Rostros

Rubén Darío Ramírez Arroyave
Salió a la esquina y entre los insultos cotidianos cruzó la calle con la denodada elegancia que siempre le caracterizó.
Sujetaba la mano de aquel hombre de aproximadamente 28 años de edad. Robusto y firme. Con esos ojos azules que se asemejaban a un cielo visto por el mar. Con esa mirada que reflejaba esa ansiedad de domingo a las nueve de la mañana. Su paso era firme pero tras los insultos a la mujer se hacía nervioso y taciturno.
Ella por el contrario lo exhibía como un trofeo, ante las miradas empachadas de odio de las vecinas de su casa que siempre esperaban ansiosas verla para decirle en su cara lo que para ellas significaba su presencia en ese lugar.
Puta barata, zorra, mujerzuela, quita maridos…infinidad de epítetos que para ella eran ya ecos desmedidos de su desencanto por la vida y por su moralidad sin fundamento. Eran como versos inspirados por el mismo dios, sí, el mismo dios quien le había concedido esa alegría tan generosa que antes hombre magnífico pintor de casta hubiera plasmado en un cuadro, figura que ella ostentaba en su sala como una muestra de gloria no tan vana como las palabras que a ella prodigaban todos los días. Era bella y era puta, nada más le faltaba en la vida para sentirse libre y plena.
Su mirada se veía siempre complaciente con la vida: se detenía frente al espejo y reía a carcajadas inspirada en sus noches interminables de analgésica bohemia.
Al pasar la calle una mujer de edad avanzada le lanza un paquete de mierda que ella esquivó muy bien: sabe que su contendido es menos asqueroso que la vida de quienes la observan.
El hombre quien antes se esfumara entre el bochornoso momento la aprieta con fuerza a su pecho agitado por la impresión. Corre y la oculta tras las paredes de una casucha vieja.
Ella menos agitada que él por el mido, sale, cruza la calle sin ningún tipo de recelo. Abre la puerta de su casa. Penetra y espera que él ingrese. Le ofrece un vaso de licor. Él lo bebe.
Se sienta ella en su mecedora y con ironía y ese extraño deje de injusticia divina exclama: acostúmbrate. Cada vez hay más moral que justicia en esta ciudad.
Pasan unas horas y el lugar se encuentra colmado de hombres de toda clase, raza, lengua y nación. Hombres que acuden a la casucha de la pintuco a ver fluir sus impresiones del amor el sexo y el despilfarro de cuerpo.
Hay varias mujeres que vestidas como madonas de un cuadro exhiben sus siluetas y sus nalgas con decoro pero a la vez con esa veleidosa intuición de conseguir placer y dólares para sus lujos tan necesarios para damas de su casta.
La pintuco baila y se embriaga. Abre de vez en vez la ventana de su alcoba, se burla de los trasuntes casi todas mujeres que expían a distancia las algazaras que se producen en su casa. Mientras que a ella los lamentos que llenan el lugar la extasían hasta el cansancio y ya sin la sobriedad que le impulsan sus momentos de alegría infructuosa, cae rendida a su lecho solitario.
Es casi de noche. Alguien toca la puerta. Maquilla su rostro, se embadurna de ese perfume traído por un amante parisino y adorna su silueta con un pañolón dorado que un indú perdiera una noche de encanto con una de sus muchachas. Ella lo conserva y lo exhibe como muestra de la gratificación de lo internacional de su casona.
Tres borrachos en el cruce de su paso, lloran y uno incluso llama a gritos a su esposa quien antes lo abandonara por un gitano de la costa que viniera a su casa a presagiar infortunios sin medida.
Ella los compadece, mientas acomoda sus rizos. Tocan a la puerta por segunda vez. Ella se percata que el toque no es tan firme.
Abre la puerta y ve al hombre que la acompañara en la mañana, tendido por el piso suplicando su auxilio.
Grita desesperada. Las puertas de las casas vecinas se cierran como un acto planificado de magia. Suplica. Nadie la observa, nadie la oye, nadie acude a sus lamentos.
El hombre que caminaba con ella en el mañana, tendido por el piso la observa, mientras se desvanece en sus brazos en un mar de sangre que cruza su entrada, la sala, los baños, salpica a los hombres tendidos por el piso, se camufla entre las putas dormidas y cansadas por la rutina de su día. . Se pega en la pared y allí en primigenia bondad se dibuja la imagen de la virgen dolorosa. Dolorosa, la virgen Madre.
Al hombre lo enterraron en un espléndido medio día en la soledad de la catedral. Solo por obligación había un cura refunfuñado pecados capitales, una mujer triste vestida de negro que era la única pariente del hombre en el país. Y ella la pintuco, con su traje rojo, labial y perfume que acaecía en ella con esa melancolía que nadie pudo jamás descifrar en su cotidianidad de infortunios y de risas.
Cercana a la pariente del hombre sin mayor decoro solo promulgaba ese quien lo mataría, qué debería ese hombre, porque en mi casa maldita sea… "Ahora ya no solo putiadero sino también casa de asesinos".
En la noche, se persignó como lo hiciere siempre como un ritual de piedad, cuando ve la imagen de sangre en la pared. Casi enloquece, casi se tuerce de temor al ver ese rostro magnífico de la madre de dios puesta ahí frente a ella. Trae un trapo con agua y limpia, limpia por horas interminables que fueron haciendo la imagen más clara más espectacular a su vista, más ella.
Enciende una vela y apaga las luces de su cuarto y se extasía frente a aquella arrobable impresión de revelación mística.
Llama a las mujerzuelas, se acomodan en su regazo, y rezan salves marías como si fueran cantitos isócronos elevados al cielo.
Pasa un mes y la puntuco no ha vuelto a salir de su cuarto. Recuerda al extranjero. Llora y suplica piedad. Llama por teléfono. Contesta la francesa única pariente de aquel que había muerto en las puertas de su casa.
Las mujeres sostienen una conversación larga, y de entre todos las cosas que hablaron se produjo la supuesta verdad de la muerte. Grita desesperada, corre como enloquecida por su cuarto. Saca todas las mujeres de su casa. Lava ropas, sábanas, quita cuadros, bota música que conservaba con orgullo en esa colección que tantos amantes le habían prodigado.
Quema sus ropajes, tira por el retrete sus perfumes, destruye pintalabios y se eterniza en un gesto de clemencia al cielo.
Madrugó desde entonces a rezar rosarios interminables que en ocasiones los hacía de rodillas. Sangraban sus piernas por el cansancio y por esas inclementes calles viejas que la veían ahora en rituales de oración al cielo.
Las mujeres, las anteriores vecinas enervadas por la rabia, ahora observaban con asombro la nueva actitud de la dueña de la casa de citas más popular de su ciudad.
Algunas de ellas rezaron rosarios con ellas y algunas otras visitaron su nueva casa y quedaron estupefactas con la imagen de la virgen en su alcoba.
El rumor se volvió un eco de expresiones de piedad y su casa se vio de repente inundada de santurronas, curas, monjas y otros que buscaban milagros para su corporalidad enferma o su alma carcomida por el odio.
Un templo eso era su casa. Un lugar para la piedad. En un pedestal se había convertido la imagen para los incrédulos jerarcas que trataban de disuadir a los fieles, los cuales al ver la estampa quedaban prendados de ese silencio místico que los trasfiguraba y los determinaba luego a predicas exquisitas.
Pasaron los días y ya nadie recordaba a la puta, ahora conocida como la santa de san Juan.
Una noche ella ante el desconsuelo de su inexplicable cambio y anhelando su vida de alegría consumada en actos de banalidad que antes poseía, echó gasolina a la imagen de la dolorosa. Las llamas fueron esparciéndose por el lugar como los comentarios que la habían vuelto santa de la noche a la mañana.
Entonces recordó al hombre agonizando en su porta un día. Corre, busca refugio en tanto todo se ve consumado por las llamaradas. Renuncia a su vida de mojigata barata, no se conduele por sus actos de valerosa entrega. Corre sin ser notada por detrás de la marquesina que separaba su casa de la montañita de árboles frutales, los mismos que ella consumía cuando en las tardes se debatía entre el tedio y la esperanza de otra noche.
A la mañana siguiente todos lloran buscando la imagen de María entre las cenizas, y los restos de la pintuco que no fueron encontrados por nadie. La iglesia declaró el sitio un lugar para la adoración de la puta que María había trasformado en santa.
En las afueras de la ciudad en un antro recién constituido, una mujer celebra su regreso. Se hace llamar Madame. Se ríe a carcajadas mientras canta y enloquecida por esa extraña dicha celebra su paso taciturno por la vida.
Su nuevo hogar es lo que siempre había imaginado un burdel hecho para la fiesta, y para el pecado.
Escucha música mientras sus nuevos amigos bailan al compás de la noche. Saca entonces unos pinceles con restos de tinta roja fabricada con sangre. Lo mira mientras recuerda al sacrificado hombre. Solo en la vida y sin hogar, que más merecías sino morirte, exclamaba mientras pintaba su cara en la pared. Su rostro alegraba el cuarto que para ella era su único templo.
En su antigua casa un rostro de mujer compungida era figurado en un altar improvisado. Velas la iluminaban mientras las suplicas se hacían cada día más extensas. Era una santa. Todos decían que era otra María Magdalena transfigurada por el mismo Cristo.
En su habitación su rostro se fue marchitando y un día amaneció muerta, sola y tratando de explicar el por qué lo mató. La idea de alejar a sus vecinas la había vuelto una santa. Nunca hizo milagros, nunca cumplió sueños, finalmente la vida fue para ella el silencio de lo que ocultaba con premura para defenderse de la infamia.
Texto libre Trabalibros

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