Jack y Frankenstein

María José Jiménez Pérez
Fue una tarde fría de otoño que para refugiarme de la copiosa lluvia entré en un viejo multicine y elegí la sala siete, ese número ejercía sobre mí un magnetismo especial desde aquel día. Pasaban El doctor Frankesntein. Me alegré. ¿Cuántas veces yo había interpretado el papel del doctor queriendo reconstruir lo inconstruible? La interpretación de Boris Karloff en el papel del monstruo era genial y me trajo la vivencia de una también magnífica representación de mi engendro particular. ¿Cuántas veces había visto la película anteriormente? Pero es al cruzarse en tu vida un Franskesnteis y al comparar la ficción con la realidad, cuando te das cuenta que no es necesario estar hecho de despojos humanos para estar recubierto de crueldad. Mis esfuerzos no sirvieron para sacar de la inmundicia personal en la que Jack, mí expareja, se encontraba, aunque él supo también interpretar muy bien su papel queriendo hacerme ver que como el Frankenstein de la película también tenía su lado inocente. Cuando salí del cine había dejado de llover, miré al cielo y lucían las estrellas. Pensé en el final de la película, en el que el monstruo muere como siempre y que en un siete de julio puse fin a la terrorífica historia de mi vida, comprendiendo que a los muertos hay que dejarlos en sus tumbas adornadas de placeres.
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