Bird significa pájaro. Y como un pájaro en medio de la tormenta, sacudido de repente por una fuerza que no alcanza a comprender ni abarcar, nos presenta
Kenzaburo Oé al protagonista de su novela, un ser que nunca ha utilizado sus alas pero que sueña con ellas, como un
Ícaro moderno que pretende escapar de su propio laberinto para elevarse más allá de una existencia anodina y un matrimonio rutinario. Por eso sueña con recorrer África, las inmensas llanuras, los grandes lagos y las doradas estepas, la selva y el desierto, cualquier cosa que le haga sentirse libre.
En un relato repleto de simbolismos, no resulta extraño que
Oé utilice un apodo tan llamativo para bautizar a un personaje que no deja de ser su álter ego, enfrentado a la misma situación dramática que el autor japonés sufrió con el nacimiento de su hijo
Hikari. Así pues, asistimos a una especie de catarsis con la que el novelista trata de apaciguar sus propios demonios internos, una expiación de esos sentimientos inesperados y confusos que cualquier padre experimentaría ante el nacimiento de un hijo con una grave malformación. Con duros tintes autobiográficos, pero con toda la libertad y el juego de disfraces que identifica a la ficción.
La historia comienza sin concesiones.
Bird espera el nacimiento de su primer hijo sin gran emoción, más centrado en estudiar los mapas de su soñada África que en examinar sus sentimientos, quizás porque en el fondo es plenamente consciente de que ese acontecimiento pone fin a todas sus esperanzas de escapar de una vida que aborrece: «Desde que me casé he estado en la jaula que significa una familia, pero hasta ahora siempre me pareció que la puerta permanecía abierta; el bebé a punto de llegar bien podría cerrarla definitivamente».
Es entonces cuando una llamada telefónica le transporta a una nueva realidad: su hijo acaba de nacer, pero sufre una severa malformación y su estado es de extrema gravedad. A partir de aquí el protagonista se enfrenta a un dilema moral para el que no ha sido preparado: desear que su hijo viva y verse atado para siempre a un «bebé monstruo» que requerirá de toda su atención y sacrificio, o, por el contrario, desear la muerte de su propio hijo y verse así librado de una responsabilidad que considera a todas luces muy superior a sus fuerzas.
Se respira en cada página cierto aire kafkiano: esa indefensión del personaje ante una desgracia que considera exterior a su propia existencia —pero que la transforma por completo—, la monstruosidad como una metáfora de la soledad y la incomunicación, la burocracia que gobierna las peripecias de Bird por los hospitales… El propio autor pone en boca de un personaje la frase que finalmente resultará decisiva en la transformación interior del protagonista:
«Kafka, ya sabe, le escribió a su padre que lo único que puede hacer un padre por su hijo es acogerlo con satisfacción cuando llega. Usted, en cambio, parece rechazarlo ¿Puede excusarse el egoísmo que rechaza a otro ser, basándose en un derecho de padre?».
Toda la obra está cargada de un fuerte componente existencial.
Bird es un ‘extranjero’ ante todos, desarraigado, atrapado en un trabajo que le aburre, unido a una mujer con la que no experimenta ningún tipo de pasión y esperando un hijo que no desea. Todo le da igual. Pero, al contrario que en la obra de
Camus, la desgracia que aparece en su vida acabará transformándolo. Al principio siente al bebé como una amenaza y huye de él, se precipita en una vorágine de alcohol, soledad y sexo mientras espera una llamada que le anuncie su muerte. Pretende recuperar su vida hasta que se da cuenta de que su vida no vale nada, menos que nada, cero. Y en esa sórdida búsqueda de la verdad le acompañará
Himiko, una antigua compañera de facultad que le recibe en su cama sin pedirle nada a cambio.
Es precisamente
Himiko uno de los grandes hallazgos de la novela, el personaje secundario que vertebra la historia. Una mujer que vive encerrada en un oscuro apartamento desde el suicidio de su marido; dedica sus días a elaborar peculiares teorías metafísicas y sus noches a pasear por la ciudad al volante de un deportivo rojo. Su único contacto con el mundo es a través del sexo: se entrega a un desenfrenado intercambio carnal con todo ser humano que la desee. No busca nada a cambio, quizás solamente encontrar en esa exaltación de la entrega una expiación a la muerte de su esposo.
Cuando
Bird llega a su casa huyendo de su desgracia, ella no hace otra cosa que entregarse a él. Juntos recorren los caminos más abyectos de la sexualidad, el alcoholismo y el aislamiento, pero al mismo tiempo surge entre ellos una relación que germina como una semilla en los páramos devastados de sus existencias. Durante tres días y tres noches, todo el egoísmo y la brutalidad de Bird como hombre se fundirán con la entrega y la compasión de Himiko como mujer. Y de esa mezcla ambos saldrán fortalecidos. Cada cual a su modo —partiendo del otro, apoyándose en el otro y reflejándose en el otro—, llegarán a conclusiones divergentes pero redentoras, y los dos emprenderán por separado el camino hacia la reconstrucción de sus vidas.
“
Una cuestión personal” es una novela corta que puede leerse en una tarde, aunque su carga emocional bien merece una asimilación más reposada. Con un estilo pulcro, desgarrado pero cargado de poesía, rezuma una belleza inhóspita que sirve de contrapeso ante el pavor de los abismos a los que nos asoma.