Montañas nevadas

Ismael Quintanilla
La mirada clara, lejos, y la frente levantada, voy por rutas imperiales caminando hacia Dios.
Quiero levantar mi Patria, un inmenso afán me empuja, poesía que promete exigencia de mi honor.
Montañas nevadas, banderas al viento, el alma tranquila.
Yo sabré vencer.
Al cielo se alza la firme promesa, hasta las estrellas que encienden mi fe.

Pilar García y Enrique Franco, 1945.

Cada día millones de personas bailan, lloran, cantan, ríen, tararean y gozan con la música. En cada nota y en cada párrafo de una canción se albergan sensaciones poderosas, pues su sonido y estrofas se fijan en los entresijos de los pensamientos de la gente, alojándose en su memoria. Orfeo tocaba su lira para apaciguar las almas de los que le escuchaban. Fue capaz de dormir al terrible Cancerbero, el perro de Hades, la morada de los muertos. También enamoró a la bella Eurídice, una ninfa que se podía encontrar en los valles y en los pastos de las montañas acompaña-da de Pan, el dios de los pastores.

Orfeo es el maestro, los que escuchan los alumnos y la música el conocimiento, me parece a mi. Bien combinado el resultado es la humanidad, el aprendizaje, el cambio y la educación. Así que la música, la memoria y el conocimiento caminan unidos entre si. Tengo leído por algún sitio que Pitágoras deleitaba a sus mejores alumnos con sesiones musicales que él mismo ejecutaba y que, según Platón, la gimnasia es al cuerpo lo que la música es al carácter. Lo que se canta de pequeño difícilmente se olvida, se conserva en nuestro interior más remoto y siempre está ahí. Un susurro interior que puede tener consecuencias sobre nuestras creencias más arraigadas, pero también un diálogo intrínseco y singular que nos re-cuerda parte de lo que somos y de lo que fuimos.

De todas aquellas canciones que aprendí y canté siendo un niño la que mejor recuerdo y la que más me gustaba fue Montañas nevadas. Su letra sintetiza a la perfección los dos ideas predominantes de la dictadura que me tocó vivir: la añoranza del imperio y la sumisión a Dios. Sin saber la razón me llegaba muy adentro aquello de "hasta las estrellas encienden mi fe", y lo que es más sorprendente sigue exaltado mi ánimo. Reciente-mente, tras una sesión en el gimnasio y mientras me duchaba mi inconsciente apareció de improviso y, sin poder evitarlo, comencé a cantar a voz en grito: "De Isabel y Fernando el espíritu impera, moriremos besando la sagrada bandera. Nuestra España gloriosa nuevamente ha de ser la Nación poderosa que jamás dejó de vencer." Siempre moríamos por la patria recuperando el imperio. Ese era un sentimiento que adornado por ciertas palabras alcanzaba niveles de glorificación y apasionamiento, un lenguaje incomprensible pero con una fuerte impronta emocional. En ello andaba cuando oí que alguien en la ducha colindante exclamaba, ¡fascista! Que-dé estupefacto, dejé de cantar y seguí con la ducha sin decir palabra. Él no sabía que el niño que andaba dentro de mi no entendía que aquello fuera una canción fascista sino el recuerdo recuperado. Además, pensé, si conoce la canción será porque él también la ha cantado. Cosa que pude comprobar al salir de la ducha.

Quizás por todas estas razones, y alguna más que soslayo, una de las cosas que más hacíamos en el colegio era cantar, el régimen lo imponía sabiendo bien lo que se hacía. Antes de empezar las clases formábamos alrededor de la bandera de España cantando el Cara al Sol, con el brazo levantado imitando el saludo nazi. Era un momento de gran enardecimiento, de entusiasmo y de compañerismo, todos a una, vinculados en-tre sí: "Cara al sool con la camisa nueeeva, que tú bordaste en rojo ayeeer…" Fuertemente implicados, entonados, marciales, sin saber que se trataba del himno de la falange, sin comprender lo que cantamos, enardecidos, sobre todo hacia su final: ¡Arriba, escuadras, a vencer, que en España empieza a amanecer! Y así era, pues solía ocurrir hacia las 7.30 de cada día cuando el cielo apuntaba los primeros destellos de luz. Era un apoteósico momento, ¡vamos!, ¡vamos!, ¡escuadras, a vencer! No sabía contra quien luchábamos ni falta que hacía. Vamos, vamos, ¡España!, decía el cura, y todos entusiasmados, ¡una!, ¡España!, ¡grande! ¡España!, ¡libre! ¡Arriba España!, ¡arriba! ¡Viva Franco!, ¡viva!

Tras ello, en fila de a dos, íbamos a misa. Momentos para disipar la ex-citación y concentrarnos en lo espiritual. Corderos ante Dios y lobos en la batalla. Siempre el mismo ritual, la voz lejana del cura, el olor a incienso y nosotros respondiendo en latín, sin entender lo que decía ni lo que decíamos, arrodillándonos, persignándonos, sentándonos, de pie y vuelta empezar. Un mantra repetitivo que me sumía en una insólita calma. Y volvíamos a cantar, esta vez más armónico y sosegado: "Como el ciervo que a la fuente de agua fresca va veloz, los anhelos de mi alma van en pos de Ti, Señor". Todos procurábamos comulgar lo contrario indicaba pecado. Saber que tras comulgar el cuerpo de Dios formaba parte de mí era algo insólito acompañado de una profunda elevación interior. ¿Era felicidad? No lo sé, pero se aproximaba. Nunca he vuelto a sentir algo igual. Quizás por que he dejado de creer lo que mal, o muy mal, me enseñaron. Una voraz lectura de la Biblia me fue llevando por otro camino. Lo hice por mi cuenta mediante una reconstrucción cognitiva, como dirían mis colegas psicólogos. Sin embargo, dentro de mi han quedado trozos profundamente arraigados de todas aquellas experiencias: un Franco, espero que di-minuto, y un dios del perdón y el amor que algunos de aquellos curas supieron transmitirme. Los que se fueron a las Américas y luego se afiliaron a la teología de la liberación. Mantuve una intensa correspondencia con el padre Sanfeliu. Aún conservo alguna de esas cartas y de como al reprocharle que la religión que había aprendido era como una mochila de gran peso sin que supiera lo que había dentro, él me contestó escueta y sencillamente: es tu mochila, has uso de lo que hay dentro, puede que encuentres algo que valga la pena.

Sin embargo, ¡fueron tantas las preguntas para las que no obtuve respuesta!

Leí la Biblia con verdadera devoción y un día, en clase de religión, le pregunté al padre Pedro sobre las dos versiones de la creación de Adán y Eva. ¡Qué dos versiones!, exclamó enfadado. En el Génesis se dice que Dios creó a Adán y Eva al mismo tiempo, pero más adelante se afirma que Eva fue creada de una costilla de Adán, respondí. La cara del padre Pedro fue de extremo estupor: ¿y tú porque lees esas cosas?, aquí estoy yo para explicártelo. Lo miré con interés pensando que lo haría y que aclararía mi confusión. Pero no, no lo hizo, miró hacia otro lado mientras decía: todas las preguntas tienen su respuesta en el catecismo, no seas blasfemo. Me quedé sin la explicación que anhelaba y con una nueva palabra que no comprendía: blasfemo. Años más tarde supe que un blasfemo es aquel que no ha perdido la fe todavía, pues si se alza contra Dios es por-que cree en él; así lo sostiene la iglesia. En mi caso, en ningún momento me alce contra Dios, mas al contrario lo que yo quería era comprender, comprenderlo. Vana ilusión cuando es otro quien te lo tiene que explicar. Quizás esa fue la razón por la que elegí estudiar el bachiller de ciencias, eran mucho más alentadoras, compresibles y explicativas. De ahí también mi horror hacia el latín pues cuando declinaba algún nombre siempre me acordaba de las misas innecesarias y las espantadas del padre Pedro. Dios lo tenga en su Gloria, pues con todo y aunque pueda parecer paradójico lo quise mucho. Incluso aquel día en que el que tras pegarme un guantazo le dije sorprendido: ¡padre, porqué me pega!, para responder ante mi osadía: si yo no lo sé seguro que tú la sabes. Ya veis, la culpabilidad sin más y sin explicaciones. Buena estrategia para el control social, ya que siempre hay algo de lo que nos arrepentimos y que no vamos voceando por ahí. De nuevo la duda, la maldita duda.

Lo que trae a mi memoria una escena de la película Broadway Danny Rose, de uno de los directores que más admiro, Woody Allen, en la que en una cafetería comenta con Mia Farrow su trabajo como representante de artistas desahuciados, un ventrílocuo mudo y un trapecista cojo, entre otros, que cuando tienen éxito lo abandonan. Eso le hace sentirse culpable, afirma Woody, a lo que Mia Farrow responde diciendo que la culpabilidad no existe. Entonces Allen replica afirmando que el sentido de culpabilidad es importante, de no tenerlo uno sería capaz de cosas terribles. Y sigue el diálogo más o menos así:

– Es importante sentirse culpable, yo –dice Allen–, me siento culpable siempre y nunca he hecho nada. ¿Entiendes? Mi rabino decía que todos somos culpables a los ojos de Dios.
– ¿Tú crees en Dios? –pregunta Farrow, a lo que Allen responde:
– ¡No, no, por eso me siento culpable!

Extraordinario diálogo, de los que te hacen amar el cine. Lo que deduzco es que a Woody no le hacia falta un dios para sentirse culpable, le bastaba con la empatía y constatar el sufrimiento de los demás. Creo que eso es lo que a mi me ocurrió. Las conciencias no son, se hacen y la mía fue tomando forma lentamente. Años más tarde, aunque ya lo intuyera en aquel momento, fui deduciendo que nacemos para cambiar y lo hacemos mediante las numerosas formas de aprendizaje. Aprender es una actividad gratificante. Aunque la vida nos muestre, de vez en cuando, el sufrimiento y nos alarme con el de los demás, aprender siempre es motivo de júbilo. Aprender es vivir y solo se vive si se sigue aprendiendo. Pronto sentí, no obstante, que existían deseos imposibles. A los 15 años tuve mi primer enamoramiento pero me quedé paralizado y fui incapaz de decirle a la chica en cuestión lo que sentía. ¿Cómo iba a hacerlo?, tenía que aprender y no sabía qué hacer.

Ocurrió en 23 de octubre de 1963. Me acuerdo bien porque ese día se celebra el Domund, el Día mundial de las misiones. Nos reunieron a chi-cos y chicas en la parroquia para repartirnos unas huchas con la forma de las cabezas de un negrito, un asiático y un indio. Esta última era la que más me gustaba. Luego nos lanzábamos por las calles en grupos de dos o tres pidiendo una ayuda para las misiones. Cuando la vi, entre aquellas otras niñas con su hucha en la mano, sentí cosquilleos en la barriga, una emoción inesperada y desconocida. La vi, me miró y sonrió, creí en Dios y comprendí a Bécquer. La tierra y los cielos fueron a una y el sol llegó al fondo de mi alma. No supe que decirle, ninguna palabra acudió en mi auxilio, ninguna. Mi imaginación se disparó y su mirada, la de aquellos ojos marrones, se quedó grabada para siempre; o al menos, eso creí entonces. Me enamoré y ella nunca lo supo. Cuando oía la canción El amor del verano del Duo dinámico, un desespero mezcla de dicha y amargura me atenazaba. Las canciones se fijan en nuestro interior y se hacen eternas.

Hoy, tras muchos años, no puedo dejar de enternecerme y conmover-me cuando escucho el Mediterráneo de Serrat: "Eres como una mujer per-fumadita de brea", y allí, junto al mar, aún duerme me primer amor, "escondido entre las cañas". ¡Ah, la música y las canciones!, ¡qué sería de nosotros sin ella! La tierra se mueve y el mar con ella. Yo me muevo por el mar. Nací en él mar y de él provengo. Sus olas son infinitas e ineluctables, siempre están ahí, siempre. Unas veces afectuosas y relajadas, otras vi-vas y cantarinas, a veces al trote de un unicornio imaginario, otras veces en resaca y contrapuestas y otras más violentas y destructivas. Los humanos somos como las olas, contradictorios, agresivos y afectivos, cariñosos y despectivos, todo al mismo tiempo.

Así que sabiendo que oyendo aquella canción me entristecía también me hacía pensar en mi enamoramiento y eso me llenaba de alegría. Paradojas del amor. Es lo primero que descubrí cuando aparece en un querer sin saber si se es querido. Decidí persistir en ese estado contradictorio y comprarme el disco del famoso duo. En la plaza de La Reina había una tienda de discos que se llamaba Viuda de Miguel Roca. Allí podías escuchar los discos, de vinilo por supuesto, en unas cabinas habilitadas para el caso. Entré en una de ellas con el disco del Duo dinámico y con algunos otros elegidos al azar. Cuando empezaron las primeras notas del Amor del verano oí de improviso un grito desgarrador en la cabina de al lado. Un alarido entonado al final de una secuencia de ah, aah, aaah, ¡aaaaagh! Me llegó a las entrañas y descubrí que yo también quería gritar de esa forma. Pasé a la cabina donde esto ocurría y pregunté que era aquello. Los Beatles, respondieron dos chavales de una edad aproximada a la mía, mientras seguían el ritmo moviendo los brazos como si estuvieran esquiando o boxeando. Quedé subyugado. El bramido de John Lennon, casi como un clamor sostenido en forma de quejido, del Twist and Show, me partió en dos. Una parte de mi quería ser como mi padre o mi abuelo, la otra quería descubrir el mundo por su cuenta. Salí de la tienda con el disco de los Beatles entre las manos, olvidando lo que había ido a comprar. El enamoramiento no desapareció pero lo sustituyó otro sentimiento. La música y las canciones tienen esas cosas.

Cuando volví a casa no paré de escuchar el disco, una y otra vez. Una tras otra y vuelta a empezar. Aquella música, aquellas voces tenían un efecto demoledor –sé que ahora debería decir brutal–, sobre mi que parecía originarse en mi estómago para luego expandirse por todo mi cuerpo. Sigo sintiendo lo mismo cada vez que los escucho, de forma más sosegada, sí, pero siguen siendo uno de mis antídotos para disfrutar y salir del aburrimiento incipiente. Es verdad que me pasa lo mismo con otros autores y músicos, pero los Beatles fueron los primeros y los principales responsables de mi afición a la música; hoy hasta disfruto con la ópera. ¿Qué es el Sargent Peppers sino una de las más bellas óperas del siglo XX? ¿No se descubre a Mozart en Penny Lane? ¿No está Vivaldi en Leonor Rigby? Canto con ellos y viajo descubriendo lo creativos e innovado-res que fueron y como me ayudaron a cambiar de perspectiva cuando la norma y los rituales me asfixiaban. Era lo que sin saberlo estaba esperando.

Se hizo la hora de cenar y llegó mi padre. Sorprendido ante el grito de Lennon exclamó:
– ¿Qué es eso que escuchas?
– Los Beatles, papa. –le respondí extendiendo la portada del disco para que la viera.
– ¡Estos peludos! Eso, hijo, no es música, son alaridos sin sentido. ¡Donde esté doña Cocha Piquer!

En parte tenía razón pues ni él no yo entendíamos la letra pero me sor-prendió, pensaba que los Beatles le iban a gustar tanto como a mi. ¡Doña Concha Piquer!, ¿quién era esa señora? Aún coincidiendo en buena parte con los valores que me padre me enseñó yo deseaba extenderlos y modificarlos para asentar mi vida. Quería experimentarla por mi cuenta. No hubo enfrentamientos pero comprendí que a mi padre nunca le gustarían lo Beatles y a mi tampoco Concha Piquer. ¿Doña? Él se limitó a sonreír yo me sentí muy decepcionado.

Transcurridos los años, cuando mi padre ya no estaba aquí, empecé a oír a Concha Piquer, Doña Concha como él decía, descubriendo una voz irrepetible para la copla, un entonar pausado, sin estridencias, con un estilo muy depurado y unas letras inolvidables: "Él vino en un barco, de nombre extranjero. Lo encontré el puerto un anochecer, cuando el blanco faro sobre los veleros su beso de plata dejaba caer. Era hermoso y rubio como la cerveza, el pecho tatuado con un corazón, en su voz amarga, había la tristeza doliente y cansada del acordeón." ¡Fascinante! La historia de un desamor cuando él se va y ella lo busca, de puerto en puerto, recordando el beso que le dejó, con su nombre de extranjero escrito sobre su piel. ¡La más grande de la copla española!, doña Concha. Lamentablemente no le pude decir a mi padre que tendía razón, así es la vida. Aunque estoy seguro que en su interior ya barruntaba algo así como: ya madurarás chaval, ya, y verás lo grande que fue doña Concha.

Otro acontecimiento marcó mis años de adolescencia. Fue un nuevo amor. Diferente, profundo, eterno y consistente.

Lo que sentí al verla por primera vez escenificó la antesala de un cambio en mi vida. No exagero, era un adolescente buscando no se sabe qué. Cuantas veces la miré ella me miraba. Me fascinó de inmediato y una ex-trema curiosidad me invadió sin que haya dejado de hacerse presente siempre que la vuelvo a ver. Aparecía en la portada de un libro.

Entonces no lo sabía pero era la máscara funeraria de Tutankamón. Me miraba y no podía sustraerme al embrujo de aquellos ojos negros rodeados de lapislázuli imitando el col y un nemes, coronado por una cobra, extendiéndose por sus hombros entre rayas azules, oro y destellos verdosos. Allí estaba, en la librería Maraguat, en la portada de un libro, expuesto entre otros muchos que no vi o ignoré. Una librería de las que entonces, situada en la antigua plaza del Caudillo de Valencia. Ahora creo que es una tienda de zapatillas de deporte en número muy superior a los libros que en su momento ocuparon los mostradores. Tal parece que a los libros de ayer lo sustituyan las zapatillas de hoy.

El precio de aquel libro era prohibitivo para mi, inalcanzable. No obstan-te, y sabiendo que no me lo podía comprar, no cesaba de hacerme preguntas para las que no encontraba respuesta. ¿Qué habría en el interior del libro?, ¿qué secretos escondía?, ¿de quién era aquella máscara? Entonces no lo sabía pero lo que se removía en mi interior era un acuciante necesidad, un deseo imperativo, de comprender. Ahora, pasados los años, estoy seguro que la necesidad de aprender es común a todos los seres humanos. El mundo está lleno de gente que, aún deseándolo fervientemente, no ha podido satisfacer su curiosidad. Digo bien, la suya y la que en su momento ocupó sus pensamientos, fueren los que fueren. Creatividad, curiosidad y aprendizaje se relacionan estrechamente entre sí. La curiosidad insatisfecha es el primer peldaño de la ignorancia.
¡Qué frustrante es querer aprender sin tener los medios para hacerlo o sin que te enseñen aquello por lo que sientes inclinación! Siempre las matemáticas por delante, ¿y qué pasa con los que desean aprender danza? Piénsalo bien, dirán sus padres, ganarse la vida bailando es casi imposible, ¡ingeniero! eso es lo que deberías estudiar, una carrera de ciencias. El bachiller no satisface las inclinaciones de muchos adolescentes, las normaliza, soslayando la música, la danza, el dibujo, la carpintería, la mecánica o, sencillamente, aquello por lo que sienten curiosidad e interés. Y lo que es peor, los que no logran el mínimo de normalización habrán de ir a la Formación profesional, pero no por vocación sino porque no hay otra alternativa, llevándose consigo, en demasiadas ocasiones, un hondo sentimiento de fracaso. Conozco algunos casos de este tipo que hoy los psicólogos diagnosticaríamos como un TDA (un Trastorno por Déficit de Atención) que aunque durante sus estudios tuvieron que constreñir su imaginación y habilidades, pudieron proyectarlas más tarde y ver satisfecha su curiosidad. Hoy son artistas de reconocido prestigio. Puede que padecieran un TDA pero no un TDI (un Trastorno por Deficit de Imaginación), demasiado frecuente en nuestros estudios reglados, causa de una falta epidémica de creatividad y de talentos mal conducidos.

En mi caso, tuve mucha suerte y gané un cuantioso premio con una quiniela de 12 aciertos. ¿Sabéis lo que hice? Sin pensármelo dos veces me fui a la librería Maraguat y me compré todos los libros que pude. Entre ellos el que me había fascinado: Vida y muerte de un faraón. Tutankhamon. Aún lo conservo como un tesoro, los otros se fueron diluyendo en mi biblioteca. Aunque no alcanzaba a entender todo lo que leía llegué a un pasaje que me produjo un fuerte estremecimiento. Es cuando, tras abrir la primera puerta de la tumba de Tutankamón, Lord Carnavon pregunta ansiosamente:

– ¿Puede ver algo?
– Sí, –respondió Howard Carter–, cosas maravillosas.

La linterna de Carter iluminaba la eternidad. Nunca en toda la historia de las excavaciones se había visto cosa parecida. ¡Cosas maravillosas! Leí aquel pasaje repetidamente, repetidamente, repetidamente –en el lenguaje del antiguo Egipto se repetía dos o tres veces la misma palabra para señalar el superlativo–, e intenté imaginar lo que ocurrió hasta donde pude y cada vez que lo leo me parece sentir lo que sintió Carter. ¡Cosas maravillosas! A partir de aquel momento el antiguo Egipto circula por las venas que van regando mi cerebro de jeroglíficos, pirámides, dioses zoomorfos, arenas del desierto, mitos como el de Osiris, cuentos como el de Los hijos de Nut, escarabeos, el Nilo, el nilómetro, nemes, dobles coronas, la invasión de los hicsos, el corazón de un pueblo del que me separan mi-les de años de misterios aún por desvelar y novelas, novelas que intentan recrear una civilización milenaria. Posiblemente la más larga de la historia.

Cuando mi madre me vio llegar con todos aquellos libros se quedó estupefacta.

– ¿De donde has sacado tanto dinero?
– Me han tocado las quinielas
– Pues ya sabes lo que tienes que hacer. No vuelvas a jugar, de lo contrario perderás todo el dinero que has ganado y, si persistes, perderás mucho más, incluso el que no tienes.

Sabio consejo el de mi madre. Nunca he vuelto a jugar a la quinielas, ni tampoco a la lotería. Siempre me ha asustado no tener dinero pero he creído que me lo tenía que ganar trabajando. Eso me lo enseñaron mis padres. La lotería es un juego de azar demasiado aleatorio e imprevisible. Sin embargo, ¿porqué me tocó aquella quiniela justo en el momento que necesitaba dinero para comprar aquel libro? Puede que mi admirado Carl Gustav Jung, recurriendo a su Teoría de la Sincronicidad, me hubiera di-cho que lo que me tenía que suceder sucedió, era lo previsto. Dos sucesos, la necesidad de tener el libro y el dinero que obtuve con la quiniela, se sincronizaron, haciendo posible una circunstancia portentosa. Cuesta de creer, pero en muchas ocasiones el azar se alía con la necesidad. Lo he experimentado en numerosas ocasiones. No es científico, lo sé, pero las explicaciones científicas son una buena parte de la realidad, pero no toda. Al menos, por el momento.

Todos deberíamos tener un libro de referencia para comprobar nuestros cambios. El mío es Sinuhé el egipcio: "Yo, Sinuhé, hijo de Senmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para mí solo." Lo habré leído más de una docena de veces y siempre encuentro algo diferente. A veces me parece el libro de un misógino, otras pienso lo contrario. En ocasiones creo que reproduce mal los acontecimientos históricos a los que se refiere. Lo vuelvo a leer y me parece una novela histórica excelente. Es un descubrimiento excitante. Ya sé, ahora lo comprendo, el libro no cambia pero yo lo hago constantemente. Eso es lo que quería decir al referirme a que todos necesitamos un libro de referencia. Bueno, si fuera posible más de uno.

¿Somos siempre los mismos o vamos cambiando tanto que lo que fuimos tiene que ver muy poco con lo que somos? ¿Un yo inamovible, una serie de yoes encadenados o un yo que cambia constantemente? ¿Sigue habiendo nieve en aquella montaña desde la que veía las estrellas que encendían mi fe? No me atrevo a contestar, hacedlo vosotros por mi. Me parece, no obstante, que si Shakespeare hubiera sido español puede que su Hamlet hubiera proclamado su famosa reflexión de otra forma. Así: ser o estar, esa es la cuestión. Puesto que el no ser es un imposible, salvo que se trate de la muerte. En esencia somos siempre lo mismo pero en lo existencial vamos cambiando constante e inexorablemente, ahí parecen los libros y la música, extraordinarios anclajes de nuestra vida. Un amable reposo para conmoverse, aprender y recuperar fuerzas.
Las canciones tienen ciertas ventajas sobre los libros, se pueden oír mientras leemos. Digo oír ya que para disfrutarlas al completo hay escucharlas en concentración y atentos. Me he sentido profundamente con-movido escuchando a Raimon (Jo vinc d'un silenci…), Ovidi Montllor, Cohen, Mozart, Antonio Vivaldi, Bach y Beethoven, dejando aquí una lista que podría ser interminable. A estos músicos y sus canciones les debo algunos de los momentos más placenteros y conmovedores de mi existencia. Pero si tuviera que elegir una sola canción, solo una, no tendría dudas. Sería la más bella canción jamás escrita, Imagine de John Lennon. Podréis decir que soy un soñador pero no soy el único. Gracias Lennon. "Imagina a toda la gente compartiendo todo el mundo…" Acepto el reto, querido John, pues bajo el fardo del dolor, allí donde se aloja el sufrimiento, hundido en las entrañas de los hombres libres, allí donde no existe la vida cercenada por el horror, allí donde empieza la pena de un poeta enamorado de la ciudad de su libertad, allí oculto en los corazones de la gente buena siempre habrá espacio suficiente para el amor que alivie la pena de los inocentes.

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He seleccionado algunos enlaces para ilustrar con imágenes y sonidos algunas de las canciones y circunstancias que aparecen en el texto.

CANCIONES:
Montañas nevadas (Himno de la Falange): https://youtu.be/9J5bCwnVEkc
Dúo dinámico (El amor del verano): https://youtu.be/tKZA5F39NMM
Joan Manuel Serrat (Mediterráneo): https://youtu.be/xh9EFTp3gNs
The Beatles (Twist and Show): https://youtu.be/b-VAxGJdJeQ
Concha Piquer (Tatuaje): https://youtu.be/ahgDOSybKWk
Bruno Lomas (Como ayer): https://youtu.be/rKfgp-sgyPg
Raimon (Jo vine d'un silenci): https://youtu.be/zDzymFrx7gA
Nino Bravo (Libre): https://youtu.be/ovIQkOyFsys
James Brown (Sex machine): https://youtu.be/1UzZUfFUnxY
Ovidi Montllor (Els amants): https://youtu.be/2ptTQJmK1i0
Wolfgang Amadeus Mozart (Der halle rache): https://youtu.be/YuBeBjqKSGQ
Leonard Cohen (Hallelujah): https://youtu.be/Y5C-sg5K6F0
Antonio Vivaldi (Juditha Triumphans): https://youtu.be/-WDKWqE0fys
Johann Sebastian Bach (Jesus bleibet meine freude): https://youtu.be/Mbr_6auE4o
Eagles (Hotel California): https://youtu.be/x47aiMa1XUA
Luwdig van Beethoven (9 sinfonía): https://youtu.be/thEJQF8a2-M
John Lennon (Imagine): https://youtu.be/SawcIXr9_jk

LUGARES Y CIRCUNSTANCIAS:
Hasta las estrellas cantan: https://www.nobbot.com/general/musica-de-las-estrellas/
Librería Maraguat: https://valenciablancoynegro.blogspot.com/2016/12/de-esquina-esquina-de-barcas-correos.html
Tutankamón y Howard Carter: http://tutankhamonlaexposicion.es/la-exposicion/
Teoría de la sincronicidad (Jung y Pauli): https://www.acronico.it/2015/02/13/el-encuentro-entre-el-psicoanalista-jung-y-el-fisico-pauli-la-experiencia-psicologica-de-la-sincronicidad/
Sinuhé el egipcio (Mika Waltari): http://unlibroenmimochila.blogspot.com/2012/08/sinuhe-el-egipcio.html

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Diciembre de 2020
Texto libre Trabalibros

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