La terraza

Enrique Cremades
Me dirigí a la terraza para observarlas mientras desplegaban sus hojas sobre las macetas, unas de tono verdoso y otras amarillentas, esperando que las regara con la substancia adecuada. Un ligero viento acariciaba sus extremidades, desde el tallo hasta las ramas, mientras analizaban cada gesto de mi rostro. Sabían que no las abandonaría, formaban parte de mi entorno y no eran un elemento decorativo sino seres vivientes con entidad propia. Me habían transformado en algo más que en un ser anónimo, reconocían mi silueta sobre la terraza mientras contemplaba el espectáculo insólito del amanecer, los tonos rojizos de la luz solar sobre ese cielo a veces filtrado por algunas nubes. Se transmitían mensajes imposibles de descifrar, como si desearan protegerse. Habíamos creado a lo largo de los años un signo de complicidad, y si ellas apostaban por la senda del crecimiento significaba que yo también pudiera hacerlo a pesar de mi enfermedad degenerativa. El resplandor de su clorofila me inyectaba la energía también imprescindible para la supervivencia. No era necesario articular ninguna palabra, aunque a veces pensé adjudicarles un nombre, personalizar la relación, inaugurar un trato cada vez más cercano, situándome en su lugar para imaginar el nivel de dependencia que habían adquirido cuando cruzara la terraza para hacer viable la prolongación de su existencia. Si pudieran mencionar mi nombre sin duda lo harían,-deduje mientras me aproximaba a ellas-. Emitían un sonido leve como si estuvieran registrando la presencia de la botella que sostenía en la mano. Enclaustradas en el espacio exiguo que delimitaba el territorio de las macetas, su agradecimiento no sería correspondido excepto a través de la intuición, ese sexto sentido que se desplegaba más allá de lo racional, moldeando una corriente telúrica que inseminaba su ser desde la raíz.

Pero ese día tenía que abandonar la casa, dirigirme a un hospital para ingresar durante al menos una semana debido a mi enfermedad. Parecían haber adivinado en mi semblante las consecuencias y no acertaba a definir la estrategia para mantenerlas con vida durante ese tiempo. No tenía buenas relaciones con los vecinos para implorarles que las regaran durante mi ausencia. La única posibilidad sería no asistir al hospital para realizar unas pruebas urgentes. Aunque en la escala evolutiva fuéramos diferentes, su energía me otorgaba la suficiente fuerza como para afrontar los problemas de salud, o al menos eso creía. Mi cuerpo se deterioraría progresivamente, mientras sus hojas crecerían resplandecientes y la clorofila sería mi nueva medicina para aplazar el resultado de una muerte inminente. Después me acompañarían para decorar el espacio reservado al descanso.

Allí estaban, engalanando el área frontal del nicho, perplejas por haber dado prioridad a su existencia en detrimento de la mía, vinculadas para siempre a esa decisión sublime que nos mantendría unidos a través de los siglos. Sus troncos también se marchitarían, pero la alianza del espíritu no se difuminaría por un acto tan prosaico como el de la simple supervivencia. El jardinero del cementerio las regaba para no cercenar el pacto erigido en el umbral de las sombras, o en esa sombra que proyectaba el mármol y bajo la cual se protegían del efecto de los rayos solares. Sus hojas supuraban un halo de esperanza, el de trascender los límites que marcaban una vida abocada a la extinción. Los brazos alargados de sus ramas servían como metáfora para comprender el significado de su radio de acción. No eran floreros que exigieran sus derechos como artífices de la inmortalidad, aunque no habían sido lo suficientemente valoradas, excepto por la apreciación de una estética adscrita a sus contornos. Ya había llegado la hora para definirlas como consortes imprescindibles de una humanidad que las reclamaba como testigos de la apertura a otra dimensión. Estaba encarcelado al nicho al igual que lo estuvieran ellas en las macetas, sin opción al movimiento por muy imperceptible que fuera. Ya no alcanzaba ni siquiera el estatus de humano y ellas estaban en el escalafón superior, atrincheradas en el espacio que rodeaba al nicho, pendientes de que el enterrador inseminara el líquido que supusiera la garantía de mi perpetuidad en otro mundo, como guardianas del alma de alguien que les ayudó a prosperar.

Una niña con un vestido verde no apartaba su vista de las plantas, se aproximaba unos pasos, fijándose en el tono de las hojas, como si le atrajera el brillo que hacía juego con el de su vestido. Se acercó aún más a la frontera que delimitaba el espacio con el descanso eterno, y las separó de su recipiente para desbaratar el soporte que me mantenía unido al cordón umbilical de ese espacio intemporal donde pudiera haber navegado durante siglos. Sin el escudo protector de las plantas, inauguraría el descenso al arco inferior evolutivo, y a partir de ese instante sólo podría vagar indefinidamente por un cúmulo de galaxias siderales, sin la brújula que segregaba la clorofila.

Me desperté para dirigirme a la terraza. Me miraban de un modo diferente, advirtiéndome que seleccionara las decisiones para que la pesadilla no se transformara en realidad. Esparcí el contenido de la botella por las macetas y volví al dormitorio para recostarme sobre la cama, verificando que los brazos se habían transformado en ramas y los pies en raíces apresadas al somier. Ahora era una más de ellas, compartiendo hasta la médula el núcleo de su código genético. La niña del sueño se hallaba frente a la cama, derramando el agua desde la cabeza hasta los pies, con cuidado para no sobrepasar la cantidad estipulada. La gasa verde de su vestido se fundía con el de mis hojas, o más bien eran los brazos, si me aferraba a mi antigua corporalidad. Ignoraba si estaba atravesando otra fase de la pesadilla, aunque el presente sugería acoplarse el sentido de una realidad que se bifurcaba por el cerebro de un modo contundente. Intenté comunicarme con ella pero no brotaban palabras de mis labios sino algunos sonidos guturales, casi imperceptibles para la audición. Así debían sentirse las plantas, impotentes para transmitir algún mensaje que desembocara en cualquier tipo de relación. Podrían dialogar entre ellas, pero en ese caso me hallaba sólo en mi habitación, a expensas de que esa niña me visitara cada día. Distinguía en su rostro matices de la más variada índole, donde se reflejaban algunos sentimientos de condolencia, otros de admiración por la longitud de mis ramas, alguna dosis de benevolencia y sobre todo de caridad. Se acercó a la cama y me recogió entre sus brazos para transportarme a la terraza y depositarme junto a las que ya consideraba como mis hermanas. Emitían unos gemidos descifrables a pesar de su lenguaje críptico, referentes a señales compartidas en un futuro cercano, en aquel jardín fortificado como una torre de marfil, donde nadie impediría la evolución de nuestra especie que en breve sustituiría a la humanidad.

Aquella mañana me estaba regando como era costumbre habitual. Me embargaba una sensación extraña, al recibir el agua desde las manos o de mi espíritu al que identificaba cubierto por el envoltorio de un cuerpo. La apariencia de quien suministraba el líquido era la mía en una etapa anterior a la fusión con la planta en la que me había convertido. El alma se había dividido para formar un híbrido mitad humano, mitad vegetal. Se autoalimentaba como un hermafrodita y garantizaba la perpetuidad de una especie injertada en una zona paralela a la materia. Había obtenido la piedra angular para construir un ser, a caballo entre la realidad y la ciencia ficción, un prolegómeno del futuro, cuando los ensayos clínicos hubieran avanzado lo suficiente para procrear un nuevo género. Me deslizaría por la terraza como una serpiente ciega, inoculando el veneno en la semilla gangrenada en la base del tallo.

La niña me roció con ese líquido cristalino que manaba a borbotones de la botella, y sin mediar palabra me arrancó de cuajo de la maceta para lanzarme al vacío. Estrellado contra el asfalto, mi cadáver permanecía no obstante intacto, yaciendo junto a las ramas de un árbol instalado en la acera, para alimentarme de sus raíces por ósmosis. Asaltaría el espíritu de los caminantes, inaugurando un nuevo ciclo que anulara sus voluntades para extraer algún cáliz de esperanza.

El primero era un hombre que llevaba un abrigo negro.
Texto libre Trabalibros

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