferentes edades y de caracteres a mucha gente no le gustaban, levantaba el ánimo de Nazime y se distraía mucho. A veces ella se paraba en el medio del patio como una gallina de alas abiertas con los pollitos, escuchaba a las historias y sus gritos tranquilamente. Nunca no se abstenía de cuidar bien, a veces complacerse como una niña.
Ella se distraía de la mirada tranquila, del habla, de la sonrisa de un niño e incluso cuando lloraba. Después de obedecer a un niño se acercaba al otro travieso y ahora diferentemente quería consolarlo.

* * *
Con mucha gente fuimos a la estación para recibir a los soldados. Cada uno tomaba los regalos. Yo también tenía en la mano un ramo de flores. No sabía a quién daría, porque ni los amigos ni los parientes estaban entre los soldados que regresaban. Pensé que "quien va tener más medallas en el pecho" voy a entregarle. Luego dije: − ¡No! Esperaré, al que no han venido recibir y no han entregado el regalo, le entregaré el ramo de flores. Y tampoco me gustó. Creía antes que no era necesario pensarlo antemano.
− Será un hombre valiente que cogerá el ramo de flores. − dije.
Tocó el timbre, todos cruzamos el andén de la estación y nos detuvimos en la acera. Por poco ha llegado el tren decorado como en una fiesta, hizo un ruido con una respiración majestuosa y tranquila y se paró respirando a pleno pulmón. Se mezclaron los ruidos de aplaudes y de músicos que saludaban a los asomados. Todos dirigimos hacia las entradas del tren. Los que vinieron a recibir, no dejaban que bajaran los soldados: unos se abrazaban, unos se besaban, y otros apretaban las manos inclinándose...
En un instante el pecho de los soldados se llenaron de flores. Vía a un soldado que se asomaba a la ventanilla del cuarto tren. Esperé que no bajara aquí, solamente estaba observando. De repente él gritó:
− ¡Mamá! − vi que el soldado llamaba y señalaba entre la multitud. Era una mujer vestida de color roso y sin pañuelo:
− ¡Idris, mi hijo! − dijo y se adelantó. La madre y el hijo se abrazaron fuertemente en un instante y todos les prestaron gran atención. A todo el mundo le gustó mirar el encuentro de la mujer y del hijo que se salvó después del peligro, una espera y una separación larga. Me parecía que entre ellos nunca había un impedimento y distancias nunca que se separan a estos queridos. Yo primeramente quise a entregar el ramo de flores al hombre que había encontrado a su madre. Me adelanté un poco, se detuve cerca de ellos y esperé que se separaran. Ella besaba a su hijo y lloraba de la alegría. No sé porque este encuentro me acordaba del espectáculo del jardín de infancia. La mujer del pañuelo oscuro con toda su sinceridad y belleza pasó delante de los ojos.
Cuando entregué las flores a Idris, extendió la mano agradeciéndome. Nos acercamos a la entrada de la estación con la multitud y bajamos por las escaleras. Tomamos el coche. Idris preguntó a su madre:
− ¿Dónde está el padre?
− Está en el pueblo.
− ¿Qué hay de nuevo?
− Todos están sanos, te esperan y nadie sabe de tu llegada. De repente Idris se acordó de algo:
− ¡Cuéntame de la abuela Nazime! ¿Cómo está?
− Está viva. Cada día está preguntando por tí.
− ¿Todavía vive en el jardín de infancia? La vi en mis sueños.
Al mirar la cara de la mujer, mordí el dedo: − Era la misma mujer. Me alegré de que este chico hubiera llamado "la abuela" a Nazime. La mujer que lloraba ente Nazime y enjugaba las lágrimas con el pañuelo de seda, es ella, es la madre del soldado serio. Aunque tenía canas, sus ojos se hicieron más hondo, todavía ella es un verdadero encanto. En aquellos años la madre que estaba llorando ante Nazime, ahora con generosidad quería presentarla a su hijo por primera vez. Idris quería hacerla feliz a la mujer a quien un día llamaba "la abuela".
− ¿Quién es Nazime? − le pregunté.
Idris contestó:
− Es mi abuela.
La madre añadió: − Desde la niñez le llamaba el hijo.
− O el niño que se echó del balcón eres tú...
La mujer me miró:
− ¿Es decir Usted conoce a Idris?
− No conozca a Idris, conozco a la tía Nazime.
Idris preguntó:
− ¿Contó ella misma a usted? Es verdad, yo me echaba de la terraza.
Cuando yo lo conté, Idris bromeó:
− Desde la niñez yo me sacrificaba por la madre. ¡Tienen que apreciarme! Lo dijo y mandó al chofer:
− ¡Mira, tío! ¡Déjalos a casa y luego al jardín de infancia! Vamos a tomar la madre Nazime. En cuanto se paró el coche, bajé rápido. Fui al jardín de infancia con el chofer para dar una noticia alegre a ella. El pelo de la tía Nazime se puso blanco, se había encorvado y había bajado su voz como su estatura.
− ¡Tía! ¡Ven y toma el coche! Tu hijo Idris te llama.
La mujer se estremeció de la más insospechada sorpresa y se enderezó.
− ¿Dices la verdad?
Cuando el chofer lo insistió, nos creyó.
− Hace mucho tiempo no había ninguna noticia de él.
Ahora él mismo ha venido.
La mujer quiso volar. Nosotros llevamos a Nazime a casa de Idris. Toda la familia se levantó y la acampanó arriba. Idris la abrazó muchísimo. Nazime miró a Idris abrazando las espaldas, parecía que quería ver en sus ojos los días pasados en las batallas y sus aventuras.
− ¡Hijo mío, cuánto tiempo te he esperado! ¿Te acordaste de mí en aquellos días pesados?
Idris como su propio hijo la contestó:
− No te he olvidado ningún día.
Nazime levantó las manos arriba y agradeció a Dios.
− ¡Le agradezco al destino por el hecho de que fui capaz de criar un luchador! Exclamó Nazime con éxtasis. Lo dijo y se volvió a abrazar a Idris.

1945

Mir Jalal
(1908-1978)
Fue un escritor, científico y crítico literario. Se le considera una personalidad emérita de la literatura, siendo además doctor Filología y catedrático. Le condecoraron con las órdenes de "Orden del Trabajo de la Bandera Roja", "Orden de La Gran Revolución Socialista de Octubre" y en dos ocasiones con la "Orden de la Insignia de Honor". Estudió en el Departamento de Literatura del İnstituto Pedagógico Oriental de Kazán y en estudios de postgrado en el İnstituto de İnvestigación Científica Estatal de Azerbaiyán. Trabajó como jefe de sección en el periódico "Comunista" y como colaborador científico en el Instituto de Literatura de Nizami de la Academia Científica. En el año 1948 trabajó activamente como científico en la Universidad Estatal de Azerbaiyán y en 1961 como director de la cátedra de Literatura de Azerbaiyán en la misma universidad. Fue el autor de libros como "Los hombres de nuevo pueblo", "A la sombra de sauce", "La ciudad nueva", "La chica que cultiva flores", "Las montes han hablado"," Conmilitones", y de otras novelas como "El hombre resucitado", "Manifiesto de un joven", "Los coetáneos", de las colecciones de cuentos "Heridas mortales de Patria", "Historias Simples", "Historias de vida", "Patria", "Dignidad", y de los libros científicos como "Las particularidades poéticas de Fuzulí", "Sobre el realismo de J. Mammadguluzadeh", "A dónde vamos", "Filosofía de Humanidad", "Elementos de Literatura", "Los clásicos y modernistas". Muchas de sus obras han sido traducidas a diferentes idiomas.
Texto libre Trabalibros

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