Suhna es el joven heredero de una tierra que se agota. La escasez de comida marca el destino de un pueblo resignado a vivir con lo mínimo. Pero la felicidad que otorga el conformismo no es suficiente para nuestro protagonista que, cuando por casualidad descubre que existe un lugar más allá de los confines del oeste donde crece un grano fuerte y dorado capaz de arraigar en cualquier tierra, decide, en contra del consejo de su padre y de los ancianos del pueblo, emprender un viaje en busca de dicho grano para regalarle a los suyos la abundancia que se merecen. Ese viaje, cargado de aventuras, no deja de ser otra cosa que una excusa para que Miyazaki, una vez más, despliegue su magia.
¿Cuál es la magia de Miyazaki?
Pocas cosas hay que yo pueda decir sobre el director japonés que no se hayan dicho ya. Sus películas, sus mangas, los temas que trata y cada uno de sus personajes han sido analizados desde todos los puntos de vista por voces mucho más autorizadas que la mía, sin embargo, nadie me puede quitar el privilegio de la espectadora, o de la lectora en este caso. Cuando "El viaje de Shuna" cae en mis manos, en ese preciso instante, la historia es solo mía.
Hace poco más de veinte años vi "El Viaje de Chihiro" y quedé fascinada por la dulzura que envolvía la crueldad de la historia. Si bien la trayectoria de Miyazaki había empezado mucho antes, fue en ese momento cuando yo lo descubrí. Devoré cada una de sus películas que me contaban historias adultas cargadas de crítica social, cultural y medioambiental (la defensa de la naturaleza es uno de sus temas recurrentes) disfrazadas de cuento infantil. Removían mi conciencia y apuntalaban mis valores mientras yo creía disfrutar de un paréntesis de frívola fantasía de colores.
Construye sus personajes sabiendo que nadie es bueno o malo, todos estamos hechos de luces y sombras y casi nadie actúa porque sí. Lo que nos lleva a ser como somos, y a los personajes de Miyazaki también, es un cúmulo de circunstancias propiciadas por el transcurso de nuestra vida y nuestro entorno, quizá por esto el autor escoge siempre protagonistas jóvenes, bien niños o niñas o bien adolescentes que apenas se han enfrentado al mundo, porque, de este modo, puede justificar que tengan intacta la inocencia y la nobleza que les hace seguir adelante por el camino correcto.
Hace cuarenta años, el cofundador de los Estudios Ghibli se enamoró de la leyenda tibetana "El príncipe que se convirtió en perro" y, aunque no consiguió convertirla en uno de sus maravillosos largometrajes de animación, sí que pudo adaptarla a su manera para crear el libro del que estamos hablando. Lo entendemos como un cómic, pero es más bien un libro ilustrado, ya que casi no hay bocadillos. La narración se revela a través de textos de apoyo estratégicamente situados para no ensombrecer las acuarelas que ilustran el libro.
Dichas acuarelas, originales de Miyazaki, son la esencia pura del autor. Sin estridencias ni en el color ni el trazo, transmiten la belleza del paisaje en todas sus formas, dulcifican los corazones nobles y endurecen las almas oscuras.
Aunque, como ya he dicho, han pasado cuarenta años desde que se publicara en Japón por primera vez hasta que Salamandra Graphic nos ha brindado la oportunidad de leerlo en castellano, la historia de "El viaje de Shuna" sigue vigente. En esta ocasión, la crítica va dirigida al capitalismo irracional y desmedido en el que ya entonces nos veíamos envueltos y que cuatro décadas después no ha mejorado. Todo vale con tal de tener más, lo que tenemos determina lo que somos y nunca tenemos bastante, hay que conseguir más caiga quien caiga.
Menos mal que Miyazaki siempre nos brinda un punto de luz al final del túnel. Shuna no quiere nada para sí mismo, quiere lo mejor para su pueblo, pero no a toda costa. La nobleza de su carácter marca todo el viaje del protagonista y las vidas de los que se cruzan en su camino, incluidas las nuestras, ya nunca serán lo que eran. La luz de Shuna es contagiosa y nos hace comprender que ser es mejor que tener.