El pasillo
J. Carlos Gutiérrez de los Reyes
Coloca en un jarrón de cristal las azaleas recién cortadas. Es un acto cotidiano, natural en ella. Entra, llena el jarrón con el agua de la llave y, con ternura, amolda al espacio cristalino el ramillete de flores frescas. Esta mañana tampoco lo ha olvidado. Se siente cómoda en ese mundo inventado por ella. Un mundo de lluvias y azaleas. Mira el jarrón desde distintos ángulos de la casa y, como si llevara tiempo esperándolo, encuentra un ángulo desde el que es capaz de entender toda su vida. Entonces lo comprende. Se calza unos zapatos —los más cómodos que encuentra— y se arregla el pelo con un sencillo gesto ante el espejo que en otro tiempo le regaló Mario, su amor.
Cierra las ventanas que dan al jardín, con esmero, con la certidumbre de saber que es la última vez que en su espacio entra el aire fresco de la mañana. Aspira y roza las hojas de las azaleas con la yema de los dedos. Deja sentir, aún húmedos, los pétalos, y decidida sale y cierra la puerta principal.
Un vecino la saluda con un Buenos días radiante y ella le regala una sonrisa limpia, como de eterna primavera.
Camina sin prisa por la vereda que da a la avenida principal y espera hasta encontrar un taxi. Lo para decidida y sube.
—A Urgencias, por favor, —apunta con la voz firme y aterciopelada.
— ¿Tiene prisa? Le espeta el conductor mirándola de soslayo.
—No, ninguna. Vaya usted tranquilo.
El taxista así lo hace. Los edificios pasan lentos, como en un travelling perezoso ante sus ojos. Las personas son en ese momento de acuarela, borrones que en otro tiempo fueron posibles conversaciones, posibles amigos. Los borrones son sus albañiles y carpinteros, poetas, panaderos, cristaleros, lecheros…
Ve cafeterías con gente que sale seria, abriendo los paraguas ante la intermitente llovizna. Cierra los ojos y siente la ciudad de otra manera. Espera.
—¡Ya estamos en Urgencias!
—¡Ah! Tome, quédese con el cambio.
—Que tenga buen día, señora.
—Igualmente. Adiós.
Baja del taxi y no se apresura por llegar a la entrada acristalada donde un cartel señala en letras redondas y rojas Urgencias.
El txirimiri insistente se va apoderando de su cabello, del rostro. Se queda de pie, sin más espera que la de sentir el agua tamizada.
—¿Viene por algún familiar?
—No, vengo por mí.
—¿Qué le ocurre?
—Tengo dolor en el pecho—finge.
—De acuerdo, espere ahí sentada— dijo la recepcionista señalando con la mano una silla de plástico.
—Muy bien, gracias— contesta complacida.
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