Aunque el resplandor espasmódico de la pantalla bailaba en la oscuridad como las brujas ante el fuego del aquelarre, el viejo dormía arrullado por el monótono soniquete de la televisión. Desde la muerte de su mujer, como ya nadie lo regañaba, en lugar de recogerse en el que durante más de setenta años había sido su lecho conyugal, permitía que el sueño indolente lo aferrase a su butaca mientras asistía, en el cine de su memoria, a la proyección de la película de su pasado. La única en cartelera. La disfrutaba toda la noche. A su edad tampoco era tan larga.
Amanecía y los polvorientos rayos de luz se colaban por los resquicios de la persiana. Abrió los ojos y el mueble del comedor se entremezcló con sus recuerdos. Las fotos de su padre, de su madre, de su esposa, de su hijo, de su hija y la del joven que una vez había sido hormiguearon en sus pupilas. Todos muertos. Solo quedaba él. El viejo que era. Se levantó porque así lo había aprendido de pequeño: por la noche te acuestas, por la mañana te levantas. Pero si hubiese permanecido en su sofá, todo habría sido igual. Al menos para él. Limpió, uno por uno, los cristales de todos los portarretratos dispuestos en la balda del mueble como lo que eran: un corro de muertos. Un cáncer se había llevado a su esposa seis meses atrás y sus hijos habían fallecido hacía ya mucho tiempo. Él en un accidente de coche, ella de algo después de una larga agonía. Según los médicos, de una enfermedad extremadamente rara cuyo nombre ya no recordaba. Nunca los había creído. Lo cierto es que no sabían qué le había ocurrido. Él sí, la muerte. Simplemente. La indiferente. La que no da explicaciones. No tiene por qué.
Al abrir la puerta de la calle, el frío inundó sus huesos y se anudó el cinturón de la bata antes de agacharse para recoger el periódico guardado en una bolsa de plástico transparente que todos los días un joven arrojaba desde una furgoneta blanca. Llevaba suscrito al mismo periódico más de cuarenta años y la cara del joven había cambiado casi otras tantas veces. La primera la conocía. La del hijo de unos vecinos. Ya no lo eran. Se habían mudado. Desde entonces otras muchas caras habían conducido la furgoneta. Recordaba las cinco o seis primeras. Después solo habían sido caras sin rostro.
Depositó la prensa en la mesa de la cocina y se preparó un café de puchero. Lo tomaba muy flojo, como su mujer. Desde su fallecimiento, no había vuelto a leer el periódico salvo para inspeccionar las páginas donde la muerte anota su legado. Después de posar la taza humeante en la mesa, acomodó las gafas de ver en la punta de la nariz y abrió el diario. Colocó el dedo encima de la primera esquela y fue descendiendo la columna hasta abajo. Repitió con la segunda columna. Pasó página y abordó la tercera. Nada más comenzar, encontró lo que temía. La esquela de José Benedicto. Muerto con noventa y seis años. Su amplia familia rogaba por su alma.
Bene y él eran de la misma edad, del mismo barrio y de la misma pasta. Se conocían desde críos y habían sido muy buenos amigos, pero Bene había emigrado con veintiún años a Argentina y no se habían reencontrado hasta el sepelio de su mujer. Salvo el cura y el enterrador, solo ellos dos habían asistido. No es que la gente no hubiese querido ir. Es que no había gente para ir. Ni familia ni amigos. Todos muertos excepto Bene. Se habían intercambiado los números telefónicos y no habían hablado mucho más. No lo necesitaban. A ninguno le importaba la vida del otro. Ni la de nadie. Ya no. A ambos les bastaba con sus recuerdos. Le había preguntado, eso sí, cómo se había enterado del fallecimiento de su mujer, pero había esquivado la cuestión contándole que había regresado de Argentina para morir. No tardaría, le había dicho. Y había cumplido su palabra.
Agarró el móvil del bolsillo de la bata y borró el innecesario número de Bene. Antes de cerrar la tapa, se quedó un largo rato mirando la pantalla. Se le escapó una lágrima al percatarse de que si, desde el deceso de su mujer, caminaba del brazo de la desolación, ya solo le restaba vagar encadenado a la desesperanza. Intentó recordar la última vez que había recibido una llamada. No pudo, pero hacía al menos diez años. Recordaba, eso sí, la última que había hecho: a la funeraria para que gestionase las exequias de su mujer. No se despegaba del móvil porque le había prometido a su esposa tenerlo siempre a mano por si le ocurría algo y debía solicitar asistencia médica. Se había preguntado muchas veces si, llegado el caso, lo haría.
Lustró los zapatos hasta que brillaron como la luna llena en el cielo estrellado de agosto y vistió su mejor traje. Se peinó el escaso cabello cano que le restaba y se tocó con su sombrero de lana preferido, el que más le gustaba a su esposa. El invierno había comparecido airado y aguardaba un día frígido, así que del cajón de la cómoda tomó unos guantes de cuero y una bufanda. Antes de salir, agarró su bastón de madera de haya en el paragüero del zaguán y se encaminó calle abajo. Dobló la esquina en la que años atrás se situaba el bar de Evaristo. Se había jubilado y retirado a Canarias. No había vuelto a verlo. Quizás ya había fallecido. El local lo ocupaba un restaurante vegano frecuentado por gente joven con porte y modales estrafalarios. A veces, cuando iba al supermercado, se cruzaba con algún grupito. Lo miraban con respeto y le cedían el paso con educación. Parecían buenos chicos, pero notaba que no se sentían cómodos en su presencia. Apreciaba que deseaban alejarse de él para huir de la vejez. Como si pudiesen. Solo la muerte te aparta de ella.
A su llegada a la parada, los paneles electrónicos indicaban que el ciento ocho tardaría catorce minutos, pero se demoró casi media hora. En otro tiempo, habría maldecido al alcalde, pero desconocía la identidad del actual y aguardó con resignación. Tampoco tenía prisa. Qué apremio iba a tener un viejo como él. El autobús lo llevó hasta el centro, donde tomó otro que lo dejó en el tanatorio municipal. Según había leído en la esquela, debía acudir a la sala 24A.
La muerte, la inclemente, no concede tregua y el lugar, aunque limpio, estaba abarrotado. Pronto localizó la sala. Solo un joven aburrido se entretenía con el móvil. No había nadie más. Entró y el joven apartó la mirada del teléfono para observarlo. Se quitó el sombrero y contempló el cadáver de su amigo postrado en un ataúd de madera brillante y encerrado en una habitación detrás de una gran luna que cumplía su estéril misión de separar a la muerte de los vivos.
-¿Conocía usted a mi abuelo?
El joven se había levantado y a la par del viejo observaba también el cadáver.
-Sí. ¿De qué murió?
El viejo no apartó la mirada del difunto. Tenía buen aspecto. Los de la funeraria conocían su trabajo y sabían maquillar la muerte.
-De nada.
-Eso es imposible. -La objeción del viejo fue espontánea, aunque escasa de convicción.
El joven se encogió de hombros.
-Anteayer se sentía perfectamente, pero antes de acostarse me dijo unas palabras que me intrigaron. -El viejo giró la cabeza para mirarlo. Lucía desaliñado como si aún vistiese la muda del día anterior después de una noche sin dormir. No necesitó interpelarlo para que completase la explicación-: Dijo que no pensaba ser el último.
El viejo retomó la contemplación del cadáver. El joven, viendo que la charla parecía haberse acabado, volvió a sentarse y a hurgar en el móvil. El viejo continuó de pie, separado de los despojos de la muerte por un fino cristal y cavilando sobre el significado de las últimas palabras de su amigo.
-¿Y tu familia?
-En Argentina. -El joven no levantó la vista del móvil.
-Debe de ser muy triste no poder asistir al entierro de un ser querido.
Aunque intentaba aparentar normalidad jugueteando con el móvil, el joven estaba muy afectado por la muerte de su abuelo y tenía ganas de hablar para distraer su pena.
-Un día el abuelo anunció que retornaba a Galicia. Nos quedamos pasmados, pero ya había comprado el billete y nadie pudo quitarle la idea de la cabeza. Yo me vine para cuidar de él. Ahora regresaré.
-¿Por qué volvió?
-No lo sé. A su vuelta, lo primero que hizo fue ir al barrio donde se crió. No encontró a nadie conocido, salvo un antiguo amigo de la infancia, y se puso muy triste. Nunca volvió a recuperar el ánimo.
El viejo abandonó meditabundo el tanatorio, intrigado por el postrer comportamiento de su amigo. Tomó el autobús de regreso al centro y deambuló por las calles antes de encaminarse al parque. Las había recorrido miles de veces, pero ni reconocía los comercios ni sus mercancías le importaban. Las gentes con las que se cruzaba le resultaban extrañas. Todo en ellas le era ajeno: su aspecto, sus maneras, su habla…
El sol de mediodía lucía, pero no calentaba, y hacía un frío que atería el alma. El viejo se sentó en un banco y contempló el estanque congelado. Muy de vez en cuando, algún paseante turbaba la quietud, pero no trastornaba al viejo, quien, con la mirada petrificada en el aire nítido, permanecía impasible; absorto como estaba en sus recuerdos. Pasaron las horas y, cuando las farolas iluminaron la noche gélida, el viejo aún pasaba las páginas de la memoria.
El inspector Silva desayunaba su habitual taza de leche con polvos de cacao y mucho azúcar acompañada de media docena de churros en el Bar Carmencita cuando su compañero Codesido entró por la puerta y se sentó a su lado.
-Tenemos un fiambre -dijo Codesido.
Silva se disponía a trincar un churro que había mojado en la leche, pero al recibir la noticia, mantuvo la boca abierta, al borde de la dentellada, y retiró el churro, el cual posó en el platillo al lado de la taza.
-Algo me decía que hoy tampoco podría terminar mi desayuno.
Los dos hombres embozados se abrieron paso entre la espesa niebla que cubría el paseo central del parque hasta llegar a un banco guardado por un policía uniformado y circundado por una cinta de plástico azul y blanca que rezaba «Policía. No pasar». Saludaron a su compañero y se pusieron manos a la obra. Sentado en el banco, erguido y tieso como si asistiese a la misa del domingo, el cadáver de un viejo aguardaba su inspección.
-No hay signos de violencia -dijo Codesido mientras se agachaba y sacaba el móvil para hacer unas fotos.
Silva sacó un churro del bolsillo del anorak y le dio un mordisco. Mientras masticaba, agarró una libreta y un bolígrafo y le preguntó a su compañero por la causa de la muerte.
-Lo confirmará el forense, pero yo diría que de nada. -Codesido tiró un par de fotos
-¿Cómo que de nada, Sido? No me jodas. ¿Y qué apunto en la libreta? -Silva engulló lo que restaba de churro y con la boca llena añadió-: ¡Qué la peña no va por ahí muriéndose de nada como si no le importase!
-Pues a este no parece haberle importado.
Codesido era un policía hecho y derecho con más de veinte años de profesión a sus espaldas. A lo largo de su carrera, había visto muchas momias y ninguna había querido morir. A todas las delataba una mueca de pánico, de angustia, de dolor, de sorpresa... De lo que fuese, pero de algo que faltaba en aquella.
-Bueno, acabemos. -Silva apañó otro churro-. Mira a ver si lleva cartera y podemos identificarlo.
Codesido rebuscó en los bolsillos del abrigo y no tardó en encontrar una cartera de la que extrajo un ajado carnet de identidad.
-Está todo borrado, ilegible.
-¿Qué?
-Pues que tanto el número como el nombre están borrados. La foto está en buen estado y se aprecia claramente que es nuestro hombre, pero del número y el nombre ni rastro.
-¿La dirección? -Silva le dio un enorme bocado al churro.
-Tampoco se puede leer -respondió Codesido mientras registraba la ropa del cadáver.
En el bolsillo exterior derecho del abrigo encontró un teléfono móvil. No era un smart, sino un modelo antiguo, con grandes teclas para que los torpes dedos de un viejo pudiesen marcar los números.
-Busca en la agenda un número y llama a alguien. -Silva, disgustado, enarboló el bolígrafo y se dispuso a tomar nota-. Seguramente podrá decirnos quien es.
Codesido asintió y abrió la agenda.
-Vacía. Ni un solo número.