Luna de miel en Asia

Saray Blanco
Claude Gaschignard nació a principios de siglo, lejos de la ciudad, de París. Durante su niñez disfrutó de los privilegios que le ofrecieron unos padres amables y entregados. Conoció, asimismo, ciertos aspectos de los hombres relacionados con la naturaleza que él comprendía tan solo como una naturaleza cercana, una forma de expresión donde el ser humano tendría, al fin, la última palabra, donde los hombres excavaban la tierra para construir pantanos, o se dedicaban a la caza furtiva de patos, o eran, simplemente, observadores de una migración de garzas blancas.

Durante su adolescencia, las carreteras recientemente construidas no dejaban de recordarle a Claude que eran esos caminos, tan visibles, los que llevaban a la ciudad, y era precisamente eso, esa visibilidad perfecta, lo que le descubría una parte del mundo que rechazaría una completa intimidad... Esa idea no le molestaba.

Con la finalización de las carreteras coincidió la deserción de algunos cazadores. Los zorros salvajes comenzaron a ser vistos por los niños. Se convertían en una aparición asombrosa, en ocasiones eran cegados al anochecer por los faros de algún automóvil. Se quedaban quietos, como esperando la aparición de alguna fuerza desconocida. Los conductores los confundían a veces con la hojarasca del otoño, eran los ojos luminosos los que finalmente los advertían.

La joven Lora Genet viajaba con sus padres cuando el automóvil frenó en seco junto a una curva.

-Es precioso -afirmó Lora.

-Tiene que echarse a un lado.

Lora movía sus brazos, los dejaba caer sobre su cabeza, emitía extraños ruidos que, según creía ella, podrían haber sido propios de bestias salvajes. Finalmente comenzó a silbar. El viento movió con violencia la hojarasca... El zorro se marchó.

Muy cerca de aquella carretera, desde una ventana iluminada fugazmente, Claude lo presenció todo. El movimiento de los brazos de Lora, lejos de inspirarle ciertas ideas románticas, le hizo pensar en movimientos de otros hombres. Claude cogió una lámpara y bajó las escaleras hacia la cocina. Allí hojeó algunos periódicos, deteniéndose en las páginas dedicadas al atletismo, observando con avidez las fotografías. Solo algunas horas más tarde, cuando ya estaba acostado, se permitió pensar en aquella joven de un modo más íntimo, como en una especie de compañera singular, amante de algunas formas de conocer otros países, capaz de entablar conversaciones frugales, adecuadas para cada momento del día, para cada gestación de la luz.


Unos pocos años después, Claude vivía en París. Era allí donde entrenaba. Se preparaba para participar en los Juegos Olímpicos de Estocolmo, donde haría el lanzamiento de disco. Su entrenador no se parecía a nadie que hubiese conocido en su pueblo natal. Le presentaba a personas que lo podrían encontrar a él, a Claude, interesante. El joven atleta no extrañaba demasiado su antigua casa. En verano estuvo durante unos pocos días en la costa. Allí, junto al mar, la forma en que Lora Genet dejaba caer sus brazos sobre su cabeza, le permitió reconocer de inmediato a la joven que había inspirado sus futuros movimientos aquella noche, en la que ese zorro se quedó quieto en la carretera, mirando fijamente el coche de sus padres.


Lora tenía otro pretendiente, se llamaba Alexandre. Uno de sus ascendientes había sido un príncipe o un conde. Pero, afortunadamente para Claude, su carrera como deportista y el cada vez más creciente interés de ella por los Juegos Olímpicos, habían acabado por fascinarla.


Cuando un joven artista, un amigo de los padres de Lora, la invitó a posar para un retrato, Claude no pudo dejar de admirar aquella pintura. Su interés por Lora se vio renovado, incluso exaltado. Al mostrarle ella misma el cuadro, sus dudas se disiparon. La soberbia era para ella algo tangible y lleno de belleza, y absolutamente relacionado con sus ideas, casi infantiles, sobre el amor romántico. Lora se despidió amablemente de Alexandre. Comenzó a ver a Claude a diario.


Se casaron en junio. Celebrarían, se dijeron, su luna de miel en Asia. Visitarían varios países. Conocerían a los pueblos cuyos antepasados habían sucumbido ante las hordas de Gengis Kan. Lora lució durante aquel viaje vestidos preciosos, diseñados solamente para ella. Había llevado, también, el retrato consigo. A veces elegía un lugar para él en algunas de las habitaciones de los lugares donde se hospedaban. Otras veces se quedaba en la maleta, y ninguno de los dos parecía entonces acordarse de él.

Creían en algo, era en realidad absurdo… Creían que sus vidas eran admiradas. Los vestidos y las joyas, en realidad, no significaban nada. Todo aquello que era de verdad brillante estaba en el camino recorrido, incluso en el recorrido por otros y en los países que no conocerían jamás. Pero fue su luna de miel, al acercarse a su propio fin, la que les otorgó el misterio que deseaban para tenerlo todo, o al menos todo lo que deseaban contar.


Tuvo lugar, entonces, aquella laguna... Claude se diría después que era algo necesario, o que se convertiría, o que ellos lograrían que se convirtiese, en algo necesario.


Lora desapareció.

Una mañana, al levantarse, había sentido un dolor intenso en el cuello. Le proporcionaron un calmante. Algunas horas más tarde, durante la cena, tras brindar por su felicidad futura, ella quiso dar un paseo. Había pequeños riachuelos, dijo, que eran como una especie de canales, y atravesaban algunos barrios de la ciudad. Lora quería verlos, mojar sus pies en ellos. No, no eran profundos, le aseguró a Claude. El guía ya se lo había explicado.

Por qué no iba a dejarla sola durante una hora o dos, se dijo Claude, en aquella pequeña ciudad llena de supervivientes.

El relato que Lora le podía haber transmitido, sin embargo, se perdió. Tuvo lugar una leve amnesia, provocada por la medicina que tomó al levantarse, junto a los brindis casi sin palabras de recién casados. No lo sabía, le prometió Lora a Claude. No sabía que ocurriría algo así.

Lo único que recordaba de aquel paseo fue a una preciosa mujer, de rasgos griegos, estaba segura, y que se inclinaba junto a uno de aquellos riachuelos construidos por los hombres, recuperando los restos de alguna vajilla, a veces sacaba algún plato entero, con delicados dibujos azules en su interior. Tras esa mujer, no muy lejos, un hombre se había sentado en el suelo, sujetaba su cabeza con sus brazos en un movimiento que podría haber sido estudiado quizá por actores, en cualquier caso por decididos debutantes. Es él, se dijo Lora, quien ha tirado esa vajilla a esta extraña corriente de agua. ¿Es acaso un hombre apasionado? Pero ya no recordó si se dio a sí misma una respuesta. Alguien la encontró, la llevó de vuelta con Claude. Los sirvientes que habían contratado durante aquel viaje eran leales.


Lora y Claude se dijeron, desde el principio, que aquella laguna en el recuerdo de ella habría de ser bella y necesaria, tanto como la razón por la que el hombre había tirado las piezas de la delicada vajilla al agua, o como el origen del viaje de la mujer griega arrodillada junto a esos platos, vestida y maquillada como una nativa. Aquella laguna era algo que llevar en el que sería su próximo viaje. Iría con ellos, igual que iba con ellos siempre el retrato. Lo habían decidido, se adueñaban de aquello que los conmovía, siquiera levemente. Poseían su matrimonio, sus propias vidas.

En el cuerpo de Lora, solo habían encontrado la señal de unas uñas clavadas cerca de sus pechos. Fue la mujer griega, aseguró el sirviente. Y jamás les habría mentido.

Lora le contó en una postal aquel incidente al hombre que meses atrás había pintado su retrato.

Al ver esas líneas escritas, Claude sonrió, reconociendo en ellas a la joven que había pretendido ahuyentar a un zorro, en mitad de la noche.
Texto libre Trabalibros

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