Aquella mañana

Enrique Palomo Atance
Aquella mañana el sol no pudo abrirse entre la multitud de nubes que formaban una barrera impenetrable, la lluvia caía como una cortina triste desde el cielo negro y la ventisca zumbaba imponente, amenazante y tétrica mientras intentaba alejar en vano la borrasca. Y es que, allí donde viven los vencidos, hace tiempo que los vientos cálidos de los buenos presagios pasaron de largo y la luz tibia y reparadora fue desterrada para no volver.

En la tierra, sobre una llanura casi infinita de musgos y líquenes interrumpida por las Montañas Azules, el río Cristal se deslizaba sinuoso con su fondo misterioso y sus orillas muertas junto a una población de pequeñas casas de madera. De uno de esos pequeños cubículos grisáceos y ruines salió una mujer de cuerpo menudo y ropas negras que solo dejaban al descubierto su rostro. Sus pasos, lentos y reflexivos, iban y venían de su vivienda a un montón de pequeños troncos escuálidos y húmedos.

Dentro de la casa y fuera de las inexistentes miradas ajenas, un niño reposaba sobre una cama situada al pie de una ventana por cuyas rendijas el aire frío apuñalaba su cuerpo. La mujer enlutada entró en la vivienda, depositó con cuidado una gavilla de leña y la prendió para calentar una olla medio vacía que contenía una sopa miserable y sin sustancia. Sus manos, huesudas y llenas de estigmas, sostenían un cucharón con el que remover el líquido, y lo hacían con esmero, como si con tal movimiento fuera a convertirse el agua en proteínas, lo insulso en sabroso y lo inodoro en aromático. Al hervir la sopa, un vapor fino ascendió desde el fondo de la olla para acariciar su sonrisa borrada, su mirada desengañada y una pizca iracunda, su boca congelada y sus surcos formados por torrentes de lágrimas. Poco después, en el momento justo que dictó su experiencia, la mujer retiró el recipiente del fuego maltrecho y en un cuenco pequeño, sin lustre, desgastado por la misma sopa de siempre, volcó el contenido con la destreza propia de la monotonía. Sus pasos cuidadosos se dirigieron hacia la cama donde estaba el niño, se sentó a su lado y le miró con dedicación, como quien ve por primera vez un tesoro cuya propiedad disfruta en exclusiva.

El niño no se inmutó: parecía no advertir la presencia de la mujer ni de ninguna otra cosa en el mundo. Sus ojos, hundidos y sin luz, casi tapados por sus pestañas, parecían suplicar desde su mirada vacía una acción piadosa, su boca de labios resecos y grises exhalaba suspiros ruidosos y fugaces al mismo tiempo que su pecho y su vientre se bamboleaban y sus miembros atróficos se movían de modo errático, ya rápidos ya lentos, hasta caer rendidos sobre la cama para alimentar las úlceras negruzcas que consumían su cuerpo esquelético y nauseabundo. La mujer incorporó al pequeño recostándolo sobre su brazo izquierdo mientras este inclinó su cabeza hacia su madre cerrando los ojos con suavidad. Cogió la cuchara y comenzó a dar de comer a su hijo quien, deglutiendo con dificultad, tosía con violencia tras cada sorbo. Después de seis cucharadas, su rostro tomó un aspecto azulado y comenzó a emitir unos sonidos inspiratorios que parecían ser el reclamo para el barquero Caronte. Al poco tiempo, el niño recobró milagrosamente el aliento y cayó agotado mientras un sudor frío brotó de su piel cérea para provocarle un escalofrío de relámpago. La mujer le acurrucó entonces en su regazo envolviéndole en la tela fornida de su luto y, acercando su cara a la del niño, entonó una nana que nadie oyó.

A través de la ventana la mujer observaba la tundra sepultada bajo el cielo morado: las diminutas flores amarillas se quebraban ante la brisa gélida del norte y las gotas de agua comenzaban a cristalizarse en surrealistas figuritas de hielo. Al fondo, las Montañas Azules parecían controlarlo todo desde sus cumbres majestuosas y permanecían impasibles ante el vuelo sordo y amenazante de un avión negro. En el horizonte una luz blanca brillaba sin cesar y de sus rayos parecía emanar un influjo capaz de apoderarse de todo, mientras el río Cristal, con su rumor cercano y eterno, rompía el silencio en aquel día negro e inquietante.

Recordó la mujer sus veranos de niña, cuando se bañaban en las límpidas aguas del río Cristal y luego se secaban al sol en las mullidas praderas de su ribera mientras jugaban al allur, un juego infantil de adivinanzas propio de las tierras del norte. Por aquel entonces el pueblo respiraba un optimismo contenido al abrigo de las minas propiedad de unos extranjeros que, aunque no trajeron la fortuna prometida, dieron trabajo a los hombres del pueblo asegurándoles al menos la supervivencia. Progresivamente, el caudal del río comenzó a teñirse de herrumbre y a manar vapores fétidos y sus orillas se fueron encharcando con un fango pétreo del que nunca más brotó una brizna de hierba. Algunos infelices pensaron en una maldición divina, pero los vendedores ambulantes que visitaban el pueblo cada semana contaron que en aquel punto donde siempre brillaba la luz habían construido cientos de fábricas que arrojaban sus residuos al río. Desde entonces, los habitantes del pueblo comenzaron a presentar tumores que les consumían las entrañas y a parir hijos que, o bien nacían muertos o bien estaban condenados a agonizar bajo el poder de una extraña parálisis que, como la del niño, cercenaba su hilo de vida entre accesos asfixiantes de tos y convulsiones incontenibles.

De pronto, un sonido lejano enmudeció al río: parecía un trueno repetitivo con una cadencia que traía malos augurios. La mujer cogió con presteza a su hijo en brazos y se refugiaron bajo la cama como si de un búnker inexpugnable se tratara. Las detonaciones iluminaban la estancia con una periodicidad incierta mientras la mujer contemplaba con cada fogonazo el rostro impertérrito del niño. Tras unos instantes en los que parecieron transcurrir todas las horas habidas y por haber, el ruido cesó y la mujer salió de su improvisado refugio: el bosque de coníferas circundante era devorado por una descomunal bola de fuego que ascendía a borbotones confundiéndose con el cielo triste. Mientras, el avión se alejaba después de soltar toda su carga mortífera. Así, en apenas unos minutos, la oscuridad mortecina del humo lo envolvió todo del mismo modo que se disimulan las vergüenzas, aunque fue incapaz de ocultar el crepitar de los árboles muriendo y el terrible olor a carne quemada. Confusa y aterrorizada, la mujer salió corriendo con su hijo en brazos hacia una gran superficie donde se hallaban cientos de cruces clavadas sobre pequeños montículos de tierra recién removida. Arrodillándose ante uno de ellos, se puso a acariciar la pequeña cruz blanca que contenía dos inscripciones: se inclinó sobre la tierra besándola con la pasión de una novia y se aferró a la superficie emitiendo un grito desgarrador propio de los que tienen el alma partida. Allí reposaban ese hijo regordete y juguetón que creció hasta convertirse en el chico más robusto y servicial del pueblo, y ese marido de rostro amable con el que solo pudo compartir miserias. Cuando la lluvia arreció, la mujer se incorporó humillada entre sollozos, arropó a su hijo y miró al cielo preguntándose cuál era el pecado de la aldea para ser castigada de ese modo por aquellos que venían de aquel lugar donde brota la luz; pero no obtuvo respuesta. Miró la población derrumbada, desierta y rodeada de tierras yermas y contempló el cementerio rebosante de cadáveres que debieran ser niños riendo y amantes besándose. Entonces, una chispa de odio surgió en la mujer y, como una galerna, fue adueñándose de su ser hasta incendiar su mente con oscuros pensamientos de venganza y destrucción. Así, con las pocas fuerzas que le quedaban, corrió hacia el río, tomó una piedra y, apuntando a las alturas donde volaba el avión negro, la arrojó con la intención de derribarlo. Después, exhausta, se sentó en la orilla del río abrazando a su hijo y cerró los ojos deseando ser parte de una pesadilla de la que se está a punto de despertar. Mientras tanto, el avión negro volaba plácidamente hacia la luz blanca y la piedra fue arrastrada por la corriente del río Cristal hacia ninguna parte.

Con la llegada del ocaso la mujer abrió los ojos a la luz en blanco y negro de aquel anochecer terrible: su cuerpo se despegó del pedregal envenenado que bordeaba el río y se incorporó vacilante y quejumbrosa. Permaneció un instante contemplando el bosque calcinado, poblado ahora por fantasmas desnudos con sus miembros retorcidos, mientras las llamas convertían las últimas briznas de verdor en pequeñas volutas blancas que, revoloteando, se perdían en la oscuridad.

Una vez dentro de casa, la mujer acomodó al niño en su lecho: la luz melancólica de la ventana dibujaba su perfil tumbado, su cabecita alargada, su flequillo de pelo ralo, su frente abombada, su boca abierta de par en par y sus extremidades raquíticas reposando silenciosas. Mientras la mujer secaba las gotas de lluvia de su cuerpecillo de piedra, el niño pareció despertarse y girar su cabeza hacia ella de forma que su mirada se fijó en la de la mujer como nunca lo había hecho antes; de repente, un gesto breve y rudimentario pareció esbozar una sonrisa. La mujer, no dando crédito, acercó su rostro al del niño paladeando su mirada llena de candor y su sonrisa de una gracia irrepetible. El niño, mientras, repetía sus sonrisas con mayor perfección cada vez y, mirando a la mujer, tuvo su primer sueño: navegando en un barco pirata llegó a una isla desierta donde descubrió un inmenso tesoro. Sus ojos y sus labios hacían movimientos repetitivos y rítmicos, intentando hacer algo que nunca habían hecho. La mujer acercó su rostro aún más al del niño hasta recibir en su mejilla un beso: inexperto y defectuoso por ser el primero, pero verdadero por ser para su madre, tímido por venir de un inocente, pero arrebatador y fugaz como todo lo placentero, pero eterno como todo lo enamorado.

Un instante después, el que separa el paraíso del infierno, el niño dejó de sonreír y su mirada se perdió en un punto del abismo. La mujer le observó con un gesto incrédulo y resignado, rodeó su carita con ambas manos y la agitó con suavidad y desesperación, como para hacer brotar una sonrisa más. De pronto, el niño comenzó a mover el brazo y la pierna del lado derecho en forma de sacudidas bruscas e incontroladas que al momento se extendieron al resto del cuerpo, su garganta se estremeció con ruidos guturales que parecían pedir auxilio y su piel fue adquiriendo un color violáceo que contrastaba con sus ojos blancos dándole el aspecto del más temible de los monstruos del Averno. La mujer se agarró a su cuerpo con la desesperación propia de quien teme perder lo más preciado y, llorando, reclamó una ayuda imposible. Mientras tanto, el niño se consumía entre convulsiones poderosas que aprisionaban su pecho y emitía gruñidos espeluznantes propios de una bestia inmunda. Por último, una descarga inverosímil que hizo trepidar su cuerpo como el trueno a la tierra, terminó con el niño abatido sobre la cama, sus ojos entreabiertos y fijos, su tórax inmóvil y la piel blanca de su cuerpecito dándole un aspecto de ángel de mármol recién caído del cielo.

Quiso entonces oscurecerse el cielo hasta caer en una noche profunda donde ni tan siquiera tuvieron cabida la luna y las estrellas; solo la negrura más absoluta dominó el firmamento en medio del silencio de la llanura arrasada. Una llama reptó sigilosa en el hogar por los restos del último tronco y, al oscilar, proyectó sombras que parecían engendros de tentáculos repugnantes y fauces voraces. Mientras tanto, el rostro del niño se perdía entre las sombras de sus facciones, que se alargaban conforme la llama se iba extinguiendo hasta desaparecer en la negrura definitiva de la muerte. Un llanto débil y perpetuo comenzó a oírse entonces y, traspasando los umbrales de la casa, se diseminó por la tundra del mismo modo que lo hacen los aullidos de los lobos en las noches de invierno.

Por su parte, el avión negro se acercó a la luz blanca que resultó ser La Gran Ciudad. El piloto fue recibido como un héroe: allí le esperaban el beso de su esposa y las miradas orgullosas de sus dos hijos, pero también las felicitaciones del gobernador, de la cúpula del ejército y, por fin, la máxima condecoración militar. La multitud jubilosa invadió la ciudad en medio del clamor que envuelve a los triunfadores y sus calles lucieron en todo su esplendor. Los centros comerciales de cada uno de sus rincones rebosaron radiantes de fiebre consumista, los teatros del Bulevar 54 se llenaron de carcajadas y aplausos y los exclusivos restaurantes de la calle Mayor se regodearon de placer ante la exquisitez de sus platos. Con el control asegurado sobre los yacimientos mineros subió la bolsa, los grandes inversores se hicieron aún mayores, las principales empresas no parecieron conocer límite en sus beneficios y las factorías siguieron produciendo hasta la extenuación bajo las nubes de metal. La ciudad de los vencedores estalló de vida y la luz de su alegría llegó hasta el cielo, que se iluminó con fuegos artificiales hasta el nuevo amanecer. Y en la lejanía, la luz de La Gran Ciudad desprendía fulgores rojos, como los que aparecen en los colmillos y en las escleróticas de los vampiros después de sus orgías de sangre.

Lejos de aquella luz imperturbable, en la tundra asesinada, los sueños se amontonaron en un campo de exterminio, la esperanza fue arrojada a un pozo sin fondo, las sonrisas se perdieron en el laberinto de una cordillera infranqueable, la primavera se ahogó en un lodazal putrefacto y el sol sucumbió sepultado bajo toneladas de tierra estéril. Mientras tanto, la mujer yacía tumbada con la mirada fija en la nada cumpliendo su condena a vivir muriendo, y una cruz blanca coronaba una pequeña tumba con un nombre que el tiempo y la lluvia borraron para siempre.

(Relato publicado en el libro "Luces al anochecer", de Enrique Palomo Atance).
Texto libre Trabalibros

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