Esa noche de luna llena, Agneta salió de su cabaña, hacía frío, pero dejó sus pies desnudos al igual que su alma. Caminó siguiendo el ulular del búho que siempre la arrullaba por las noches. Lo encontró unos cuantos metros más allá de su cabaña: su ulular era débil, casi como un lamento. Agneta se acercó y notó al búho malherido, lo tomó en sus brazos y regresó a la cabaña, preparó una cuna y lo dejó reposar allí mientras preparaba el ritual sanador que hacía su abuela cuando ella era niña y encontraban animales moribundos.
Agneta lavó sus manos y purificó su alma para que su propio dolor no afectara la criatura. Con cantos mágicos y deseos puros curó al búho y lo regresó a su lugar. Al volver a la cabaña, Agneta vio una pequeña piedra blanca en la cuna donde había curado al búho, la observó silenciosa y descubrió que podía abrirse. En su interior descubrió una pócima y sonrió: era un amuleto. Sin tener muy claro el significado de la piedra, Agneta lo apretó con fuerza, pidió un deseo, cerró los ojos y se durmió.
Al despertar en la mañana, Agneta recordó al búho y salió en su búsqueda, pero no lo encontró. Esperó hasta el anochecer, pero tampoco lo halló. Apesadumbrada, sin saber qué había sido del búho, Agneta decidió creer que había partido a un lugar mejor y supo que ya era tiempo para que ella también partiera. Así que prendió unas velas, adornó su cama con flores blancas, sujetó el amuleto y, con lágrimas en los ojos, le pidió a la luna llena que se llevara su tristeza, que sanara su alma y liberara su mente de aquello que ambas sabían la hacía sufrir. Una última vez, Agneta apretó el amuleto con fuerza, pidió un deseo, bebió su contenido, cerró los ojos y no volvió a despertar jamás.
PUBLICA Envía tus textos libres aquí