Mi héroe

Luis Ángel Fernández de Betoño
Nunca pensé que cavar un hoyo fuese tan duro. Llevo casi tres horas y ya es noche cerrada. Menos mal que, además de la pala, compré una luz de camping. Me sangran las manos, tengo calambres en los brazos y todo el cuerpo resentido. Pero el dolor y el esfuerzo físico me están ayudando a mitigar la angustia. Me hacen olvidar el motivo por el cual estoy aquí. A punto he estado de desfallecer en varias ocasiones, sin embargo, mirar la bolsa y saber que está allí dentro, ha sido un poderoso revulsivo que me ha obligado a seguir con mi tarea. Creo que ya está, estoy hundida hasta la cintura. Supongo que tengo un aspecto terrible, empapada en sudor, llena de barro y metida en este agujero. Espero que no pase nadie por aquí porque seguro que termino en un manicomio.

—Pero… ¿cómo iba a dejar que te arrojaran a cualquier sitio? No, no después de todo lo que has hecho por mí. Seguro que aquí estas mejor, sé que te encantaba corretear por este lugar. Éramos felices cuando abandonábamos la ciudad y nos pasábamos horas caminando por estos bosques

Estiro la mano y, agarrando el saco, lo acerco a su tumba. Saco una pequeña navaja de mi bolsillo para rasgar el plástico y sacarlo de este horrible envoltorio. Su cuerpo aún está frío, pero al acariciar su pelaje descubro que la sangre se ha descongelado y empapa mis manos. No me importa, incluso me apoyo encima de él, con mi rostro cerca de su oído, como si aún pudiera escucharme.

—Ya sabes que al principio fui una estúpida. Yo nunca había convivido con alguien de tu especie. Ni tan siquiera me explico cómo me convencieron para aceptarte. Hasta tu nombre, Rocky, me pareció absurdo. Me llenaste la casa de pelos; los primeros días no te comprendía: tu obsesión por lamerme, tu necesidad de caricias, que anduvieras todo el rato detrás de mí… Pero tú seguiste insistiendo y poco a poco —incansable y con una paciencia infinita— conquistaste mi destrozado corazón. No solo eso, sino que comenzaste a recomponerlo. Aunque he de reconocer que fue aquella tarde. Cuando paseando por la calle nos encontramos con él. Me llamó y se acercó mostrando su máscara de niño bueno, ignorando la orden de alejamiento. Yo me quedé paralizada, noqueada por su presencia, aún no me explico ese poder que tenía sobre mí. Ni tan siquiera fui capaz de activar el teléfono de socorro. Pero tú lo supiste, no lo habías visto nunca, y aun así adivinaste que era él. Tal vez olfateaste mi miedo, o su maldad, o pudo ser ese sexto sentido que sospecho que posees. Nunca te había visto así: con tu hermoso pelo negro erizado y tus orejas tan tiesas; tampoco me había percatado del tamaño amenazante de tus colmillos; de tu pecho salía un gruñido gutural, poderoso. Él, mi demonio, vino hacia mí, pero le dejaste bien claro que tres metros iba a ser la distancia máxima que le ibas a permitir acercarse. Se enojó, claro, ¿cómo no? Y se quitó la careta de falsa inocencia. Comenzó con los insultos y amenazas, tú le contestaste con unos poderosos ladridos, y, por primera vez, lo vi retroceder. Fue entonces cuando reaccioné y mis labios escupieron todo lo que pensaba de él. Finalmente se rindió y se marchó humillado, clavándome su mirada de odio. Aunque me mantuve firme, me sentí poderosa, dueña de mi destino. Después me arrodillé y te abracé entre lágrimas. Volvías a ser ese animal dulce y cariñoso. Fue la primera vez que dejé que me lamieras el rostro. Allí en medio de la calle, ignorando las miradas de los viandantes…

Una bola de acero que se ha formado en mi garganta me impide seguir hablando. Así que agarro el cuerpo y lo arrastro hasta el fondo. Me tomo un tiempo en acomodarlo. Está muy rígido, pero aun así consigo colocarlo en su postura favorita. La congoja apenas me deja respirar y me pican los ojos. Ayudada por las manos salgo de un salto. Encorvada y con las palmas sobre las rodillas, logro calmarme. Me giro para contemplarte por última vez y continúo con nuestra despedida:

—Después de aquel día mi espíritu de mujer comenzó a recomponerse: aprendí a reír de nuevo; regresé al trabajo; nos apuntamos en el grupo de montaña; me compré ropa nueva; volví a ser consciente de mi belleza… Éramos inseparables, lo organizaba todo en función de que tú pudieras acompañarme. Me hiciste feliz, amigo mío, muy feliz…

Un nuevo acceso de lágrimas me impide seguir hablando. Así que agarro de nuevo la pala y, con rabia, comienzo a cubrir el cadáver con la tierra que he amontonado. Un minuto después desaparece de mi vista. Entro en su tumba porque me parece que, con el fin de evitar que las alimañas puedan desenterrarlo, debo compactar el fondo antes de continuar. Utilizo la hoja para golpear el suelo, lo hago con fuerza, dejando fluir la furia. Cuando estoy satisfecha, vuelvo a salir y apoyo mi herramienta en el suelo con las dos manos agarrando el mango. No dejo de jadear, de modo que me inclino y, colocando el pecho sobre mis nudillos, dejo que la pala soporte parte de mi peso.

—Sabes… no dejo de rememorar aquella noche. Tú lo intuiste… ¿verdad? Lo sé porque dejaste tus asuntos caninos y, nervioso, te volviste hacia mí. Recuerdo que fue entonces cuando surgió de entre los arbustos del parque. Yo me quedé paralizada por el terror, sobre todo cuando vi brillar el filo del enorme puñal que portaba. Pero tú no, no dudaste, te abalanzaste sobre él derribándolo. Soy consciente de que todo pasó muy rápido, aunque a mí se me hizo eterno. Los dos rodabais por el suelo, tú le mordías con saña y, por un momento, pensé que ibas a vencer. Pero él comenzó a darte cuchilladas en el lomo. A pesar de todo, no te amilanaste y continuaste luchando sin descanso. Comprendí que te iba a matar, fue entonces cuando algo despertó en mi interior, un impulso brutal, arcaico, primitivo, que nacía de mi necesidad de protegerte. Luego observé la piedra, rodeada por el círculo de luz de la farola. Sin saber muy bien cómo, la agarré. Sentí su peso, su tacto rugoso, sus aristas. Entonces me arrojé sobre el demonio, poseída por una furia que jamás había experimentado. Al segundo golpe sentí que su cráneo quebraba y —en esto sí que le mentí al juez— supe que si continuaba acabaría con él. No sé cuántos le di. Lo último que recuerdo con claridad es que trataba de taponar tus heridas abrazándote, mientras los uniformados trataban de arrancarte de mis brazos. Luego vino el pinchazo y todo se volvió negro…

Continúo con mi trabajo hasta cubrir la tumba por completo. Cuando termino me arrodillo y digo:

—Ya sé que para el resto eres solo un animal, yo misma lo hubiera pensado un año atrás. Pero yo sé que no es cierto, en realidad, eres un ángel, un ser divino que se enfrentó al Diablo, y no solo eso, sino también me enseñaste a hacerlo a mí.

Gracias amigo, gracias por todo, te prometo… No, ¡te juro por lo más sagrado! ¡Que nunca nadie jamás, volverá a maltratarme!
Texto libre Trabalibros

PUBLICA Envía tus textos libres aquí
subir