"Distorsionamos la realidad, menospreciamos nuestras capacidades [...] nos acabamos creyendo la imagen que hemos creado de nosotros mismos. Una forma de curar esta anorexia mental es empezar a cuidar muy bien lo que decimos de nosotros y de nuestras capacidades".
("Inspiritismo", Diana Orero).
Somos una especie narrativa. Lo narrativo es tan natural en nosotros que, según el biólogo evolutivo
Stephen Jay Gould, en lugar de hablar del "homo sapiens" deberíamos hacerlo del "homo narrator". La habilidad de narrar surge en algún momento de nuestro curso evolutivo (según algunos paleontólogos en el pleistoceno) como una herramienta mental que nos permitía explicar aquello que ocurría a nuestro alrededor, concediendo esta habilidad importantes ventajas adaptativas a los que la poseían. Pero el relato no es sólo la forma de contarnos lo que ocurre, sino también de contarnos a nosotros mismos. Somos la historia que nos contamos y no se nos puede comprender ni persuadir sin tener en cuenta la misma.
En gran medida, al narrar y al narrarnos estamos construyendo la realidad en la que vivimos. Recordemos la capacidad del lenguaje de producir realidad. Pero el relato no es exactamente la realidad, aunque tampoco es un conjunto de fantasías desconectadas de ella. El relato es una representación conveniente (no necesariamente veraz) que da sentido a lo que vivimos de una manera verosímil, razonable y eficaz, por lo tanto las historias que nos contamos de nuestra vida no sólo constituyen nuestra identidad ("identidad narrativa") sino que también dotan de significado a lo que hacemos, determinan lo que sentimos e incluso provocan efectos físicos en nuestro cuerpo (por ejemplo el efecto placebo y el efecto nocebo).
Nuestra fundamental naturaleza narrativa, como hemos visto, nos confiere muchas ventajas pero también implica ciertos riesgos, derivados sobre todo de asumir como fundamentales relatos claramente desadaptativos y que tendrían que ver, como señala
Diana Orero en "
Todo cuenta", con contarnos historias que empobrecen o dificultan las relaciones con los demás, con el mundo y con nosotros mismos. Historias que, en definitiva, nos alejan de la felicidad, y la felicidad, sea ésta lo que sea, tiene que ver con la historicidad de la vida, con la evolución de ésta en un eje temporal organizado narrativamente. Sin la narración nuestra vida se desintegra en instantes y en vivencias que no garantizan la continuidad del sí mismo.
En esta modernidad tardía digital en la que opera el puro presentismo de los datos y las informaciones cabe reivindicar el arte de contar y contarnos historias que anclen nuestra vida al ser. Narrar es enlazar y tejer. Sólo tejiendo nuestra vida con historias la podemos salvar de la pura facticidad y contingencia.
Diana Orero nos propone en este libro tener un papel activo y protagonista en la construcción de nuestras identidades. Nos invita a cuestionar, para luego mejorar, las historias que nos contamos y que acaban definiéndonos. Se trataría de intervenir, desde el lenguaje y en nuestro beneficio, el relato que hacemos sobre nosotros mismos. Como buena conocedora de la programación neurolingüística sabe que nuestros pensamientos y creencias, en gran medida, los construimos con palabras y que un pequeño cambio operado en esas palabras puede significar un cambio enorme en lo que creemos sobre nosotros mismos y, por ende, también en nuestros actos. El lenguaje nunca es inocente. Las palabras bien escogidas pueden ser conjuros o magia, pero mal usadas pueden limitar nuestro mapa de la realidad y por lo tanto nuestras posibilidades de crecimiento y cambio.
Nos recuerda también Diana el importante papel que tenemos en la formación de las identidades ajenas, en cómo convirtiéndonos en espejo del otro podemos "ayudar a las mariposas a ver sus propias alas". Percibir a las personas no como son, sino como podrían llegar a ser, es el verdadero poder que tenemos respecto a ellas. El poder de ayudarlas a contarse historias mejores, el poder de valorarlas como paso previo a que se valoren ellas. Para ello hay que escuchar, escuchar para "felicidar", para "primaverar", para "apapachar", para eliminar el "egobio", escuchar como
Momo-la protagonista del libro de
Michael Ende- que era capaz de sanar a las personas con sólo escucharlas, escuchar como si nadie nos hubiera mentido nunca. La escucha inspira la narración del interlocutor y abre un espacio de resonancia en el que el narrador se siente amado. Escuchar crea proximidad e infunde una confianza primordial.
Narrar al prójimo como te narras a ti mismo, desde la absoluta convicción en el poder sanador del lenguaje y desde la ebriedad del restablecimiento conseguido palabra a palabra.
Freud decía que por debajo de toda incomodidad psíquica se apreciaba una narración bloqueada y que el dolor era un síntoma de este bloqueo. Liberar el bloqueo permitiría liberar el dolor. Si lográramos dar a nuestras penas una apariencia narrativa, entonces les quitaríamos su oprimente facticidad, se diluirían en el flujo narrativo y sus ritmos. Como dejó escrito
Isak Dinesen, todas las penas se pueden sobrellevar metiéndolas en una historia o contando una historia sobre ellas.