Cuando llevas cuarenta años casada con el mismo borrico ya ni los ronquidos te despiertan antes de la hora debida. Los primeros años, qué sé yo, los primeros veinte años, aún andaba a vueltas con los tapones para los oídos. No había forma de pegar el ojo a pelo. Unos buenos tapones y a dormir, pasara lo que pasara. Y te acostumbras tanto a esa tranquilidad que te ocurre lo menos esperado. Más de una noche, en mitad de la noche y lo mejor de los sueños, se me vino el susodicho encima con las intenciones de montarme, sin aviso previo, y ¿qué te parece? ¡Ni me enteré! Ni al comienzo, ni en el acto, ni al final. Vamos, que no te puedo decir cuándo aquello empezaba ni cuándo terminó . Esa marca de tapones era prodigiosa. Se la he recomendado a toda conocida que me ha venido con la historia del no dormir por los ronquidos del respectivo. Volaban a comprar los tapones. Quedaban todas contentas y, claro, todas-toditas-todas mal folladas. Pero un buen dormir no tiene sustitutivo. Y no hay polvo, por legendario que se presente, que se anteponga a dormir bien. Ya te llega luego una edad en que dejas los tapones en el cajón de la mesilla, junto al aparato dental, te despreocupas de si te roncan en el cogote, si el rugido es del camión de la basura, o si es que al puñetero vecino le ha dado por criar cerdos en su cocina. Duermes y duermes bien.
A mí se me acabó la paz con esta pandemia de mierda. No hay día que no te llenen la cabeza de pánicos y escalofríos. ¡Dios mío qué imágenes! Gente cayendo como pulgas, en cualquier país del mundo, da igual que le toque a un chinito que a un americano, sean pobres de pedir o tengan las tripas podridas de dólares. Llega el virus, se cuela por los orificios, que ya me parece que tenemos demasiados y además no sirven más que para estorbarle a una, y ¡zas! al hoyo. No hay camas en los hospitales para tanto moribundo, les faltan los aparatos del oxígeno, los pobrecillos enfermeros y médicos no dan abasto. Se les escapan los vivos de las manos como renacuajos que se estampan contra el suelo. ¡cómo coña va una a dormir así! ¡Si es un raca-raca continuo! Y ahora se arrancan diciendo que no hay vacunas para todos ¡Serán cabrones! Esperando estoy a que digan quién se las está poniendo, que siempre la mesa cojea de la misma pata, la del pobre, que a quien paga o tiene sus enchufes no le falta de nada. A ver qué dice la tele. Son las noticias de la regional. Me tiemblan las canillas pensando en lo que me encuentre ahora. ¡ ay, Señor, esto es un sin-vivir! ¿Dónde leches está el mando? Aquí tirado. ¡Qué fatiga! Una ya no es lo que era. Veamos… Justo a tiempo. ¡Ay, ay Virgen Santa! ¿Dónde es eso? Brasil… ¡qué espanto! No levantan cabeza. No van a quedar ni los monos de la selva. ¿Qué dice? ¿Planes de vacunación en la Comunidad de Madrid?
¬-¡Pachulo, despierta!¬ -comienza a propinarle a su media naranja un soberano concierto de manotazos. -¬¿Será posible que ni se entera? Nada, como si estuviera fiambre -¬intensifica la sinfonía de golpes matinales.
-Pero ¿qué pasa, cojones? No se puede dormir en esta casa sin sobresaltos. ¿Te has vuelto loca?
¬-¡Ahí lo tienes!
¬-¿Ahí tengo qué?
¬ -¡La vacuna, qué va a ser!
¬-Y a mí qué me importa la vacuna, y menos a estas horas.
-¬¡Calla!¬ -escucha con total atención, abstraída, alienada del entorno y, es obvio, por segundos también de su santo esposo.
¬-Qué han dicho? Hablan para no entenderse. ¡Pachulo!, ¿qué han dicho?
¬-Y yo qué sé, si no estoy escuchando.
¬-Así te vas a salvar tú del virus, con esa desidia que le pones. Están diciendo dónde hay que ir a vacunarse. ¡Calla!
¬-Si estoy callado, caramba
-¡Que calles! Escucha… clínica de qué? ¡Ya! De la Clarividencia. Esa clínica está en la zona de Cuatro Caminos. Pues nada, a arreglarse y en marcha. Sin falta hoy nos ponen la banderilla, como me llamo Carmina. No se me cuela ni el Papa de Roma. Hoy salimos de esa clínica vacunaditos como dos pimpollos.
-¬Tendrán que poner la segunda dosis, digo yo…
¬-¡Las que hagan falta! Venga, empieza a levantarte y hoy te metes en la ducha, por lo civil o por criminal, tú verás, que no me da la real gana presentarte allí delante de todos los doctores hecho un marrano.
¬-Desde luego estás inaguantable con la historia de la maldita pandemia. ¡Vaya cruz! Tenía yo poco ya que tragar y ahora me echan encima una pandemia que tiene a media humanidad como gatos en remojo.
¬-Te dejo la ropa de domingo, limpia, encima de la cama y me pongo a retocarme, que en estas cosas una tiene que estar a la altura.
-¬¿A qué altura se te antoja estar?
¬-¡A la que le corresponde y merece una! Arrea, que ya estás tardando.
Y en esta condición emprende Pachulo su calvario hacia la odiada ducha, elemento éste ignorado de entre los que abarrotan el pisito en el que habitan desde que se casaron, donde han criado con cierta apretura cuatro mozos, ya volados del nido, que acuden de visita esporádicamente. El proceso de ponerse a punto de calle no es sencillo, ha sido siempre un momento de vértigo asaltado de salpicados de impaciencia que crecen hasta inundar la atmósfera entera. La emoción inicial de trasmutar la esencia real y auténtica del sujeto en un personaje elegante del mejor cine comercial y facilongo fracasa sin excepción. El resultado es siempre decepcionante, debe revisarse un sinfín de veces, de buen humor o a gritos desgarrados, con una sonrisa relajada o envuelto en una delirante espiral de acusaciones e impertinencias. Los trapos más sucios guardados en la armería doméstica se airean sin piedad en los instantes más álgidos de la trama. En esta guerra abierta nunca se ejecuta a los heridos. Los restos humanos se esparcen por el suelo y las paredes, pero se sobrevive. Como en las salas de cine de pueblo, el tufo a ambientador, que cuando se administra frente a un espejo se denomina perfume, anuncia el final de la representación. Un solo comentario sobre las dudosas virtudes de la fragancia, o del excesivo celo en su aplicación, pueden ser letales y deben a toda costa evitarse.
¬-A ver, ven acᬠ-Con delicadez y agudeza Pachulo ve perfeccionar su talle descuidado con arreglitos primorosos. Gesto bello de una tierna rutina amorosa sedimentada durante decenios.
Los dos, agarrados mutuamente del brazo aparecen en el portal, dispuestos a la batalla de la luz del día. Demasiado temprano hoy, pero la excepción está bien justificada. La ciudad es un sencillo mapa bordado en un pañuelo, la llevan doblada en el bolsillo, conocen cada pliegue. El camino hacia la Clínica de La Clarividencia es laberíntico, pero asequible para quien tira de las rodillas al andar. La mañana es soleada y fresca. Unos gorriones se disputan las migajas que Fermina, la viuda de Ramírez, un cabo de la Guardia Civil que murió por el virus hace unos meses, les deja colocadas junto a un banco de la Plazuela en una hoja de periódico.
-¬Bonita mañana Fermina. ¡Qué alegres tienes a los pajarillos!
-¬Pobres diablos. De no ser por mí, no sé qué sería de ellos. ¿Y dónde vais tan temprano y tan elegantes?
¬-Nada, hija, a dar un paseo, a que nos dé el aire en la cara. Te descuidas y te pasas las horas metida en la casa atontada con el televisor
¬-Y que lo digas. Bueno, id con Dios¬ -Y, sin más parloteo, siguen camino adelante.
-¬Mira que eres pejiguera, Carmina, ¿por qué no le dices a la pobre mujer dónde vamos?
¬-Ni hablar. Primero nuestra vacuna bien puesta y luego ya iremos dando consejos. No vaya a ser que no haya para todos y, si andas pregonando la buena nueva, se monta allí un circo que no veas.
¬-No tienes remedio
¬-Remedios son los que te procure, y así estás de bien, que da gusto ver cómo te tengo de cuidadito, como un chaval.¬ -Pachulo se limita a mover la cabeza con gesto de dejar el asunto quieto sin hurgar más en sus entresijos.
De serles placentero el ejercicio físico de caminar, sin duda el camino todavía les depararía un carrusel de agradables y entrañables escenarios callejeros, amables rincones, escaparates variopintos, abiertos como ojos que todo lo observan, pidiendo a voces penetrarlos y vaciarse los bolsillos comprando lo que no hace falta por el íntimo placer de comprar. Pero cuando, a cada paso, se hace recuento de los huesos que crujen, de los tendones que no acompañan el movimiento, y otro puñado de achaques y chirridos, hay que llegar cuanto antes donde se pretende llegar, y dejarse de romanticismos de viajero contemplativo.
-¬Tira para adelante, sin volverte a saludar.
¬-¿A quién?
¬ -Tú camina sin distraerte.
¬-No falla que el panadero se asome a dar palique si nos ve cruzar por su puerta. Y no voy ahora a andar diciéndole ni a donde vamos ni por qué he dejado de comprarle el pan y se lo compro al chino que, aunque está igual de lejos de la casa, lo vende veinte céntimos más barato. Si me para le espeto lo que pienso sin reparos.
Como dice el rondón, "andito andandito se encuentran cosas, yo me encontré contigo, cara de rosa", alcanzaron, a la vuelta de la última esquina que sortear, la puerta principal de la Clínica de La Clarividencia, con esas columnas dóricas que le erigen a los edificios públicos cuando pretenden revestirlos de solemnidad de fachada. Y allí, en esa misma portada arquitectónicamente sobria, nacía la fila kilométrica de cuantos habían atendido diligentemente las noticias de la regional. Un murmullo abrigaba los gestos de recién despertados de cuantos poblaban la cola desde ya hacía al menos una hora.
¬-¡Virgen de las Angustias! Y yo que me pensaba que seríamos de los primeros…
¬-¿Te piensas que nadie escucha las noticias? -¬Pachulo se ha levantado fatigado, se ha fatigado aún más con esta peregrinación, y va a mantenerse en actitud cansina el resto del día. Él es así, no ha modificado mucho esa cabreante forma de comportarse desde muy joven. Carmina le conoce, se ha resignado y, muy a pesar de ello, le quiere a su manera. Con similar resignación, se han encaminado en busca del final de este gusano humano para ocupar su lugar y esperar a que comience la jornada del personal medico que, de momento, apura sus primeros cafés con churros en los cafés de los alrededores.
Van avanzando en sentido contrario a la cola. Hombres y mujeres de cualquier edad, sillas de ruedas, alguna camilla con su inquilino dormitando en ella, diversidad en el ropero y en las fragancias, perfumes finos, desodorantes, linimento para aliviar los músculos, hedores fugaces de ventosidades matinales, las peor recibidas por los más allegados en la fila, perrillos de compañía dispuestos a mearle en la manga de los pantalones al vecino, ancianos enjutos, pechugonas, babosos, escupidores desvergonzados, damas y caballeros impacientes por salvar su singular existencia, urgentemente, a fuerza de pinchazos. En toda serie siempre hay un último número, una postrera posición, un afortunado puesto o un rincón marginal. Y así, tras este sobrevenido paseo, auténtico paso de revista a la tropa alineada, Carmina y Pachulo ocupan su puesto en la formación, uniformados de domingo, sudorosos, respirando, mejor dicho, aspirando con fuerza para hacer filtrarse el aire a través del tejido hermético de la mascarilla.
¬-¡Qué cruz, Señor!
¬-Perdone, no la he oído con los cascos de la música -se Vuelve hacia ella un chaval veinteañero.
-¬Nada, hijo, que llegar hasta aquí es peor que la cuesta de enero¬ -aún no ha recuperado el aliento y respire como si fuera a expulsar los dos pulmones de una bocanada.
-¬Parece que no ha ido usted nunca a un ministerio o a la oficina de la seguridad social.
¬-Un millón de veces. Lo que no me esperaba es que acabando de oírlo por la televisión, tengamos esta muchedumbre aquí, desde por la mañana.
¬-El que no corre vuela, señora, la ley de la selva.
¬-Y que lo digas, majo.
¬-Pachulo, anda, por qué no buscas por ahí donde te dan un poco de agua. A ver si eso me repone un poco.
¬-Me voy.
¬-No tardes.
¬-Disculpe la indiscreción, señora,¬ -de nuevo se vuelve el chaval para darle palique a Carmina¬ ¿cómo ha llamado usted a su chico?
¬-Marido.
¬-Eso, a su marido.
¬-Pachulo, ¿por qué?
¬-Es que no es un nombre muy habitual.
¬-Le llamo así desde novios. El nombre de pila es Pascual, pero cuando me empezó a cortejar le puse ese mote.
¬ -Ahora entiendo. Debió ser usted una moza bien guapa.
-¬Me defendía bien.
¬-No hay más que mirarla ahora para imaginársela de jovencita.
¬-Caramba, pues gracias por la cortesía, joven. No está una ya acostumbrada.
¬-Ya me sorprende que lo diga,¬ -baja discretamente la voz y se acerca a Carmina para hablarla¬ -a mí me parece usted una mujer atractiva, muy "sexy".
-¬Mozo, me vas a acabar sonrojando. Mira, si me estás tomando el pelo ya te estás dando la vuelta, y a tu negocio. No sea que te suelte un bofetón.
¬-Para nada. Se lo digo como lo pienso. Si no fuera por que está toda esta gente aquí le demostraba lo cierto que es¬ sin mayor miramiento -lo dice mientras se toca la entrepierna.
-¬¡Ay, Jesús! ¡Qué descarado!¬ -también baja la voz, echando una mirada fugaz a la entrepierna del mozo¬ -y qué exagerado te has puesto, chico.
¬-De exagerado nada¬ coge la mano de Carmina y la acerca hasta tocar el bulto duro que se agita en sus pantalones¬ ¿Y ahora qué me dices, es o no como se lo digo?
¬-Jesús-María-José. Vaya paquete que gasta el mozo.
¬-Cuando quieras es tuyo.
¬-Vas a hacer que me dé un soponcio aquí mismo.
¬-Eso tendría fácil cura, con una vacunita que yo te ponía.
¬-Aquí está el agua¬ -llega Pachulo con una bolsa de plástico con varias botellas de agua mineral. Le da una a Carmina y le ofrece otra con un gesto al chaval.
¬-No, muchas gracias. Si bebo ahora me sube más el calor¬ -mira de reojo con picardía a Carmina, que disimula como si estuviera representando una opereta.
¬-Parece que esto va avanzando¬ -el chaval se vuelve y comienza una conversación por el teléfono móvil.
Un sujeto con bata blanca, acompañado de otros de similar indumentaria aparecen en la escalinata con columnas. La gente ha comenzado a arremolinarse en desorden, como procesionarias del pino sin oruga guía. Codazos, quiebros ágiles y astutos para alcanzar mejor posición en el barullo, pisotones, perdón-pero-tiro para adelante, chisteos para que el gentío guarde silencio, gritos de se-pueden-callar-ya-coño, que-se-calle-tu-madre. Con esfuerzo y algunos minutos, el murmullo es tal que permite escuchar con suficiente claridad a los de la bata blanca.
¬-Señoras y señores. Debemos comunicarles que ha debido producirse un malentendido. Al parecer, esta mañana algún medio de comunicación ha difundido el mensaje de que el público acudiera a esta clínica cuanto antes para proceder a su vacunación.
El murmullo retorna sin hacerse esperar y, como fuegos artificiales, comentarios ácidos, insultos con chile y pimienta negra, saltan y chisporrotean el el ambiente. Ruegos de mantener calma y silencio para poder completar el mensaje y un griterío insaciable que no aceptaba razones. Ayudado por un megáfono de pilas, el tipo de la bata blanca sermoneaba al enjambre enloquecido.
-¬Sólo tenemos cuarenta dosis, y son del tipo de vacuna que podría producir trombosis y ataques epilépticos en un sesenta por ciento de los casos. Recomendamos esperar a que las autoridades dispongan de los medios adecuados…¬ -y el resto era inaudible, entre graznidos reverberantes de aquel aparato infernal y la vociferación creciente.
Carmina y Pachulo habían logrado situarse en medio del grupo, estrujados por todas partes, manteniendo a duras penas el equilibrio para no ser derribados bajo los cascos de los semovientes cabreados.
-¬Vámonos ya de aquí, Carmina.
-¬Pero ¡cómo vanos a abrirnos paso! Empuja tú que tienes más fuerza y yo te sigo. ¡Se ha vuelto todo el mundo loco!
Pachulo empujaba como podía para abrirse camino y arrastrar tras de sí a Carmina, bloqueados de nuevo a cada metro que lograban avanzar. El vociferador de la bata blanca pedía calma. Entre empujón y empujón Carmina percibió que una mano fuerte le sujetaba la nalga. Se volvió y allí estaba de nuevo el lujurioso chaval.
¬-Vaya por Dios, sigues dale que dale, ¡es lo que me faltaba!, ¡por qué no te marchas por ahí y te buscas una cría de tu edad, idiota!¬
Sin responder al ataque, las manos del chaval buceaban sin reposo, escalaron a apretar los pechos de la dama, se escabulleron bajo la camisa para disfrutarlos en su plena esencia. Carmina ardía, gotas de sudor le resbalaban, trataba de atrapar bocanadas de aire, como queriendo tragarse la ciudad entera. Se armó de fuerzas para sujetar el brazo del acosador y expulsarlo de su jardín privado. Pachulo volvió a tirar de ella otros dos metros.
Vehículos de policía municipal aparecieron rodeando el tumulto. En pocos segundos unas cuadrillas bien engalanadas repartían mandobles y patadas a diestro y siniestro, sin distinguir a los beneficiarios de tan inesperada lotería de palos. La gente corría sin dirección, pisoteándose los unos a los otros, recibiendo su ración de golpes ocasionalmente. Ahora el sujeto del altavoz, agarrado con frenesí al aparato pedía a los policías que detuvieran la paliza. Pachulo seguía tirando de Carmina, improvisando la forma mejor de huida, en pleno juego de guerrillas. Ella se dejaba arrastrar, perdidos los dos zapatos y la camisa a medio desabrochar, a la vista el fenomenal sujetador ocre pálido, como prueba de ser ella uno de los pocos vecinos dotados de ropa defensiva adecuada para esa contingencia. Fuera por su aspecto de feligreses cogidos por sorpresa cuando caminaban hacia la parroquia, fuera por venerable edad, fuera por intervención de la Providencia o por mera casualidad, lo cierto es que en unos minutos se vieron liberados tanto de la masa de locos enrabietados, como del alcance de las porras de los policías, no menos enrabietados en su empeño voraz por poner orden. Se detuvieron a respirar. A su lado, parejas de policías arrastraban vecinos magullados, ensangrentados, entre alaridos de dolor y vociferaciones quejumbrosas. Junto a uno de los furgones azules y blancos iban acumulando heridos, como se ve en las antiguas fotografías de las partidas de caza de ciervos de los señoritos. Y entre estos trofeos cobrados esta mañana, inicialmente prevista para vacunar al vecindario, según anunció una sonriente señorita de la televisión regional, yacía panza arriba, chorreando sangre por entre la cabellera el chaval que hace unos minutos se entregaba enérgico y lascivo a su propia montería de caza mayor. Carmina le reconoció a su paso y, descuidando por un momento a Pachulo, se acercó a su lado.
¬-Vaya, vaya, si tenemos aquí a lo más granado y varonil del barrio. No tienes buen aspecto, mozo. ¡Quién te ha visto y quién te ve! ¬-el chaval, dolorido, herido múltiple, los labios hinchados y sangrando, la miraba con un solo ojo entreabierto, el otro totalmente inflamado, sin poder articular palabra ni movimiento. -¬En fin, quería dejarte una cosa de recuerdo, ya que has sido tan amable conmigo.¬
Y, dicho eso, le encajó una contundente patada entre las piernas que hizo retorcerse al despojo que aparentaba ser aquel, en otro momento, entregado jovenzuelo. Y, sin más entretenerse, alcanzó a Pachulo, que no se había detenido un instante para comprobar si su chica le seguía.
-He perdido los zapatos con todo el jaleo que se ha armado.
¬ -Eso no es nada. Los zapatos se compran nuevos y listo. Podía haber sido peor. A saber en estos tumultos lo que puedes llegar a perder.
¬-Y que lo digas, Pachulo, y que lo digas. Vamos para casa. Una sopita caliente nos va a resucitar. La puñetera vacuna ya llegará. Con vivir tranquilos podemos darnos por contentos.
-¬Me cago en la vacuna, y en todos los muertos de la chusma que anda detrás de ella.
¬-Bien dicho. Este es mi Pachulo.
Las sopas de Carmina son prodigiosas. Es esta una virtud que heredó de su madre, transmisión genética directa, no aprendizaje ni práctica. En la comarca de donde sus ancestros eran originarios se decía que esa familia descendía de ángeles y, entre otras facetas virtuosas, manifestaban sus dones ultramundanos en una suerte de caldos y guisos que mitigaban los males del alma y favorecían la fertilidad de mujeres y hombres. Esa sopa angelical les regaló una tarde apacible disfrutando por enésima vez una película de Manolo Escobar, lo mejor que ha dado el cine español. Y tras el parte de guerra de la pandemia, fue una de esas noches en que ambos durmieron ocho horas, trufadas de ensoñaciones variadas, sin interrupción.